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Alberto Rodríguez

literatura

Historia universal de la destrucción de libros

Historia universal de la destrucción de libros

Desde que existe la escritura hay quema de escritura: rollos, papiros, tabletas, impresos. Desde hace 25 siglos y sin que haya razones plenamente declaradas, se adelanta una constante y sostenida cruzada aniquiladora contra la memoria de los hombres.  

Un fenómeno de destrucción de memoria que parecería inherente a todas las sociedades, de todos los tiempos y todas las latitudes, que conlleva la premisa anticipativa de que “allí donde queman libros terminan quemando hombres” según el poeta Heine, pero también, la de que “cada libro quemado ilumina el mundo”, como se lo parece a Emerson.

Fernando Báez es un venezolano, historiador, bibliófilo, lector y escritor que se dio a la tarea de hacer una reseña de la destrucción de las bibliotecas en el mundo. Se destruyeron tablillas en la misma región donde se inventó la primera forma de código escrito, en las anchas y sepultadas bibliotecas de Asiria, la de Babilonia, y la de Nínive, que era la de Asurbanipal. Y que según excavaciones llegó a tener hasta 22.000 tabletas. Pasando por las tres quemas de la biblioteca de Alejandría, las quemas de la inquisición, las quemas del nacional socialismo, y la más monstruosa en cantidad, la quema de las bibliotecas rusas por la ocupación alemana, en la que se calcula que se quemaron un poco más de cien millones de ejemplares. Hasta la  quema de la biblioteca nacional de Bagdad en el 2003.

Es curioso que la gran quema de la biblioteca en Bagdad durante la intervención norteamericana contra el gobierno Baas de Sadam Hussein, se haya producido en la misma fecha, en que setenta años antes, los guardias negros del nazismo y las juventudes alemanas letradas salieran a cazar libros y libreros en las ciudades alemanas.

Es una reseña refinada, precisa, secuenciada, con fecha y comentario a cada una de las quemas documentadas. Es posible que falten algunas, pero igual, lo que ha hecho Báez, es rescatar la memoria de entre las cenizas. Es un cazador de archivos que ha sido capaz de mostrar encadenadamente un fenómeno cultural apresado en el concepto de biblioclastia.

Lo que Báez muestra aterroriza, porque no solamente es una violencia instalada en todos los regímenes y sociedades de la historia, que pretenden “arrasar de la faz de la tierra” con la memoria escrita, sino que es la “violencia más simbólica”, la violencia ejercida contra la memoria semántica de la especie. Que al contrario de la memoria oral, es más peligrosa, no por lo que dice, sino por la forma como lo dice, con una estabilidad literal que desborda y multiplica el potencial acumulativo de oralidad.

En alguna novela de Kundera, en la primera escena aparece una foto con los dirigentes políticos en un balcón. En las ediciones siguientes y posteriores al cambio de poder en Checoeslovaquia, la foto de uno de los dirigentes ha sido borrada. Ya ese hombre no existirá para nadie que consulte la historia del país, en la prensa, las revistas, o los libros.

El rigor de Báez, en el ejercicio de compendio, hizo que Chomsky dijera que el libro resultaba “impresionante”. Pero más allá de los resultados de un trabajo tan sistemático y exhaustivo, con la utilización de una montaña de material fáctico inverosímil, es notable la capacidad de hilvanar las condiciones y las constantes de necesidad de todas las sociedades, para socavar la fuente de la memoria. Quemando los poemas de Empédocles, los textos de Lutero, o las novelas de D.H. Lawrence, o Salmand Rushdie. Siempre se han maquillado con diferentes argumentos las quemas de libros en cada época. La "inmoralidad" ha sido una manida explicación de censores y pirómanos, que han condenado desde su superioridad moral, respecto a los autores, sus obras al fuego. De la misma manera que se condena al progresivo olvido a un hombre o a un pueblo que se extinguen por la fuerza.

Termina Chomsky: “El mejor libro sobre este tema en mucho tiempo”. A partir de lo cual bien vendría a ser la joya de la corona, para cualquier bibliocásta nostálgico de las lenguas de fuego de los lanzallamas de la Brigada de Fahrenheit 451.   

Maricones eminentes

Maricones eminentes

Jaime Manrique Ardila es un escritor barranquillero nacido en 1949 que se fue a vivir a USA hace muchos años. Es un escritor colombiano que escribe en inglés. En 1979 -Carlos Valencia Editores- publicó un cuaderno grueso titulado, Notas de Cine. Con un subtítulo:”Confesiones de un crítico amateur”. Tenía entonces 30 años. Contiene casi veinte artículos sobre cine y cierra con una “iniciación al cine fantástico”. Y nos inicia, pegado de la interpretación de Danilo Cruz, de la transcripción de Platón, del diálogo entre Sócrates y Glaucón, en el que Sócrates inventa el mito del cine, antes de inventarse el cine. Nada se parece más a una sala de cine, que la caverna platónica.

En 1999 se publica Maricones Eminentes, título que inspirado en el libro de L. Strachey, Victorianos Eminentes, le sirve a Manrique para referirse al “expediente homosexual” de sí mismo, de Manuel Puig, de Reinaldo Arenas y de Federico García Lorca. En seis capítulos Manrique se adentra en la vida, la obra, el dolor, la personalidad de cuatro hombres que aman a los hombres. De la inmensa dificultad para llegar a ser lo que son, en cada una de las cuatro sociedades que los maltratan por ser minoría en el arco de costumbre moral de una sociedad heterosexual hegemónica, que los declara en estado contra natura.

Manuel Puig, dice Manrique, es el hombre más afeminado que conocí. Al referirse a sí mismo, siempre lo hacía en femenino, como “esta mujer”. Era una mujer atrapada en el cuerpo de un hombre que tenía en los ojos el efecto “Bette Davis”. Esa contrariedad que “la” contraponía con el sujeto de deseo, el “oscuro objeto del deseo”. Todas las dificultades de Puig se tranzan en la de los personajes en sus novelas, hasta el éxtasis que consigue con la Mujer Araña.

Reinaldo Arenas no podía ser afeminado, a su condición de homosexual, el régimen cubano respondía judicializándolo y condenándolo. Una homofobia estructural, equiparable a la judeofobia estructural del nazismo. Por su puesto, la virilidad Caribe, las hormonas, el calor de la sangre cubana, no hacían más que delatarlo. Llegó a meterse sin saberlo, con encubiertos de inteligencia que husmeaban en las costumbres sexuales de los cubanos. Cuando llega a USA era un hombre completamente derrotado. Fuera de Cuba ya no podía ser más que un enfermo, en todos los sentidos. Terminó suicidándose con una manotada de Seconal que pasó con Chivas Regal.

Federico García -cuyo primer amor, imposible desde luego, fue Salvador Dali- es un homosexual al que la sociedad falangista proscribe y termina asesinando por su doble condición de socialista y maricón. No va a ser hasta su viaje a Nueva York, donde caminó por donde había caminado Whitman, cuando emerja de él un poeta nuevo, un Lorca más cosmopolita y menos gitano. Y no va a ser, hasta su temporada en La Habana, una répilica americana de las temporadsa de Wilde y Gide, en Marruecos, que emerga su homosexual. Una noche se encontró con Porfirio Barba Jacob.   

Y Jaime Manrique, un maricón colombiano que despierta en una sociedad como la de Barranquilla, donde la única forma de ser homosexual era ser loca. Un hombre que siempre fajó a su homosexual y apenas lo liberó en muy pocas circunstancias estrictamente privadas. Conoce personalmente tanto a Puig como a Arenas, y en cualquier caso figuraría en una biografía de ellos. Y entra en contacto con Lorca, a través de un hombre que en 1928 tuvo una noche de amor con Federico, antes de embarcarse a Nueva York.

Un libro de una honradez biográfica y una transparencia que hieren. Una escritura de la más pura estirpe del periodismo literario. Por entre la sexualidad agredida de los escritores y su obra, el libro refiere el camino difícil de esa naturalidad diversa, que siempre ha querido ser reducida a la homogeneidad de los que dominan. 

Maricones eminentes, o de cómo lidiar con la literatura en el closet.   

Pa que se acabe la vaina

Pa que se acabe la vaina

Tenía el libro, desde el año pasado, en el arrume de los libros a leer. Pero algo no me dejaba tomarlo para darle una oportunidad a que me atrapara. Algo predecible quizás, conociendo los “libros políticos” de William Ospina. Se trata de un manual personal de historia de Colombia que nos entrega bajo el título “Pa que se acabe la vaina”. Donde se mueve entre los dos extremos de la historia: concentración de poder en la “dirigencia” y la diversidad cultural.

A la par de la historia del país, va la historia del papel que la literatura ha jugado. Ospina sostiene que gran parte de la literatura colombiana, se ha hecho afuera: Vargas Vila, Barba Jacob, Álvaro Mutis, García Márquez, Fernando Vallejo.(Juan Gabriel Vásquez, Ricardo Cano).

Es una historia trágica para los campesinos, negros, indios, humildes, trabajadores y sindicalistas, desde el comienzo. Siempre se ha gobernado contra ellos. Una casta dirigente empoderada desde el siglo XVIII, que ha evolucionado históricamente hasta hoy y que sigue en el poder.  Una casta que a pesar de tener filiaciones políticas distintas, liberales y conservadores, es una sola. Propietaria, rentista, dueña de los bancos, hacedora de la ley, con su ejército y su iglesia.

En Colombia jamás prendió el liberalismo, nunca hubo una “democracia liberal” (cada quien tiene su democracia, Putin, Maduro, Macri, Al Asad, Trump, Uribe, Xi Jin Ping, todos). Jamás  en Colombia se hizo una reforma agraria, siempre se ha pasado por encima de las minorías, y hasta de las mayorías, como cuando le robaron a Rojas Pinilla las elecciones que ganó la Anapo. La educación sigue siendo un dispositivo selectivo para la exclusión. No se respetan los derechos humanos. Una sociedad democrática con una concentración de la propiedad de las más altas en América Latina (Colombia es el país de la región con el caso más preocupante: “Las fincas de más de 500 hectáreas –0,4 por ciento del total de explotaciones– concentran el 67,6 por ciento de la tierra productiva”). Donde la iglesia sigue teniendo la superioridad moral suficiente para oponerse a los derechos ciudadanos. ¿Cuál liberalismo? Aquí nunca hubo de eso.

Ospina llama “la dirigencia”, intentando un tono neutro, a la casta de propietarios, a los dueños del país, los responsables históricos de todos  los males que se han enseñoreado en el país desde iniciada la colonia. La peste negra de la historia social colombiana.  

Para Ospina los años sesenta son un respiro en medio de la cadena de violencias indómitas, por primera vez una sensación de no conflicto se respira, aparece el nadaísmo, y la música le canta a los hombres y a las mujeres víctimas de la “violencia” superada. Aparece el Frente Nacional.

Pronto se da cuenta de que no es cierto. Ni siquiera la “década prodigiosa” que vivía el mundo, significó aquí un respiro democrático. La concentración del poder que hizo el FN, obró como un mecanismo, que de un lado silenció los fusiles – lo que a Ospina no le parece gran cosa – y por otro excluyó durante los próximos 16 años a cualquier otra fuerza política en el poder. Ratificó la unidad de poder en la diferencia de partidos. Después de ese largo periodo, los partidos como formaciones históricas desaparecieron. Les tocó convertirse en agencias electorales, mientras el negocio del narcotráfico vivía su acumulación primitiva, en tiempo del finado López Michelsen.

Después de un repaso, uno a uno, desde que Olaya llegó en el 30, durante la crisis mundial del capitalismo, al 34 con el primer gobierno López, que anuncio la “revolución en marcha”, hasta que Santos frenó para hacer una “pausa a la revolución”, que vino a dar a manos de Ospina Pérez, después de quince años de “hegemonía liberal”, que politizó la policía, la armó para que saliera a matar liberales en todo el país, con la anuencia de párrocos que desde los púlpitos bendecían las acciones de limpieza. Lo que después hicieron los capellanes del paramilitraismo.  Hasta Pastrana, que tenía la visión del negocio de la paz, pero que no supo cómo hacerlo. Ospina renuncia a hablar de los gobiernos de Uribe, porque de eso hace muy poco y todos los conocemos.

Desde la guerra de los mil días, pasando por la bisagra histórica definitiva –el nueve de abril– hasta hoy, cuando se ha firmado un segundo acuerdo de paz entre el gobierno Santos y las Farc, todas las fuerzas políticas se aprestan para unas elecciones en el 2018, que equivalen a una redistribución en el poder, que contiene potencialmente el mismo germen de todos los conflictos sociales, jamás resueltos durante la vida republicana del país.

Termina Ospina con una aseveración ligera, una mínima tesis, que no se explica: “Colombia ya no está bajo el control de la vieja élite”. Se ha producido una opción de dirigencia que ha relevado una élite por otra, es lo que se infiera primera vista. La vieja ya no tiene el poder, nos lo hace creer, es una simuladora, pero “nosotros no nos dejaremos vender” (esa primera persona plural, súbita,  al final del libro, que pareciera tomar una causa, incluye no se dice a quienes). Tenemos otra élite, concluye el libro, de la que sabemos, porque Ospina lo advierte, que “no ha sido capaz de articular un discurso con el que puedan construir un país grande…”. ¿La “burguesía santafereña” fue, o será en las próximas elecciones, relevada por el “sindicato antioqueño”?

Refrenda Ospina como objetivo del programa de “nosotros”: “la vida generosa que todo colombiano merece”, y nos recuerda los “deberes” prescritos en la lejana Franja Amarilla. Termina, como un político, en un alarde de esperanzadora y lúcida sencillez, tras 230 páginas de monstruosidades,  profetizando como Martí, Sandino, Fidel, el Che, Chávez.

Y termina como un iluminado, en una especie de trance visionario “Algo está cambiando en Colombia”, “un pueblo desconocido está descubriendo su propia existencia, un territorio está brotando a la luz”. Ospina prende el pebetero de la esperanza, y nos recomienda creer que “el país que intentaron por años contener en el lecho de Procusto habrá crecido demasiado para caber en la caja registradora de la vieja aristocracia, o en la caja de pino de la nueva”.

Al llegar al final comprendí qué era lo que no me había dejado entrarle al libro. Pero cuando la semana pasada, vi a Santos y a Uribe, los dirigentes de las dos élites de Ospina, vestidos de negro y sentados frente al escritorio lacado del Papa, creí llegado el momento de ir al libro.

Pecado

Pecado

Una no muy extraña analogía entre el Jardín de las delicias, y el pecado, da origen al último libro de Laura Restrepo. Un libro de relatos (novelas breves y cuentos larguísimos) que se tienden en un hilo en diagonal sobre el tríptico en madera del Bosco, pintado muy a comienzos del siglo XVI, donde Laura cuelga siete pecados.

Abre y cierra con una sola invocación:¡Pecata mundi!

Los pecados de los que trata son: los celos, el incesto, la desobediencia, la infidelidad, el sicariato, la soberbia y el asesinato por desmembración.

En el paraíso las alimañas salen del agua, la serpiente permanece enroscada al manzano. Por lo demás todo es paz, paisaje, bondad. Adán y Eva están a lado y lado de Dios, en una versión más crística que cósmica.

En el jardín de las delicias, las delicias son las de la carne desaforada y feliz, un catalogo arracimado de cuerpos en todas las posiciones habidas y por haber. Seres blancos, “asexuados”, ángeles pecadores que iluminan la escena con la luz orgiástica de su mundanal paso por la tierra. El Jardín es un parque erótico de diversiones. En una de las mil escenas, uno de ellos le mete a otro por el culo un ramo de flores.

Y en el infierno, en la tercera sección, el Bosco inventa el surrealismo. En medio de una oscuridad vaporosa y densa, iluminada por saltos de luz de los incendios. 

Formaciones inhóspitas, imposibles, salidas de una fantasía del cinquecento que funda el principio de juntar lo injuntable, desobedecer los órdenes. Guerra, saqueo, asesinato, antropofagia, defecación, asaltos y música.

Felipe segundo tuvo el cuadro en su recámara y todos los días de la vida lo miró. Un cuadro y un libro construidos por escenas. Los pecados en uno y en otro son palpables, no caen en el patetismo. Recrean los comunes pecados que a todos nos aquejan, los pecados del mundo, el dolor y el mal que carga la especie, esa dosis ontogenética de mal, que ha echado por la borda la mayoría de los ideales del bien. El mal que se tragó a la iglesia católica y la convirtió en una vendedora eterna de indulgencias. Una iglesia tan empeñada en el bien, no podía ser más que un monstruo engendrado por los sueños de la razón.

Cada pecado viene en una historia, una buena historia, bien contada. Tensas, atractivas, fulgurantes. Solo hay una de ellas sobre la que cabría desconfiar, arremete contra el gusto. Primero porque es un relato que no se toma en serio a sí mismo, el truco de incisos de pasado y futuro, es solo un truco que trivializa. Comienza con un epígrafe de Agustín: la soberbia es el deseo de alcanzar una altura perversa.  Y exactamente es lo que Laura consigue con su Siríaco. Es un sueño arcaico, lleno de Olibrios y Nemérodes, parodias de crucifixión, pero también de Mamantonias, atiborrado como el Jardín, caprichoso y avieso, capaz de conseguir una altura perversa. Es soberbia y por eso fracasa.    

 

Abraham entre bandidos

Abraham entre bandidos

Tomás González, el sobrino de Fernando, se jala una novela de la violencia en Colombia publicada en el 2010, que viene siendo el diario en tercera persona de un secuestro, acercándola, como ninguna otra de las suyas, al habla local, a la habladuría de la región, de la zona, apresada por una narración, mil veces contada, por novelistas y cronistas, que González salva con el delicado y mesurado juicio de un narrador testigo que cede la voz a los personajes, en diálogos precisos, medidos, atildados.

La historia cruza el primer plano del secuestro con un plano alterno de la familia que quedó en el pueblo. Las dos historias bien cruzadas producen un efecto rítmico de presente/pasado/presente. Un juego de tiempos que fortalecen mutuamente la imagen de dos presentes, separados por el secuestro, la novela de los ausentes en la medida de los presentes, la esposa, los hijos, los nietos, los socios y amigos.

Y como en una historia de K, no se sabe para qué los secuestran, los obligan a ir con ellos, no les exigen nada, beben aguardiente, juegan cartas, son humillados con benevolencia, y un día después del asalto a un pueblo los sueltan. “Saúl y Abraham se vieron de pronto libres bajo el cielo azul, como náufragos a quienes el abismo del mar hubiera esculpido en una playa remota”.

Se trató de un secuestro casi tan tranquilo como el que el M19 sometió a Álvaro Gómez. Cuando muchos años después Abraham, en el café del pueblo contaba los pormenores de su secuestro a manos de Enrique Molina, su compañero de escuela en la primaria, los más jóvenes creyeron que era la ficción de un viejo.

Leerlo es gustoso. Una pretérita sordina de la voz antioqueña de Tomás Carrasquilla, se escucha en las voces locales y proyectadas en el tiempo de las víctimas y victimarios, de Abraham entre bandidos. Es el habla el que los une. Antes de despedirse, se echaron el último aguardientico.

La guerra de hace setenta años, cincuenta, veinte, diez, la de ahora, tienen algo en común, el odio indomable. La muerte como modus vivendi, la muerte como una forma de vida.    

 

¿Qué pasa con Bob?

¿Qué pasa con Bob?

-     ­Señor Dylan, le hablo a nombre de la Academia Sueca.

-     ¿La Academia Sueca? La que concede los Nobel.

-     Exactamente. Quiero informarle que usted ha ganado el premio Nobel de literatura 2016.

-     ¿Cómo? ¿Y Philip Roth y Paul Auster?

-     Ellos no cantan.

-     Yo tampoco, nunca aprendí.

-     Premiamos su aportación a la poética popular.

-     ¿Hice algo así?

-     Es la razón por la cual se le concede.

-     ¿Podríamos convenir que esta conversación no tuvo lugar?

-     Perdóneme no lo entiendo.

-     Preferiría pensarlo. ¿Por qué no me dan unos días?

-     Señor Dylan, se trata de la mayor distinción de las letras en el mundo.

-     Justamente. Deme un tiempo, no me presione. Yo le haré saber. ¿Puedo llamarlo a este mismo teléfono?

-     ¡Señor Dylan…!

-     Mi agente se comunica con usted…no se preocupe. En caso de que no lo acepte, puedo sugerirles a Chico Buarque. Nosotros ya tenemos 36 monedas doradas de las que ustedes entregan, Brasil solo tiene una.

Lugar común en la prensa

Lugar común en la prensa

  “Fuentes acreditadas” del gobierno no “dieron crédito”, según declaración del Ministro durante el “importante certamen”  donde se congregaron las “fuerzas vivas“ de la región, a la “ola de rumores” originada en el “revés sufrido” por los pequeños accionistas que “invirtieron sus ahorros de toda la vida” en un proyecto manejado por “delincuentes de cuello blanco”.

Fue en un “absurdo accidente” en el que el “distinguido miembro de nuestra sociedad” “perdió la vida”.  Aun así, su “nombre ha quedado enlodado” por los vínculos de su compañía con "polémicos empresarios" de “dudosa conducta”, que “manejaron los hilos” de la operación, para “birlar a incautos” ciudadanos una “astronómica suma”.

Por “fuentes de alta fidelidad” que nos “han pedido la reserva”, “este diario” ha conocido de los “inescrupulosos manejos”, que una “élite financiera” dio a los fondos en cuestión. Off the record nos enteramos de la “investigación exhaustiva” ordenada por la Superintendencia, que “en buena hora” ha “tomado cartas en el asunto”. “Ya era tiempo” de que la “autoridad competente” no fuera tan incompetente.

Lo que “por ahora podemos decir” es que “el alto gobierno” ha asegurado “hacer cumplir” la “normatividad vigente” en materia de control financiero, para que “caiga el peso de la ley”, sin “ninguna vacilación”, sobre quien se “descubra responsable” del “abominable acto” criminal, contra “ciudadanos de a pie”.

En “los mentideros políticos” se murmura que hay “serios indicios” acerca de los “responsables del ilícito”, “que en próximas horas” serían “puestos a órdenes de la autoridad competente”. Las pruebas que “reposan en el juzgado”, conseguidas con “ingentes esfuerzos”, serían  base de un proceso que “revelaría en primera instancia”, los “efectos devastadores” de la “jugada económica” con que “conspicuos miembros” de las “familias bien” de nuestra “alta sociedad”, intervinieron con  “suicida audacia” el mercado de valores.  

De lo acontecido se “extraen lecciones” importantes. En “materia de dineros” “es mejor pecar” de desconfiados, que   de ingenuos. Las pirámides y sus derivados son para “coger con pinzas”. “De eso tan bueno no dan tanto”. “Que nos sirva de lección”. “No se puede confiar en nadie”. A los pequeños inversionistas, “mal aconsejados”, “se les abrió la agalla”, y ahora son víctimas de “su propio invento”.

“Valga insistir” para no tener que “volver a lamentar”, en que el Gobierno y las Cortes “se apersonen del asunto”, “metan basa”, “tomen medidas”, para que no vuelva a repetirse. Se necesita una “acción decidida”, “mano fuerte” para “meter en cintura” a las “fuerzas oscuras” de la economía. Porque “una cosa es libertad y otra libertinaje”; nuestro “amado país” “está en mora” de “alzarse como un solo hombre” a “reclamar sus derechos inalienables”.

Y que no suceda como en los “anales de la historia” colombiana, que los “hombres visionarios” que tuvieron el honor de llevar “la tea de la libertad”, terminaron, “las más de las veces” en las “mazmorras del régimen”. Sin alguien que a la "hora de morir" les hubiera acercado un vaso del "preciado líquido".

 


“La dirección editorial no comparte el contenido de la anterior columna, que es de exclusiva responsabilidad de su autor”.  

 

 

 

 

 

 

Verano y amor

Verano y amor

 Un hombre de un poco más de ochenta años, irlandés, llamado William Trevor, escribe una novela titulada, Verano y amor, que se publica en el 2009. Recibió los más entusiastas comentarios de prensa. The Spectator dijo que era una obra maestra, Kirkus Review aseguró que era perfecta e inolvidable. The Independent, también dijo que era perfecta. The Washington Post, no dudó en afirmar que la novela es “parte esencial de ese mundo literario profundo…”. The Irish Times se atrevió a sostener que la prosa es tan bella como la de Joyce. Hasta el Financial Times, elogió la precisión narrativa.

Leo la novela con dificultad. Tiene 36 capítulos. Mi fidelidad me premia con el hastío pero me deja descubrir que comienza en el capítulo 11. Durante diez capítulos muestra a los personajes en el tedioso ir y venir de un gris pueblo irlandés donde no pasa nada. Y si pasa, pasa en esa segunda historia que siempre se cuenta sin contarse. Es un prólogo que parece una pasarela triste, en la que tristes e insignificantes personajes desfilan en circunstancias que tocan la muerte. Siempre me pareció que toda la novela ocurría en otoño, jamás vi, ni sentí el verano.

Por lo demás, no creo que la prosa de Joyce sea bella. Descreo de la belleza que elogian las reseñas de prensa. Descreo de la belleza desde que una noche en medio de una borrachera, Rimbaud la sentó en sus piernas, y la injurió.        

La de Trevor es una prosa medida, lineal, sin mayores defectos, pero sin mayores virtudes. La prosa de Cormac McCarthy, por decir alguien, es mucho más “bella” que la del irlandés.

Cuando de verdad la novela comienza, Florian, el veinteañero melancólico que hace fotografía, llega al pueblo a vender la casa de sus padres. Ellie es una huérfana, criada por monjas católicas irlandesas, que se la entregaron a un granjero que la aventajaba en años –Dillahan– que la hizo su esposa. Ellie se enamora de Florian y Dillahan se suicida.

Pero el amor de Florian y Ellie es un amor que no habla, que no dice, que no toca, que no huele, que no mira, un amor asexuado, distante. La última vez que se vieron ella ni siquiera quiso darle la mano. Pero tan enorme era, que sin ningún aspaviento el marido se suicidó con la escopeta de cazar conejos, igual que lo habían hecho otros granjeros.

Los personajes son lánguidos pero al mismo tiempo carnudos, lentos pero seguros. Se ve la mano delicada de un narrador objetivo que mueve los hilos de los personajes, como un dios en prosa, que juega con los destinos humanos.

E insisto, la prosa de Trevor, ni siquiera alcanza ese tono de música de cámara, que logra Nell Leyshon en su novela breve, Del color de la leche. No competiría con la prosa de Carson McCullers, en La balada del café triste.

Una obra maestra, perfecta, completa y bella. A la que a mí me parece que le sobra casi la tercera parte, y que no muestra ni el verano ni el amor. El amor en la novela: un acto de fe.

 

 

 

 

 

 

El lugar común en la poesía

El lugar común en la poesía

El camino de la poesía y a la poesía está tapizado de lugares comunes. Es inevitable. Alguna vez los lugares comunes fueron nuevos e inyectaron a la poesía savia. De mucho usarse, como fórmulas de éxito, se fosilizaron, se volvieron estrellas negras de la poesía. García Márquez recomendó leer, buena y mala poesía, y valga decir, escribir buena y mala poesía. En el lc hay una frontera para calificar la poesía: de un lado las expresiones comodín, y de otro, la feliz ocasión en que dos palabras se encontraron por primera vez. La "noche unánime" de las Ruinas circulares, vale porque por primera vez dos palabras se encontraron. A cada lector corresponde la iluminación de su propia experiencia en la expresión. Al fin de cuentas si a alguien se le puede pedir que los olmos den peras, es a la poesía.

Va un ejemplo de "poesía" de los lugares comunes en España y Colombia.

A MI MADRE QUE NOS HA DEJADO 

"A ti madre", "a quien debo la vida".
"Tu recuerdo anida en mi corazón" como la incipiente "luz que guía mi camino".
"Autora de mis días", "ejemplo de vida", condúceme por "la senda del bien".
"Ángel custodio" "guía mis pasos" en "pos del porvenir" sin que  nada "nuble mi destino".

Mi padre, "un santo varón" se "entregó a la perdición" tras tu "súbito deceso".
"Jamás se repuso" del "aciago golpe" y sin miramientos se "entregó al vicio".
Nadie hubiera querido para él un "destino funesto",
pero "la vida es así". Ahora "que papito dios te llevó al cielo" ruega por las  "las almas nobles".

Mi hermanita, la menor, "está de merecer".
Es una morena de "piel canela", "ojos soñadores", "senos turgentes", "cuerpo de palmera", "cinturita de avispa", "labios de grana", y "bucles dorados" , y es también una "necia casquivana". 
"No entra en razón" "por más que se le dice". "Desoye razones"y anda por el mundo "sin dios ni ley".

Mi hermanito, el mayor, "saca la cara por la familia". Es un "buen cristiano", de "rectos principios" que santifica y propala la "obra del señor". Es un "dechado de virtudes", "buen hermano y buen hijo". Como todos alguna vez "ha tenido un traspie", que "asumió con entereza". 

Oh madre, "juro por tu memoria sagrada", que "cumpliré el legado" que nos dejaste.
En el "yerto camposanto" donde reposan "tus restos mortales", "un arco iris de esperanza" se proyecta en la "bóveda celeste"
y un "manantial de luz" ilumina el "horizonte en lontananza".

Cada domingo cuando "hincado ante tu tumba" celebro con "espíritu cristiano" una semana menos, para que "mi alma y tu alma" se unan en una "fiesta del espíritu" y "marchen al unísono" en "pos de la eternidad".
"Madre solo hay una".         
  

Un monstruo al que le encantaba leer

Un monstruo al que le encantaba leer

 En una columna jocosa, como las que con naturalidad le fluyen a Londoño, que tituló “La maldición de leer”, él, un lector que hojea 947 libros al año, especula sobre el carácter mentiroso de las campañas de promoción y fomento de lectura. Revelación sorprendente, tanto como si se trata de una súbita especulación de columnista sin tema, o de la forma graciosa que adopta la hartera de leer.  

Londoño dice que en las campañas de lectura dirigidas a los niños –presumo que se refiere a todas– se les presenta la lectura como si fuera genial, fácil, divertida, deliciosa, más rica que un helado. Digamos que el dulce de la presentación es un resabio libertario y optimista de las campañas. Y si bien es una trampa acaramelada, reconozcamos que es de buena fe y por una buena causa. Mejor que una causa a lo Fahrenheit 451, para acabar bibliotecas, librerías y periódicos, en una cruzada que intenta exorcizar la maldición.

El problema, más que la presentación,  es que los niños, como Londoño, saben que es una mentira. La propaganda de colibríes y arco iris entre un mar de algodón de dulce, no sirve es cierto, pero algo habrá que darles a los publicistas.

Así que propongo dar un viraje a la forma como se les presente a los niños la invitación a leer. Vamos a decirles, la lectura es una cosa difícil, fácil la tele. No es genial, genial es dirigir una guerra desde la consola. ¿Divertido? Un chico decía en un taller, he leído cinco libros, y no encuentro lo divertido. Y como refuerzo al nuevo programa una consigna: leer es un trabajo. Y aun sin que me gusten los helados, no diría que leer es rico. Y luego les leería en voz alta los subtítulos de una película de terror sin voz.

¿Si los letrados se quejan de la maldición lectora, si se quejan de que ya nada roza su gusto, que han caído en la soledad de los autores, que dirán los iletrados?  Si alguna modernidad nos cabe es la de reconocer que leer es un derecho, aunque siga siendo el lenguaje más arduo y exigente. Cuando no era un derecho, ahorcaban a los negros en Alabama si los encontraban leyendo; o los nazis quemaban a los libros y a los libreros en la plaza pública, como el 10 de mayo de 1933; o los maoístas prohibían toda la literatura occidental. Auténticas cruzadas contra la maldición.

El problema con las columnas amenas es que siempre se escriben para la platea. Un poco de pan y circo no se le niega a los lectores. No sería mala idea que en próxima columna  Londoño especulara sobre  el hecho de que si leer ha caído en el desprestigio de las maldiciones, como las de las gitanas, las brujas, o los presbíteros, qué decir de la escritura. Esa otra insondable maldición que nos obliga a leer. 

El Cuervo Blanco

El Cuervo Blanco

“Bajé en la estación de Pere Lachaise, caminé unas cuadras y entré a la ciudad de los muertos.”

A Fernando Vallejo es mejor leerlo que oírlo. La vocecita de matrona paisa con que escupe diatribas ciertas y energúmenas, no encanta tanto como la voz del biógrafo con que hace sus magníficos retratos: José Asunción Silva, Porfirio Barba Jacob y Don Rufino José Cuervo.

El Cuervo blanco es la biografía de su santo, el hombre que hizo de la vida, obra: Rufino José Cuervo, El diccionario de construcción y régimen de la lengua castellana.

El Diccionario de Cuervo es un libro que el mismo Vallejo se pregunta si no será una gramática presentada como un diccionario. Alrededor de esto es mejor que reine el misterio. Aún así, el vigor histórico del libro de Vallejo está en que hace la biografía de un libro, que Cuervo no terminó, no podía terminar.

Por lo demás la biografía de Cuervo es la más aburrida de todas las biografías: un señor ultra católico de buena familia bogotana, rentista, que se va a vivir a Europa, con su hermano Ángel –el otro santo de Vallejo–, a París, donde alquila una casa y una sirvienta, va todos los días a misa, come de manera frugal y durante veinte años se sienta, todos los días, a escribir un libro infinito.

El libro de Vallejo es la biografía del Diccionario. Cuervo es al Diccionario, como Descartes al Método. En realidad son dos diccionarios, uno sintáctico de casos, lo que viene a confirmar la excepción gramática, y el otro, de la historia de la lengua. “Pero ni en la gramática, ni en la lexicografía, ni en la filología se agota Cuervo. Su alma solo se puede medir por el delirio”.

La pretensión no manifiesta del segundo diccionario consistía en clasificar el castellano,  parido del latín, mil años antes. “Cuervo es un desmesurado lo quería todo: la basura y las joyas”.

Vallejo concluye: es un error creer que el Diccionario sea un diccionario porque así lo dice el título. Es una gramática genial. La de un genio que quiso revivir con la lengua, el sueño universal de los bibliotecarios de Alejandría y el de los Enciclopedistas. Cuervo dejó dos tomos, el de la monografía A-B (922 páginas)  y el de la C-D (1348 páginas). El Instituto Caro y Cuervo que abrió en 1942, retomó el trabajo de Cuervo en 1951, un equipo disciplinario de gramáticos, lingüistas, lexicógrafos, filólogos, lo terminó en 1994, 122 años después de que Cuervo hubiera iniciado su Diccionario en Bogotá.

En la introducción de 54 páginas al Diccionario, Cuervo no dice qué entiende por “construcción”. En ocho páginas agrupadas bajo el título de Vocabulario, da una idea de régimen. Un límite que de por sí separa la norma de la excepción.

Por libros como el que escribió Vallejo, la biografía de un misterioso libro sobre la lengua, o mejor, varios libros intrincados y laberínticos, como gustaba a Borges,  tiene sentido leerlo. El tono editorial de su biografía, más que el de un hagiógrafo, aunque reconozca que Cuervo es su santo, es el de un viejo que al fin descubrió a alguien bueno, en la sucia historia de Colombia.

Se queja Vallejo del designio omnisciente de Balzac, él por el contrario, se limita a una modesta voz editorial en primera, que sabe más de Cuervo, que lo que Cuervo llegó a saber de sí mismo alguna vez.    

Ricardo Nixon School

Ricardo Nixon School

Un colegio puede llegar a ser parecido a una cárcel. Un salón puede llegar a parecerse a una celda de paso. Imaginen una celda donde se encuentran gruges, jevis, punketos, emos, skatos, góticos, cuchilleros, darks y soplones. Y piensen en un pobre estudiante de algún posgrado que para hacerse a unos pesos, sin haber sido maestro, de un día para otro se ve lanzado a la jaula de las tribus urbanas para ser su maestro en el Ricardo Nixon School, en Viña del Mar.

Una historia narrada en primera persona, en la que la primera persona al hablarnos a nosotros como lectores, no nos dice lo que ya sabemos, nos cuenta una experiencia personal, única, irrepetible e indeclinable. Sostiene el tono, invitando a quedarse. Aun así es una novela inocente, que no alcanza a escarbar con más tenacidad y valor, en la vida del  aula, palabra con la que los romanos se referían a las “empalizadas para ceremonias”.

Cristian Geisse, el autor, chileno de cuarenta años, muestra un aula demasiado light a pesar de las circunstancias, no se siente tensión en la estadía, no se juegan mayores riesgos, los caracteres no se encuentran, no hay chispa. Es creíble lo que cuenta, pero es inocentemente superficial, rápido, ligero. No alcanza a construir personajes, se queda en un cuento largo.

Alegra la historia, el rapto de fantasía en el aula del Ricardo Nizon, de la misma clase del Rodolfo Canalla, cuando la áultima especie de las tribus urbanas llega al aula, un pero con suéter que un día llega y se sienta en un pupitre como cualquier otro, sin que nadie diga ni haga algo al respecto. El único que parece extrañarse es el profe, que no puede entender cómo hasta los perros son capaces de ir a clase, a su clase. Y como en todos los salones siempre hay una chica que le gusta al profesor, en esta hay una chica que le gusta al profe, que debe hacer un viaje todos los días a los extramuros para atender su clase. Y terminará siendo más incomprensible, que la chica sea inmune a sus discretos requiebros y más bien termine cediendo a los encantos del perro. Es el punto de giro.

Como buen maestros latinoamericano tira el colegio y se emborracha. Es cuando la novela naufraga. Saca al maestro del aula y lo pone en una travesía aleve y tonta, que suena a lugar común de ebrios, a los que las faldas y el corazón les juegan malas pasadas, amen de la lírica pobreza que los acompaña.

Es una novela que recomendaría para que los chicos de la secundaria leyeran. Con seguridad un maestro con imaginación didáctica le sacaría mucho jugo.       

 

 

Patria o muerte

Patria o muerte

Hugo Chavez Frías, el hombre que hizo del bolivarianismo una religión civil, con Iglesia militante, Papa, excomunión e infierno. Que llevó el patrioterismo revolucionario hasta el delirio de estado. Que enriqueció a su familia más allá de lo que a cualquier familia venezolana. Que mostró al mundo el esqueleto del “venerado padre”, en una caja de madera y en mejor estado que el de un esqueleto de enseñar anatomía, el mismo que dijo haber hablado con su “padre eterno”, y al que preguntó si los restos eran de él. El que hizo que científicos revolucionarios le aseguraran al mundo, con ciento por ciento de seguridad, que el esqueleto era el del mismísimo “padre de la patria”. El hombre que trabajó para ser un mito, Yo el Supremo, emperador de Venezuela, Rey del petróleo, el mismo que cabalgó por el llano con Marx y Jesús, el que ganó casi todas las batallas y perdió la guerra. Él, que más que ciudadanos, más que cuadros, reclamó fieles y leales. Él, como cualquier pastor de garaje, levantó el “culto a la patria” y encargó del ministerio a una ristra de militares con ganas de hacer negocios. Él, el más tropical, militarista, cristiano, creyente y valiente de los líderes. El “líder supremo” con un yo más grande que Venezuela, que ferió un billón de dólares por ingresos petroleros en el siglo XXI. El mismo siglo del socialismo. Él, que no tuvo empacho para decir que quien no fuera chavista no era venezolano. Y que terminó siendo víctima de lo que en Venezuela llaman la “maldición de Bolivar”.

 Como las víctimas de Tutankamon, las de Bolívar, ya hacen lista.  Todas las víctimas tienen en común, como en cualquier novela de Ágata Christie, haber estado presentes en la exhumación –“profanación”– de los falsos restos de Bolívar (Restos, que han dicho historiadores colombianos, terminaron perdiéndose en Santa Marta). Las víctimas son más de las que aquí se mencionan. El diputado a la Asamblea Nacional, Luis Tascón. Alberto Müller, general retirado y líder del PSUV. William Lara,  falleció en accidente automovilístico. Lina Ron, de un infarto. Clodosbaldo Russian, ex Contralor General. Y el más famoso de todos: Hugo Chávez.

 La novela de Alberto Barrera Tyszka, es la novela sobre el fenómeno Chávez en Venezuela, contada en punto de vista plural: la familia donde hay revolucionarios y escuálidos, la familia donde la madre es víctima de todo el miedo del mundo, la familia del escritor desempleado, ahuyentado de los medios, el grupo de mujeres invasoras que baja de la loma a rescatar un apartamento, y desde la perspectiva de dos niños. A la niña le matan la madre en un asalto callejero, y ella sin embargo, pude seguir viviendo un mes en el apartamento, antes de que la familia, los vecinos y las autoridades, se den cuenta que la madre murió.

 Una novela de la vida cotidiana, de apartamento, de trabajo, de ingresos, de muerte, de información. Alguien llega de La Habana en diciembre de 2012 con una caja de tabacos que contiene un celular en el que hay dos videos, que un asistente de su guardia personal, le hizo al Supremo en cuidados intensivos. Con el recurso del video, que se desentraña al final, se alimenta la intriga, aunque se desestima el mayor efecto que hubiera tenido, con un giro de argumento. Alberto encuentra un motor en el “dato escondido” para dar cuerda a la novela.

 En un lindo intermezzo en La Habana, se narra el matrimonio de conveniencia, entre el escritor venezolano y la voluntaria de misión cubana. Un auténtico y brillante punto de giro, que va a dar lugar al desenlace, al menos de una de las historias, la de él mismo.

Bravo por una novela escrita con inteligencia y técnica, reveladora y cierta, voz de voces, con un par de defectos argumentales que no la desinflan, sino que le dan más realidad. Un retrato matizado de la Venezuela de Chávez, que sin miedos ni remilgos, se arriesga en una narrativa rayana a la crónica.

 Patria o Muerte: una de esas novelas que se lee toda en un día, en la hamaca, bajo el mango y con un ron, un viernes santo.    

 

Rimbaud: entre el extranjero y el extraño

Rimbaud: entre el extranjero y el extraño

Rimbaud nunca se sintió bien en ninguna parte. París le produjo aburrimiento y fastidio. Londres le pareció cruel, Charleville –donde nació–  siempre fue un lugar de paso, hasta su muerte. Con un cáncer de huesos, la pierna inutilizada, sin poder caminar y con el cuerpo secándosele, abandonó las Ardenas, por última vez, el 13 de agosto de 1891,  para ir a Paris y seguir a Marsella. Necesitaba el Mediterráneo. Un viaje de 18 horas que lo dejó destrozado.

Tambien en Chipre, en Alemania, en Italia, en Suiza,  en Bélgica, hasta en Indonesia, se aburrió, a donde llegó enrolado en el ejército colonial neerlandés. Apenas pudo desertó y emprendió a pie una larga marcha al otro lado de la isla, por entre la jungla, en donde encontró un barco inglés que lo retornó a Europa.

El infante desesperado, un ángel extraviado, una criatura de ansiedad perpetua, aburrido de todo, siempre un extraño en cualquier parte, siempre un extranjero. Ni de aquí ni de allá. El Extraño, que Camus sitúa en Argel, sesenta años después de la muerte de Rimbaud. Tampoco se sintió bien en Aden, ni en Harrar, a pesar de que fue aquí donde obtuvo el dinero que nunca había tenido, donde se convirtió en traficante de armas, abastecedor del jeque de Abisinia. No se sintió bien en el Cairo, ni en Alejandría. Ni siquiera en el infierno.

Nunca se sintió bien en esta tierra, en este mundo, en ninguna ciudad. Una criatura de fuego como él no podía echar raíces en ninguna parte. Ni aquí ni allá. Buscaba algo, que ni siquiera él sabía, iba detrás de alguna cosa. En algún momento supo que no encontraría lo que buscaba, fuese lo que fuese, no sé si coincidió con que no volviera a escribir. En el entendido de que escribir para Rimbaud, siempre fue lo de menos. Escribió porque se le daba fácil y porque podía imprecar con la escritura y con entera libertad, todos los poderes del mundo, escandalizar con su impiedad, ratificar su ateísmo, dar cuenta de su temporada en el infierno, hacernos partícipes de su de luz, las Iluminaciones, y de las travesías del Vidente.

A los nueve años comienza a escribir poesía. Es uno de los pocos autores a los que se les puede endilgar una poesía de infancia (1863-1869). Va a dejar, Cartas del vidente, Una temporada en el Infierno y las Iluminaciones, el grueso de la obra poética, escrita en un lapso de cuatro años. Lo demás son cartas. 

Lo de Verlaine, que terminó en una inspección de policía en Bélgica fue más ridículo que dramático, como lo de Van Gogh con su oreja, una ridiculez sentimental de Verlaine enamorado. Verlaine siempre aburrió a Rimbaud, y apenas tenía 29. Lo siguió a Inglaterra, a Bélgica, abandonó a su mujer en el octavo mes de embarazo y fue completamente infeliz al lado de Rimbaud, porque Rimbaud no había venido a este mundo a hacer feliz a nadie.

La última vez que se vieron fue en Alemania, en 1875, después de que Verlaine recuperara la libertad, tras dos años de cárcel por el tiro que le metió a Rimbaud en una mano, y tras su momentánea conversión al catolicismo. Del encuentro, Rimbaud da cuenta en carta: “…después de conversar por unas cuantas horas ya habíamos renegado de su Dios". Verlaine se quedó dos días y medio antes de regresar a París. Antes de marcharse, Rimbaud le entregó los manuscritos de Las Iluminaciones. Ya para entonces había abandonado la escritura.

En una carta desde Harrar, el 4 de agosto de 1888, escribe: “me aburro mucho, siempre; nunca conocí a nadie que se aburriera tanto como yo”.        

Joy

Joy

 Una novela de inteligencia y contrainteligencia cubana, escrita por Daniel Chavarría, un uruguayo que vivió en Buenaventura, secuestró una avioneta, llegó a Cuba, abrazó la revolución, y se quedó para siempre en la isla. Hoy tiene 83 años y ha recibido todos los premios, el Hammett, Planeta-Joaquín Mortiz, Ennio, Casa de las Américas, el Allan Poe, el Alejo Carpentier, el Camilo José Cela y el Premio Nacional de Literatura de Cuba en el 2010.

Joy es el nombre de un perfume con el que se bautiza una operación encubierta de la CIA, en el año 1975, para introducir a las cepas de los cítricos en Cuba, una sustancia que activa los vectores de los virus de la enfermedad más agresiva contra los cítricos. Una operación, que de haber dado resultado, no habría dejado un solo cítrico en la isla para 1980.

Es una novela informativa, abunda en datos sobre virología, citrología, control de plagas, genética, biología, informática, tecnología, siglas por kilos, de tal manera que por momentos siente uno, como lector, que se le está tratando de informar, más que de narrar. Probablemente la cantidad de información verídica le dé un tono realista a la novela, pero la sobrecarga le resta agilidad.

Es una novela con un tono definido, con un oficio claro de autor, con el manejo de intriga suficiente para que uno se meta un poco más de cuatrocientas páginas. Hay personajes estereotipados, hay otros frescos. La novela peca de anticipativa, no bien comienza, cuando se revela el inmenso riesgo ambiental y económico que va a suscitar, y el lector adivina que la inteligencia cubana va a derrotar a la CIA, a salvar a la patria, las cosechas de cítricos, al pueblo y la economía. La tipificación dramática de los héroes es estereotipada y manida. Científicos de la inteligencia, inteligencia ambiental, suspicacia aterradora, disciplina organizativa, estrategia corporativa, redes internacionales de inteligencia cubana. De su condición más privada, conflictiva, no se nos cuenta casi nada. Son personajes completamente funcionales, que no dan lugar a una recreación de la condición humana en la diversidad de matices, y tonos. Los personajes heroicos resultan planos, preformateados, un poco tiesos, sin vacilaciones, requiebros, matices. Hay otros personajes mucho más frescos, más humanamente trabajados, creíbles, precisamente los que hacen parte de la conspiración, los enemigos, comenzando por Felipe Carmona, con el que abre la novela.

Chavarría tiene los suficientes méritos como escritor, los suficientes méritos para ser un escritor revolucionario, con las garantías para ser publicado, que hace una literatura reveladora pero al mismo tiempo convencional, a la que su compromiso le confiere el aire fatal de la anticipación, el desenlace obligado.

La novela incluye un índice de fechas, que va del primero de enero de 1974, hasta el 25 de julio de 1975. Que en el contexto de la acción resultan irrelevantes. La necesidad de precisión informativa, más que la necesidad de orientación cronográfica, hace que la novela termine siendo víctima de sus propias contradicciones. En julio diez se graba la acción de los saboteadores, que disparan material orgánico desde los manubrios de sendas bicicletas, se los ve desde los satélites y se los registra en cámaras, tranquilos, como turistas, por las carreteras secundarais de Cuba, arrojando la letal sustancia sobre los campos de cítricos. En julio 25 (quince días después) el Presidente de los Estados Unidos, cita al director de CNS y de la CIA, para preguntarles, cuál es el quilombo que se ha armado en París, con la presentación de una película cubana que exhibe pruebas contundentes de un plan encubierto de la CIA de sabotaje ambiental, como debió haber muchos. Una película con un guion artístico, manejo documental de inteligencia y con un acabado estético digno de festival.        

Daniel Chavarria, escribió Joy, cuando tenía 45 años. Vendió más de un millón de ejemplares en el campo socialista.

Daniel Chavarría, otra voz. 

En el lejero

En el lejero

Nunca me había sentido más cerca del mundo de Kafka en una novela colombiana, que con En el lejero, la novela de Evelio Rosero, publicada por Tusquets en el 2013. No es una parodia kafkiana, no es una caricatura, no es una imitación, es una forma propia, conquistada de dar atmósfera, utilizando como acento la misma luz, de las escenas de Kafka.

Es una novela breve, de argumento sencillo, un abuelo busca a su nieta. Ni tan lenta, ni tan rápida. Una velocidad rítmica que hace que el lector pueda llevarle el paso al abuelo Jeremías Andrade, al que muestra un narrador objetivo en tercera persona, y él que habla por sí mismo.

Lo vemos llegar “al único pueblo del mundo donde vienen a morirse los ratones del mundo”. Lo vemos en un hotel absurdo. Habitaciones llenas de ratas, oleadas de ellas se agitan por las casas y las calles. Lo vemos salir por entre la niebla a reconocer al pueblo, a tener los encuentros, que finalmente lo llevan al lugar donde le han dicho que está su nieta.

He venido a este pueblo porque me dijeron que aquí estaba mi nieta. Y no podía dejar de venir a buscarla, porque fue lo único que me dejó.

La atmósfera de la novela es la de un pueblo contingente, podría ser de vivos o de muertos, de fantasmas o recuerdos, de luz y sombra, de cercanía y lejanía, es una atmósfera que se le pega a la piel del lector, como la humedad en los puertos tropicales. Es el pueblo de Kafka, pero a la manera de Rosero. Una inspiración atmosférica que él sabe poner en clave nuestra. Es nuestro pueblo, como el de los Ejércitos, donde están todos los que son y los que no son, los conocidos y los desconocidos, que arman con sigilo y astucia indígena, esa subtrama tensionante, que sirve de cama a la historia que Rosero echa a andar, y en la cual puede uno introducirse como en un rio de palabras en el que se puede bañar dos veces.

Es una novela de referencia. La violencia en ella, es más amenazante que contundente, es más un riesgo que una certeza, es algo que se siente, entre la neblina, los ratones y los malos olores, pero que no se ve, porque como decía El Principito “lo esencial es invisible a los ojos”.  

 

Todos se van

Todos se van

Wendy Guerra ha dejado en su novela unas memorias de la vida en la Cuba de los años setenta, durante el “periodo especial”, que Sergio Cabrera tomó para hacer una película limpia, dura, sumamente agresiva, de amores desencontrados, llena de detalles luminosos, muchos de los amores que fueron víctimas de la “revolución”. 

Narra, a través de un diario, una niña preciosa, una actriz soberbia, un personaje entrañable, sus impresiones, sobre tres momentos de su infancia: la vida con su padre, un escritor alcohólico, agresivo, brutal, que hace de la niña una víctima; la vida con su madre, una artista casada en segundas nupcias con un ingeniero sueco, en la casa en la playa, en la que recibe instrucción escolar, juega y escribe su diario; y en el orfelinato, a donde es conducida, por una justicia injusta, manipulada, execrable, un remedo judicial del tamaño de la revolución.

La sensación que deja el libro y la película, al menos a mí, es la de una consternación reiterada sobre los modelos de sociedad, en las que una ideología que se hace oficial, interviene y modifica la vida de los ciudadanos, para hacer de ellos unos seres desgraciados. Qué fastidio que se siente por la justicia cubana, por sus juzgados, por sus funcionarios, por sus maestros de escuela, más allá de las restricciones que se vivieron durante la época.

En una escena crucial, la maestra de escuela, a donde van los vigías de la revolución, disfrazados de boy scouts socilaistas, se entrevista con el padre de Nieve. Le dice que ha leído en clase un escrito sobre la libertad y la autoridad. Un texto que revela la inversión de funciones sociales de la sociedad cubana, que atenta contra el orden y la autoridad a nombre de una libertad, que no conviene a la revolución. La misma que nos vendió el programa de una sociedad mejor. La maestra le pregunta al padre, muy preocupada,  de dónde cree él que la niña ha copiado el texto leído en clase, él responde que no sabe, entonces ella le confiesa su preocupación acerca de que Nieve, que tiene siete años, esté malinterpretando los principios ideológicos de la revolución.

Es una obra llena de detalles que muestra la cotidianidad, el trabajo, la familia y la escritura. Y no es una obra – novela y film – anticubanas, es una obra que se levanta contra el engendro de sociedad cerrada y asfixiante, que ha hecho que quienes en algún momento la aplaudieron, hoy la aborrezcan. Una novela contra el poder, contra la burocracia, contra la ideología de estado.

Deja un sabor amargo, un sabor trágico, el de una sociedad trágica, en la que la familia, una familia en particular, es víctima de los jefes, de los férreos guardianes de una revolución que no alcanzó a hacer un mejor mundo, pero que puso todo su mejor empeño en hacer que la infelicidad fuera una forma de vivir.

Parecería ser que la novela es biográfica. Y si lo es, la fuerza de los hechos vividos, el dolor del socialismo padecido por una niña de siete años, el peso del estado y de la ley en contra de la familia, son revelaciones profundas, taciturnas y sombrías, que harían pensar que el mejor enemigo del amor es el "socialismo". 

Una triste radiografía

Una triste radiografía

 
Piedad Bonnett – El Espectador 2015/11/29 

Por mi oficio soy requerida a menudo como jurado de concursos literarios, algunos de ellos convocados en colegios y universidades.

La lectura reciente de un número significativo de cuentos escritos por niños y jóvenes de primaria, bachillerato y universidad de todo el país, me lleva a ratificarme en un diagnóstico: el nivel de escritura de los estudiantes colombianos es pésimo. Un verdadero desastre. Y esto lo afirmo después de leer casi un centenar de cuentos ¡que son ya los elegidos como finalistas entre más de 30.000! Cómo serán los otros, me pregunto.

Para ellos las tildes no han existido nunca, la puntuación es aleatoria e independiente del sentido, y la ortografía una función del corrector automático. El punto y coma ha muerto, y allí donde aún respira lo hace en el lugar equivocado. De las preposiciones ni hablar: usos tan errados como inimaginables. Todo ello entraña un menosprecio total del lenguaje, y casi aún peor, desinterés total por la corrección. Nada evidencia una segunda lectura del propio texto: palabras torpemente reiteradas, tiempos verbales incoherentes, frases inconclusas. Y eso, como dije, en los “mejores” del concurso. Este, auspiciado por importantes entidades, fue concebido como herramienta pedagógica y como instrumento para tomarle el pulso a la educación. Y lo cierto es que diagnostica muy bien el problema: varios años de llevarlo a cabo les ha revelado que la gran mayoría de los estudiantes colombianos, incluidos los universitarios, no tiene ni idea de escribir.

Pero las cosas van más allá: me cuentan que el plagio es recurrente. O que hay fraudes. Yo misma encontré cuentos de niños de diez años escritos por un adulto. Un padre escribiéndole a un niño su cuento: ¡imagínense la lección de ética! La noción de literatura también es dudosa: para unos es edulcoración de la realidad, lugar para poner adjetivos rimbombantes, para romantizar la realidad o para concluir con moralejas que suenan como discursos aprendidos. Para otros, oportunidad de contar truculencias o de expresarse con clichés, perpetuando ideas preconcebidas, muchas de ellas machistas. Aunque hay unos pocos que se salvan, al conjunto le falta autenticidad, originalidad, creatividad. Y uno se pregunta qué están leyendo estos muchachos, si es que leen: ¿tal vez sólo libros de autoayuda? ¿Novelones?

Por lo menos la literatura les ha servido para desahogarse. Inevitablemente se refleja en estos relatos lo que acompaña la vida cotidiana de los colombianos: violencia intrafamiliar, asesinatos, miedo, y el fantasma de la violación, una fantasía recurrente. Pero lo fundamental está ausente: la pasión por lo que hacen, el gusto por el lenguaje, una mínima destreza narrativa, y sobre todo la conciencia de que la literatura entraña sentido y que tiene poder político y simbólico. Se escribe como se piensa y aquí lo que encontramos es un pensamiento pobre. Estoy segura de que eso no se debe a carencias intelectuales o de sensibilidad de todos estos muchachos, sino a la mediocridad del sistema educativo. Los organizadores del concurso hacen talleres que intentan cambiar las cosas. Pero sin duda lo que se necesita es un revolcón estructural, que empiece, con urgencia, por capacitar los maestros.

In partibus infidelibus

In partibus infidelibus

“…le gusta tanto repetir una frase famosa de Cesar Pavese, según la cual la literatura es una defensa contra las ofensas de la vida”. Quizás un sentido de la novela de Javier Cercas esté anticipado en la cita, en algún lugar de El vientre de la ballena, en su edición de 2014.

Se trata de una novela, con introducción, en la que nos enteramos que el libro es una reescritura, veinte años después de que apareciera en 1997, cuando Cercas apenas tenía 35 y apenas tenía lectores.

En la introducción nos hace una declaración de principio, respecto al In partibus infidelibus de su condición declarada de filólogo, en el trabajo de hacer novela. Dice Cercas que en aquella primera edición de juventud, el principal defecto del libro era querer ser una gran novela, o una novela grande.

No abandona Cercas, como en sus otras novelas, el primer plano de la reflexión, que da sello a la llamada novela de ideas, que se toma la libertad de especular sobre lo que siempre se especula en las novelas, sobre la condición humana, y la literatura.

La novela española ha encontrado en la metaliteratura, un socorrido recurso, mediante el cual hace de la novela un espejo en ampliación de su propia vanidad. Hacer novela sobre la novela es un rico y delicioso recurso, tan inocente como la masturbación. Además abre la posibilidad de un caleidoscopio. Mirarse en la multiplicación generosa de las imágenes.

Cercas hace una novela literaria, la que cabe esperar de un filólogo, en la que se mueve como una lombriz de tierra, un ensayo sobre Azorín. El bajo fondo de la novela, que Cercas pone muy cerca a la comedia, es una discusión sobre la novela de los personajes de carácter y los personajes de destino. Es generosa en personajes literarios, en citas, en novelas traídas a colación, en fuentes, en frases memorables. En fin, la novela de un filólogo.

El asunto de la comedia, como el de casi todas las comedias, es baladí. Un profesor hora cátedra se reencuentra con el amor de adolescencia, pasan una noche juntos, él se entusiasma y precipita la separación con su esposa, que espera un hijo. El amor de adolescencia está casada, y la señal de una repentina noche de amor que le entregó, seguramente no es más que una venganza contra su marido, y no más que eso. El hombre termina solo, lo echan de la universidad y lo acomete el ridículo hasta lo sublime.

Al final de la novela, el hombre termina viviendo con la secretaria del departamento de la universidad, ella paga la renta y él escribe la historia de cómo un personaje de destino se convierte n un personaje de carácter. Reconoce, una vez eximido de las penosas obligaciones que le impone la vida, como la de ganársela con honradez, que escribe, porque no tiene nada mejor que hacer, porque “ya no voy a ser nadie”.

Un final feliz, sin duda.

Tríptico de la infamia

Tríptico de la infamia

Pablo Montoya es un escritor extraño, singular, en la literatura colombiana. Es un escritor que actúa como académico, una mezcla de historiador, ensayista, narrador, prosista, y con nombre de corredor de autos.

Tríptico de la infamia es exactamente eso, tres historias de tres pintores víctimas de la infamia religioso colonial provocada por la guerra de las religiones en el siglo XVI. La cultura, entre la cruz y la espada. Y en amplísimo primer plano: América.

Le Moyne, el pintor etnógrafo que se embarca con los franceses rumbo a Florida. El más humano de toda esa expedición, como que fue capaz de prestar su cuerpo para que los indígenas pintaran sobre él, la trama colorida de una naturaleza indeleble. Víctima de los españoles en América. Sobrevivió para contar y regresó a la escrofulosa Europa.

Dubois, la víctima de la Noche de San Bartolomé en Paris. El asesinato en masa de hugonotes (cristianos franceses  calvinistas) más grande del siglo. Los hechos comenzaron en la noche del 23 al 24 de agosto de 1572 en París, y se extendieron durante los meses siguientes a toda Francia. Dubois pierde a su mujer y a su hija, escapa y llega a Ginebra, en donde va a hacer la pintura de la infamia. Carlos IX y su madre, Catalina de Médici, temían que los hugonotes alcanzaran el poder. Por eso ordenaron la masacre.

De Bry es el ilustrador de la serie de la infamia. Va ser quien en una serie de grabados, en una secuencia progresiva basada en la La brevísima relación de la destrucción de las Indias, de cuenta de la infamia como si fuera una estela de muerte y destrucción movida por la fe divina, susceptible de representarse. Aunque “la realidad siempre será más atroz y más sublime que las formas de mostrarla”. Con lo que la representación ganó la altura de denuncia, según dice De Bry (América).

Tres novelas breves en una prosa labrada y sostenida. Un pequeño fresco literario que engarza la vida y obra de tres pintores que saltan entre las historias, participan en las otras novelas,  personajes de la misma tragedia: la violencia a la que las religiones llaman.

Bien hicieron los jurados del Rómulo Gallegos al seleccionar el Tríptico, como novela ganadora en su edición 2015. Ella es una denuncia literaria de las intolerancias del siglo XVI, que por esas diacronías históricas, siguen tan vivas en una época que ya no se necesitarían religiones. Al Estado Islámico, bien que le caería una noche de San Bartolomé en Siria