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Alberto Rodríguez

literatura

Distancia de rescate

Distancia de rescate

 Distancia de rescate es la novela de una mujer. No tanto porque el leitmotiv sea la relación de las madres y sus hijos pequeños, sino porque hay una sensibilidad particular, que se presiente, un modo de observar y descifrar el inmediato entorno, que no es el de los hombres, por más femeninos que lleguen a ser, sino el de personajes mujeres, que con ánimo de mujeres impregnan el relato con una voz propia que irriga una tensa conversación de 124 páginas.

 El recurso de voz de la novela de Samanta Schweblin está enunciado desde la primera página, en el cuarto renglón: “El chico es el que habla (cursiva), me dice las palabras al oído. Yo soy la que pregunta”. Y la que habla es Amanda, que recién conoce a Carla, la madre de David. A medida que hablan, la novela va ganando respiración moderada en la atmósfera de un juego retorcido y perfecto del punto de vista y focalización, que le concede el carácter y el justo ritmo, a una novela que curiosamente introduce el fenómeno de la transmigración y el del campo, en el siglo XXI.

  Las voces, cada una en un registro  elaborado, con un matiz, desarrollan el hilo de trama que cohesiona la novela con aplomo y certeza. La voz insistente, incisiva, de David, que guía el presente de la narración y los recuerdos de Amanda que se cuentan en el pasado en el que alguna vez sucedieron. Hay un meollo al que deben llegar para “darse cuenta de lo importante”. Amanda repone los acontecimientos, los ordena, a medida que los refiere. “El punto exacto está en un detalle, hay que ser observador”, dice David permanentemente. Todo lo que ella cuente es una pesquisa desapacible, preguntas, algunas sin respuesta, que marcan el ritmo recio y sostenido de la historia. El pasado próximo es el de Amanda, y uno más remoto, evocado por Carla.

 La “distancia de rescate”: “así llamo a esa distancia variable que me separa de mi hija y me paso la mitad del día calculándola, aunque siempre arriesgo más de lo que debería”, dice Amanda. En todos los personajes hay temor, una espera difícil y confusa, y un insistir en los detalles.

 No alcanza la novela, como se ha sugerido que lo hace, a escalar  los riscos del terror, aun con el veneno invisible de apariciones inesperadas, en medio de la noche, o el acto de una curandera que salva a los niños para transmigrarlos.

 Es una novela para leer en dos sesiones. Merece la atención del lector, sin respiro, sin despertar. Deja un agridulce sabor plomizo en el fondo del paladar. Está más del lado de la delgada cara oculta del suspenso metafísico que del terror ordinario. 

Lo que queda del día

Lo que queda del día

 “La democracia es algo de otras épocas. El mundo actual es demasiado complicado para depender de antiguallas como el sufragio universal o esos parlamentos donde los diputados discuten eternamente sin decidir nunca nada. Son cosas que podían estar muy bien hace unos cuantos años, pero no ahora”.

 Es un libro lento, lentísimo, a la mejor manera de las novelas clásicas, contado a saltos en medio de un viaje, con la técnica del flash back, que le da un ritmo sosegado y vivo.

Es una novela en la que se explora la condición humana de la figura del Mayordomo y su contraparte, el Señor, la nobleza británica de la entre guerra. Exhibida de cuerpo entero en la cita del comienzo.

El Mayordomo es el esclavo ideal del siglo XX, de levita y perfectas maneras de trato. Un personaje que se debe al servicio del Señor, y por tanto no delibera sobre su condición de mayordomo. Es algo que da por sentado y que confirma con lealtad, servicio y entrega. Un esclavo de librea, de 24 horas para su Señor, al que interpreta como su autoridad. La autoridad viene del Señor, como en los viejos tiempos, cuando se entregaba la vida al arte del buen servir a los reyes.

El señor Stevens reúne las condiciones ideales para ser el Mayordomo de Darlington Hall, bien sea bajo el antiguo Señor, o un norteamericano que compró la heredad, los únicos capaces de comprar una casa condal de la aristocracia sureña en Inglaterra. Hijo de mayordomo, célibe, más parece un autómata educado y perfecto que se mueve en función de lo único que conoce, la casa de su Señor.    

Hay tres líneas de trama en la novela que se cruzan con gracia desde las evocaciones fragmentadas que hace el señor Stevens, a medida que recorre en un viaje en el Ford del nuevo dueño de la casa, por el camino que conduce a Cornualles.

La línea del Señor, que representa el poder de la casa. El mayordomo probablemente sea la degradación extrema de la figura del consejero de la corte. El Señor es tan importante, como para haber reunido en su salón, al primer ministro, al ministro del exterior y al embajador alemán Ribbentrop, personalmente atendidos por el Señor Stevens.

La segunda línea de la trama, es la preocupación fundamental del Mayordomo, el asunto de la dignidad del oficio. ¿En qué consiste la dignidad de un mayordomo?  ¿Es algo más allá del cumplimiento del deber o se agota en él? Algo que le preocupa todo el tiempo y se lo pregunta de manera insistente. Entre los mayordomos hay rangos sociales, según al señor a que se sirve, lo cual hace que la pregunta por la dignidad revele la trasescena de poderes en la sociedad de los sirvientes, en la que él es el Señor. El asunto interesante, viene a ser que Ishiguro juega narrativamente con la dialéctica del amo y el esclavo y pone a Stevens en medio de las dos dignidades. La pregunta que presagia, que no termina de hacer, es si ha sido digno de su Señor; él no pregunta por la dignidad que no se debe más que a sí mismo. 

Hay un pasaje hacia el final del tercer libro; tercer día por la tarde, que muestra de manera concentrada, en una escena perfecta, la naturaleza de la relación del Señor y el Mayordomo. "Entonces mi señor me dijo:Acérquese un instante, Stevens, se lo ruego. Mister Spencer tiene algo que decirle.

El caballero en cuestión siguió observándome unos minutos sin cambiar siquiera la pose algo lánguida conque estaba instalado en el sillón. Y acto seguido dijo:

-Verá, amigo, tengo una pregunta que hacerle. Hemos estado discutiendo sobre un problema y necesitamos ayuda. Dígame, ¿considera que la situación de la deuda con respecto a América constituye un factor significativo del bajo nivel actual de los intercambios comerciales? ¿O cree que se trata sólo de una teoría errónea y que la auténtica raíz del problema es el abandono del patrón oro?

Como es natural, me quedé bastante sorprendido; sin embargo, comprendí rápidamente cuál era el quid de la cuestión. Estaba claro que esperaban que me sintiese totalmente perplejo ante la pregunta. De hecho, durante el rato que tardé en darme cuenta y en encontrar una respuesta adecuada, es posible que exteriormente diese la impresión de estar en Babia, ya que noté que se sonreían entre ellos con gesto divertido.

-Lo lamento, señor -dije-, pero es un problema en el que no puedo ayudarle.

En aquel instante, había conseguido dominar la situación; sin embargo, los demás caballeros siguieron riéndose disimuladamente. Mister Spencer prosiguió:

-Entonces quizá pueda sernos de ayuda en otro problema. ¿Cree usted que la situación monetaria de Europa mejoraría o empeoraría en caso de llegarse a un acuerdo militar entre franceses y bolcheviques?

-Lo siento mucho, señor, pero es un problema en el que tampoco puedo ayudarle.

-¿Cómo? -exclamó mister Spencer-¿Tampoco puede ayudarnos en esto?

Volvieron a disimular sus risas hasta que mi señor dijo:

-Está bien, Stevens. Puede retirarse".

 Y la tercera línea, la relación entre el Mayordomo y el Ama de llaves, Miss Kenton. Es ella una mujer estoica y menuda, quien cumple funciones en propiedad, la interlocutora principal del Mayordomo, como decir el director de la orquesta con el primer violín. Es ella quien le anuncia que su padre ha muerto en el cuarto piso, en una de las habitaciones pequeñas de la cervidumbre, a lo que Stevens responde: Señorita Kenton, sabrá usted disculpar que no atienda el asunto de inmediato, estoy a cargo de los invitados del Señor.

Kasuo Ishiguro, un maestro de la trama y el character.

El viaje de Stevens en el auto de su Señor, tiene una finalidad, el encuentro con la antigua Miss Kenton, ahora mistress Benn, muchos años después de que ella hubiera abandonado la casa, a pesar de que lo único que quería es que el Señor Stevens, heterosexual hasta donde es de suponer, se hubiera fijado un poco en ella. 

Toño Ciruelo

Toño Ciruelo

¿Quién es ese miserable y generoso, maligno y clarividente, que se llama Toño Ciruelo? “Toño Temadruga, Toño el Infaltable, el Ubicuo, asquerosamente Toño”. Hijo del fetichista senador Antonio Ciruelo. Mi imaginación lo relacionó con, Los hermanos Cuervo, de la novela de Andrés Felipe Solano. Son de esa misma estirpe de sujetos superiores, que saben de todo, lo explican todo, lo tienen todo, lo anticipan todo, como si estuvieran condenados a ser exitosos. Después pensé en Maldoror, esa criatura dios y diablo a la vez, con que Lautremont confunde al mundo.

Toño es como nuestros políticos, una mezcla de canalla democrático y manipulador visceral. Es un personaje prototipo de personas en Colombia durante la última parte del siglo XX. Más que en los Ejércitos, más que en Los Almuerzos, Evelio José Rosero va con su literatura a lo más podrido de la sociedad que él conoce. Con su Toño Cerezo, retrata toda una generación de rufianes de cuello blanco, hijos de senadores, mendigos anarquistas, líderes de secta, vividores de la “vida breve”, aventureros, iconoclastas, violadores, viciosos con temporada en París. También pensé en Rafael Uribe Noguera.  

Rosero va ampliando la estatura humana de su personaje poniéndolo a hacer todas las cosas que los hombres libres pueden hacer en un país como Colombia. Líder de una comuna de niños de paz, fotógrafo de mendigos para una exposición. Y como Cristo, se pierde durante veinte años. Reaparece disfrazado de mendigo, como la sombra maligna e inevitable que siempre va a estar sobre el pobre Eri. Todo un guevón.

¿Quién no ha tenido en el bachillerato un compañero como Toño Ciruelo? De ahí parte Rosero para poner a andar a su criatura. Eri es y seguirá siendo la víctima propiciatoria que los Ciruelo necesitan para ser lo que son.

El final dramático: reaparece veinte años después, tras haber matado a la Oscurana, y caga y caga en el baño de Eri, y sale a beber café y duerme y se despierta y se come de la olla un arroz con pollo congelado y luego extrae sus prótesis y se dedica a limpiar los intersticios. Sabe que va a morir, y le pide a Eri que saque su cadáver y lo deje tirado en la calle. Y como fantasma regresa para dejar un cuaderno escolar con sus escritos.

El diario de Toño Ciruelo, el hombre que podía tener un escribano que iba apuntando las frases célebres que iba soltando al desgaire, no es nada más que lo que dice la novela que es: un discurso vil, titulado: ESTO ES AQUI. 

El gran Gatsby (gG)

El gran Gatsby (gG)

En una encantadora tarde de taller con los palabreros estuvimos conversando largamente del libro de Scott Fitzgerald. Habíamos hecho una lectura en común del libro y habíamos visto una de las siete versiones cinematográficas que se han hecho. En la que Robert Redford, es Gatsby, Jay Gatsby.

El gG fue publicado en abril de 1925. Recibió elogios y palo, más palo que elogios. Para abril del 26 había vendió 20,000 copias. Fitzgerald murió en 1940, creyéndolo un fracaso. Terminada la segunda guerra, el libro se leyó con otros ojos. Hasta se convirtió en parte del plan de estudios de la escuela secundaria estadounidense y tuvo numerosas adaptaciones teatrales y cinematográficas en las siguientes décadas. Es mi hipótesis del “fracaso”, que siendo las mujeres las que más leían novela entonces, encontrasen en la de Scott, unas mujeres que les disgustaron, no representaban nada admirable, para muchas lectoras eran afrentosas a su moralidad, es decir, a la costumbre de ser mujeres distintas a las de la novela. gG es tenido como un clásico contemporáneo, la "gran novela americana". En 1998, la junta editorial de Modern Library,  la declaró la mejor novela norteamericana del siglo XX.​ (!!!)

Asaltamos la obra por todos los lados, la trama, sus personajes, por el reflejo del autor en ellos, por la época, la riqueza, el jazz, y el amor. Un ejercicio de punto de vista que mostró la participación de las lecturas distintas y generosas que un grupo homogéneo de lectores, hizo del gG.

Para mí, lo que hace Scott, es un retrato de clase de la época, un fresco realista de la sociedad de su tiempo. Sitúa la gran escena en la próspera Long Island durante el verano de 1922. Cada personaje es una fotografía de su clase, una caracterización representativa. No es extraño que el retrato le hubiera salido tan nítido, menos por un influjo ideológico, que porque era capaz de leer el corazón humano.

Miremos en detalle quienes son los “tipos humanos” de la foto, en el escenario, en la época. Veamos.

Nick: es el narrador de la historia, un narrador demasiado impertinente, que como tal no debería haberse inmiscuido con los personajes, pero terminó haciéndolo, porque Scott estaba innovando. Nick, es el celestino de Jay, un sumiso comodín, el oportunista perfecto, no toma partido y como tal termina siendo cómplice de todos. No interviene, es medio taimado y servicial. La clase media retratada, en su dulce adaptabilidad, usando la figura de un sobrio veterano de la primera guerra, egresado de Yale, que termina vendiendo bonos.

George: para él lo que más importa en el mundo, o lo único, es su mujer y su gasolinera. Es un pequeño propietario, un trabajador independiente, de la clase baja. Un hombre discreto, tímido, respetuoso, temeroso, con unos cuernos olímpicos que le puso el rico del pueblo. De todos los personajes, es el único que trabaja. Lo que ya dice mucho.

Daisy: la linda trepadora, veleidosa y lánguida arribista. Parece una pava de la Inglaterra posvictoriana con dejos aprendidos, ironía falsa, aire postizo, de una belleza banal, y dueña de una frivolidad exitosa que la llevó a convertirse en la esposa del rico del pueblo. Por el dinero haría cualquier cosa. Proviene de esa clase media de Kentucky, en la que para las mujeres la meta era pillar un millonario. No importa que no lo ame, es rico. Jamás se comporta como una madre.  

Tom: el rico del pueblo, un imbécil con dinero, patán, tosco,  y capaz de jugar polo, el deporte de los reyes. Tiene la casa, la fortuna, a Daisy y a una hija, pero también quiere tener a la mujer de George. Con la que seguramente se siente mejor en la cama, que con Daisy. Tiene el aire de un niño grande y bruto. Creo que es el personaje con el que Scott cobró la mayor venganza.

Myrtle: es la versión popular de Daisy. Trepadora de barriada,  daría lo que fuera por librar su vida del matrimonio con George. Es una muchachita ordinaria de la clase baja que ha tenido la fortuna de que el rico del pueblo se fije en ella. No le importa que en medio de una fiesta la abofeteé, casi con orgullo. Ella arrastra el mismo vértigo de la muerte, que arrastraba Madam Bovary. Ambas intentando librarse de sus condenas provincianas para llegar a ser “libres y felices”.

Jay: es el nuevo rico, cuya fortuna proviene de negocios non sanctos: contrabando, apuestas, tráficos ilícitos que lo convirtieron en alguien más rico que el mismo Tom. Durante la guerra conoció a Daisy y se enamoró de ella, a su regreso la encontró casado con Tom. El haber comprado la mansión hace parte de una estrategia para reencontrase con Daisy, utilizando al imbécil de Nick, que es su primo segundo. Ah, y hace unas fiestas de lavandería para que la clase media rica y los ricos del lugar vayan a su casa, solo para observarlos desde la ventana de su estudio en el segundo piso. Un manipulador social que mueve los hilos, pero no quiere involucrarse con gente que es capaz de dejarse invitar a su casa. Gente a la que desprecia, como Tom.

Scott no puede evitar poner distinta luz y oscuridad en la forma como construye a los dos ricos. Jay, es el antípoda de Tom, discreto, sobrio, elegante, con la madurez envidiable que le hubiera servido para seducir a cualquiera de sus invitadas. Dueño de un pasado turbio, que no se le niega a ningún nuevo rico. Y que parecería acrecentar su enigmático encanto.

No sé, o sí sé, por qué terminó el foro del gG con el asunto de la moral y la ética. Debimos haber puesto en la mesa el asunto de las costumbres, tamizadas por los filtros de clase y de época, a la luz de un ejercicio que consistía en poner a jugar juicios estéticos en grupo.

Siempre me ha parecido curioso, que todavía de viejos, nos sigamos haciendo la misma verraca pregunta sobre la diferencia entre ética y moral, como si desde que nos la propusimos por primera vez en la primera juventud, no la hubiéramos podido responder. ¿Será que somos amorales y no nos hemos dado cuenta? 

La crónica

La crónica

El Camaleón

La Crónica, género que exige una mirada puntiaguda, audaz, subjetiva y arrasadora.

La Crónica, categoría fantástica y real del periodismo que dota de condiciones subjetivas e ilusiones vividas a aquellos lectores condenados al olvido.

Señora atrevida que se pasa por encima de todo, con el singular propósito de derramar su glaseado de magia sobre lo denominado verosímil.

Dama capaz de danzar en medio de hábitats desconocidas, con un lente objetivo programado para congelar y evolucionar, hasta armarse en un sinfín de historias, que mas se podrían definir como una artillería a favor de la memoria humana, que como un genero en contra de la realidad.

Niño desprovisto de mentiras que, a cambio de robots, exige juguetes sin caducidad narrativa.

Niña abastecida de delicadeza subjetiva, danzando en puntas con zapatillas de ballet oriundas del desorden, la miseria, lo monótono y lo transparente.

Señor de exuberante bigote que, se oxida al no poder ver los colores de un semáforo que puede detener o acelerar al mundo. Un semáforo conocido como lobo, como luna, como asfalto, o quizá como preferirían llamarlo en este universo: El semáforo de la mentira. De la romántica mentira que se esconde bajo el manto azul y negro circulante que se destapa por encima de todo lo multicolor: Sangre, traición, sonrisas, tristezas, amores furtivos, caparazones, y en medio de todo -humanos-, seres que te escriben y te usan para mostrar su realidad, seres con el poder de nombrarte ‘Crónica’ sin siquiera haberlo preguntado.

Crónica, si de poesía ha de hablarse como el género de la vida, de vos yo alardearé como la dama de los mil cuerpos. Así que también es poesía lo que emerge de tu piel cuando las palabras no conjugan.

No es este un derrotero de adulaciones propias hacia ti. Es mas un respeto y una venia por tan sincera belleza otorgada a la realidad de un periodismo parpadeante y trémulo a cargo de los ciegos. Aquellos carentes de facultades oculares en el alma, aquellos incapaces de distinguir una historia real bien estructurada en su plenitud, de un sinfín de narraciones tediosas que dan cuenta -solo por encima- del día a día que ya se conoce.

¡Y si por esto he de ser castigado!  entonces sembrarme al lado de Tom Wolfe o de Truman Capote.

Pero recuerda, primero debes darte a la tarea de hallarme, ciego. 

Historias de mujeres

Historias de mujeres

Rosa Montero, faltaba más. Quince biografías de mujeres que muestran lo que la autora llama la “vida invisible”. Veamos.

“Sir” Agatha Christie. En los libros que escribió bajo el seudónimo de Mary Westmacott, hay una idea definitiva, que además está instalada en su vida: la realidad es discontinua. La idea de que de pronto y por alguna razón alguna vez nos encontramos con las fisuras del mundo. Se pasó la “vida inventando maneras de asesinar al prójimo”.

Para Mary Wollstonecraft, la pionera de los derechos civiles de las mujeres, solamente hay dos cosas irreversibles: la muerte y el conocimiento.

Zenobia Campubrí, era una de esas mujeres que llaman amor a cualquier cosa. Fue la víctima propiciatoria de ese engendro español de Juan Ramón Jiménez.

Simone de Beauvoir. Nathalie, una de sus amantes, dijo  que era como un reloj en una nevera. Su padre le había enseñado el “patético desdén por la humanidad”.

Lady Ottoline Morrell. Su lado visible es de un patético excentricismo, estrafalaria, feísima, marchita, con el pelo teñido de rojo y el rostro empañetado. Sin embargo, fue una mujer que se convirtió en personaje en las obras de Aldous Huxley, D.H Lawrence y Graham Green.

Alma Mahler, la más vienesa de todas las vienesas. Coqueta, culta, inteligente y original. Pieza decisiva en la vida de Mahler, Kokoschka, Gropius. Detrás de ella también estuvieron Klimt y Hauptmann. Cuando se enamoraba inventaba en el otro la perfección.

María Lejárrga fue la mujer de Gregorio Martínez, uno de los dramaturgos más importantes de la España de principios del siglo XX. Sintió su derecho como un pecado.

Laura Riding. La locura negra. La típica autora maldita. Bruja moralista. La maldad esencial. El alma más oscura.

George Sand. La mujer que para pasar tuvo que disfrazarse de hombre, ser hombre. Y aunque todos sabían que era una mujer la que escribía sus libros firmados con seudónimo, ella tenía que seguir escribiendo en masculino.

Isabelle Eberhardt. Escribo como amo, porque probablemente es mi destino. Lucidez y alucinación se tocan. Anoréxica convertida al Islam. Víctima de otra orden islámica.  Una mujer vacía que podía llenarse alternativamente con occidente, oriente, razón, alucinación, ciencia y magia. Cuanto más se esforzaba por ser, más se destruía.

Frida Kahlo. Debió hacerse artista para reconstruirse. Si hay alguien que sea la prueba de que todos llevamos la muerte consigo, es ella. La víctima de Diego Rivera.

Aurora y Hildegart Rodríguez. Madre e hija. La novela de mi vida. Una historia secreta y asquerosamente sórdida. Aurora llegó a creerse dios y designo a Hildegart como su hija encarnada que vendría a ser la redentora de la humanidad. Y a la que asesinó en 1933.

Margaret Mead. Revolucionó la antropología. Hizo preguntas que nadie antes había hecho. Fue la que puso al descubierto que las diferencias relativas al sexo no son naturales e inmutables sino que son elaboración cultural. Los últimos veinte años los compartió con Rohda Metraux. Terminó sorda y logorréica.  

Las hermanas Brontë. Naturales de Harworth, al norte de Inglaterra. Eran miopes, cultas, poco agraciadas y pobres. Escribieron con mucho más éxito que el que hubiera tenido cualquier autor en un mundo en el que la escritura es de los hombres. Triunfar en el anonimato y morir pronto.

Y naturalmente Rosa Montero, que al escribir las biografías literarias ha dado una lección de comprensión profunda del ser femenino y con un estilo poderoso e iluminador.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

El idioma materno

El idioma materno

85 fragmentos, entre relato, cuento, ensayo, columna, diario, conforman una unidad sin fronteras, donde el escritor transgrede con armonía los espacios y las técnicas de los géneros, para concederse  la libertad de producir un híbrido de muchas cabezas, en el que la constante es la buena escritura, una prosa hechizante.

El autor se llama, Fabio Morábito, un señor nacido en Alejandría, que terminó viviendo y siendo mexicano. Se trata de un libro que tiene que ver con la lectura, la escritura y la narrativa. Se puede leer en cualquier orden, una invitación al desorden, que siempre se agradece al autor.

Lo que hace Morábito en su libro es compartir un ejercicio de economía y velocidad. La capacidad para decir mucho en poco. La capacidad para ir al grano, para reducir de su prosa los ruidos fatales, para sostener un ritmo –un movimiento acompasado– que no deja escapar al lector, como una especie de fuerza centrífuga. Llega a la curiosidad neurótica de terminar todos los textos en el mismo número de líneas, página y tercio. Técnicamente todos podrían leerse en el mismo tiempo.

Un delicioso libro híbrido, unos textos muy buenos, otros, buenos y otros malos, como en cualquier libro. Aun así, todos escritos con la intención de seducir.

Morábito, un seductor nacido en Alejandría.

 

El nido de la serpiente

El nido de la serpiente

El nombre de Pedro Juan Gutiérrez se asocia con el de un disidente que no puede vivir sin Cuba. Un escritor que no necesita, ni quiere  hablar mal de la sociedad, del régimen, del estado, de la revolución; él va como un cronista callejero caminando por las calles, los parques, el malecón, los edificios, las habitaciones, los baños y las terrazas, que son el ombligo de su Habana. Viéndolo, escuchándolo, oliéndolo todo. Para luego escribir, sin pretender hacer literatura.

Pedro Juan y Leonardo Padura no podrían vivir en otro lugar que no fuera La Habana, la nostalgia los mataría, no son sin esa ciudad, que han contado en miles de páginas. Se deben a ella. Sus obras ganaron el interés internacional de lectores y editores; salieron de la isla y son leídas por miles de personas en el mundo.

En El nido de la serpiente hay un “viejo truco” que consiste en utilizar el material de la vida del autor y de la de quienes en algún momento de la vida se le cruzaron, y hacerlo pasar por ficción, para evitar caer en la vanidad extrema de la autobiografía, o como un recurso para no tener que responder civilmente. Poquísimo importa si es un encubrimiento con la ficción, una crónica o un cuento.

Y el recurso primero de la autoficción de Pedro Juan, la primera persona. La misma fuerza fluida que arrastra al lector, con la primera persona de Bukowski, Miller, El extranjero, La Náusea, Viaje al fin de la noche, El Pozo. La confesión, la cercanía, la falta de escrúpulos al compartir nuestra propia luz y nuestra propia oscuridad, el exhibicionismo íntimo, el regodeo de la privacidad extrema, la confesión desamparada, la falta de intermediario narrativo. El autor y el lector a solas. En un cuerpo a cuerpo en el que todo conduce a que no haya secretos.

En las viejas novelas el autor todavía se camuflaba bajo el nombre de un personaje, Ferdinand Bardamú (que toma de Celine el segundo nombre), Ronquentin y Mersault. Pero en la tradición de cronistas de sí mismos, Miller, Bukowski, Pedro Juan y nuestro Fernando Vallejo, son ellos, solo una primera persona innombrada que saca toda su fuerza, sus cojones, su vigor, de la fuerza de la vida, del dolor y la dicha reales del autor.

El nido de la serpiente, como todas las novelas en la línea de los personajes ausentes, aburridos, ajenos, extrañados, es una novela de lo cotidiano, del día al día (La náusea se narra en formato diario), que bajo la forma de “memorias” cuenta  la vida de un muchacho entre los diez y los veinte años, en la década de los sesenta en Cuba. Una novela de la primera década de la revolución, desordenada, costosa, convulsiva.

Dice Pedro Juan en la novela que “escribir es un oficio diabólico”. “El escritor perfecto es una fantasma invisible. Nadie puede verlo, pero el tipo escucha y ve todo. Lo más íntimo y lo más secreto de cada persona. Atraviesa paredes y se mete en el cerebro y el alma de los demás. Y después escribe sin miedo. Tiene que arriesgarse. El que no se atreve a llegar hasta el límite no tiene derecho a escribir”. La más pura destilación del pensamiento de Miller sobre el oficio.

Se lee como una confesión visceral, que hace doler, que hace reír.

Cuentos del desierto

Cuentos del desierto

Paul Bowles, de origen alemán, nacido en 1910, fue un escritor norteamericano que vivió la mayor parte de su vida en Marruecos, donde murió en 1999.

Los cuentos del desierto, publicados en 1957, son ocho relatos donde Bowles, a la manera de los nómadas, no reconoce fronteras entre el cuento y la crónica. Tan “crónico” se pone, como en el último, El Rif, por la música.

Desde el nombre encierra un misterio como los de las Mil y una noches. Es una consigna para el pueblo Rif, un llamado por su música, sus instrumentos, las agrupaciones únicas y singulares. En las tres primeras páginas informa, editorializa, luego bajo la forma diario, opina y narra, unas veces en primera y otras en primera plural. Pero informa y narra como lo hacen los escritores. Con un ritmo sostenido que deja que el lector se escurra como sobre una sábana de seda. Termina con el tono de un cuento de Hemingway.

Hay dos relatos maestros, donde se revela, más allá de la catadura de escritor que era Bowles, dos cosas. La frontera nómada de los géneros literarios y la tensión argumental. Ellos son: Delicada presa y El tiempo de la amistad. No importa qué sean. Bowles ha conseguido la gran magia de contar una crónica como se cuenta un cuento, y contar un cuento como se cuenta una crónica.

Delicada presa tiene toda la visualidad del relato que necesita el cine. Unos personajes definidos en su acción, en su intención, en un escenario abierto, el desierto. Va creando tensión en espiral, a una velocidad exacta y a un ritmo que atrapa, como el del mejor cuento.

Paul Bowles fue el mentor del cuentista guatemalteco Rodrigo Rey Rosa. Fue un gringo generoso que jamás quiso regresar a Norteamérica. Un alquimista de la literatura que algunas tardes iba a sentarse a un café en Tetuán o Tánger, donde habrían estado sentados a finales del siglo XIX, Oscar Wilde y André Gide. 

La forma de las ruinas

La forma de las ruinas

Con la última novela de Juan Gabriel Vásquez me encuentro a un novelista solvente, que se mueve con sentido narrativo corpulento. Toma un curso de la historia y explora las entrelineas, los suspensos, al punto que hace de su ficción histórica un cuerpo de interpretación, bajo el título de “teoría de la conspiración” en Colombia.

Le interesa llegar a los dobleces de la historia, las intimidades cruciales, los hechos que jamás se pudieron probar, las “pruebas reinas”, las hipótesis de café, lo que se dijo en los meses anteriores, en los últimos días.  “… eso era lo único que me interesaba a mí de la lectura de novelas: la exploración de esa otra realidad, no la realidad de lo que realmente ocurrió, no la reproducción novelada de los hechos verdaderos y comprobables, sino el reino de la posibilidad, de la especulación, o la intromisión que hace el novelista en lugares que le están vedados al periodista o al historiador”. (pag 205)

Vásquez necesita además de su especulación sobre todo el tinglado que rodeó el asesinato del General Uribe Uribe, y el del Jefe, Jorge Eliecer Gaitán, hacer su  propia historia, como escritor, la de sus amigos escritores, y la de dos personajes, Carballo y Benavides, con los que se enreda en una trama de 550 páginas. El novelista se nos metió a la novela. Supongo que es lo que llaman autoficción”. Y no como un personaje, como la persona que es, aunque haga lo que hacen los personajes, relacionarse con los otros, moverse, buscar, ser intermediario, prometer. De la misma manera en que William Ospina se introduce en El año del verano que nunca llegó.

La teoría de la conspiración de Carballo, de los Carballos sobrevivientes, tiene una razón de ser histórica en la novela, su padre murió el mismo día que mataron al Jefe, en el enfrentamiento con la guardia de Palacio, a donde alcanzaron a llevar el cadáver de Roa Sierra. Es la motivación histórica del personaje que incita a Vásquez, durante toda la novela, a que escriba la historia con toda la información que él le proporciona. Pero si Vásquez se metió a la novela, ya no puede evitarse que las conjeturas, las hipótesis acerca de lo que él realmente piensa, le caigan. Al final, solo al final, acepta escribir la historia, aparentemente por haber conseguido la vértebra de Gaitán y la calota de Uribe Uribe, que Carballo tenía secuestradas. Aunque en realidad lo que sucedió sea bien distinto. Vásquez nos entrega su propia teoría de la conspiración. Lo que probablemente sea un rasgo muy valioso porque es el escritor tomando posición explícita ante la historia, en la medida en que hace novela. Toda su ficción es su interpretación, ordenamiento, esclarecimiento, seguimiento documental e imaginativo de los hechos que rodean la muerte de Uribe y Gaitán. Dos asesinatos que se cerraron sin que el país supiera quién fue su determinador. Aunque la teoría compone señalamientos que conducen a puntos precisos.

Se trata de la muerte de los dos políticos liberales más peligrosos del siglo XX. Justamente la peligrosidad que obligó a tener que deshacerse de ellos. Uribe, un reinsertado de la guerra de los mil días, que se incorporó a la legalidad y llegó a ser senador y mostró condiciones para llegar a ser presidente. Y Gaitán que en el discurso del 4 de febrero de 1948, a juicio de alguien en la novela, selló su suerte, al decir: "Pero estas masas que así se reprimen también obedecerán la voz de mando que les dijera: ejerced la legítima defensa”. 

 Vásquez cierra con una linda “nota de autor” en la que nos recuerda que todo es ficción. Después de haber escrito toda una novela para compartirnos su teoría de la conspiración (si él mismo no fuera parte de la novela, se podría decir, es la teoría de la conspiración del personaje Carballo). Y así se ampara, como si supiera que al escribir la novela ha de despertar la reacción de los poderes de ese “terreno de tinieblas”, que como lo declara al comienzo del capítulo IX cuando “se da cuenta de que el pasado de mi país me resultaba incomprensible y oscuro”(pag 481). Además porque a partir de su teoría se pueden hacer señalamientos históricos a Salomón Correal, el jefe de la policía en 1914, a Pedro León Acosta, quien había participado en el atentado contra el Presidente Reyes en 1909. Y en el caso Gaitán, a Laureano Gómez, franquista confeso, que tomó posición contra los aliados durante la segunda guerra, y que como Roa Sierra, no ocultó sus simpatías filofascistas, y que naturalmente seguía creyendo, como en 1914, en el liberalismo socialista y ateo.  

Y cierra la nota Vásquez, con un sesgo de ironía soberbia, responsabilizando al lector de las consecuencias de haberse zampado su teoría de la conspiración. Algo así como: lectores y lectoras, si ustedes quieren leer en la Colombia de la Forma de las ruinas, a la Colombia real, háganlo bajo su propia responsabilidad y sin contar conmigo.

¡Gracioso este Vásquez, hombre!

Los hermanos Cuervo

Los hermanos Cuervo

Una trilogía de acabados perfeccionistas, de una minucia en el cruce de los personajes en las tres historias, que ajusta como un reloj. Apariciones y desapariciones medidas. Va soltando la información a ritmo de cirujano. Una velocidad variable que le da calor al ritmo. Y el lenguaje de un cronista, que no escatima los hechos, el dato, pero tampoco la prosa. Una primera historia de los compañeros de bachillerato. La segunda, la de un ciclista, como Ramón Hoyos. Y la tercera, la azafata y el ciclista. Un cuadro colombiano tan costumbrista como impresionista.

La novela tríptica de Andrés Felipe Solano, un tipo que no representa los cuarenta que ya tiene, que vive en Corea, capaz de irse a vivir a un barrio popular en Medellín, durante seis meses, para ver cómo era vivir con el salario mínimo. Que sorprendió con su primera novela, Sálvame Joe Luis, y que se impuso como ganador en el concurso de narrativa de Eafit. Es un tipo que encarreta con lo que escribe. Nos muestra el país, lo conocido, lo que hemos sido, lo que somos, pero también nos muestra la extrañeza, encarnada en los hermanos Cuervo, unos cabrones adolescentes que se las saben todas, las tienen todas, y las que no, se las imaginan. Lectores, coleccionistas de fósiles, geógrafos, inventores, diseñadores, músicos, putañeros, más conocedores y maduros que sus profesores. Su nombre siempre me resulto un guiño muy particular y evocativo, de Rufino y Ángel, los hermanos Cuervo en París. Tan parecidos, tan curiosos, tan disciplinados, tan santos los unos como putañeros los otros.cuervo

 

Los hermanos Cuervo, de padre desconocido y madre prófuga.

Un ciclista obsesionado con la desaparición de su mujer esquizofrénica y las andanzas paralelas con la hija adolescente de quien fuera su mentor, un periodista y locutor deportivo, que lo descubrió, lo acompañó en todas las vueltas, hasta sellar una larga amistad.   

Hay historias, hay alguien que las sabe contar, hay gracia narrativa, nos reconocemos tanto como nos desconocemos en el retrato iluminado de unos personajes que enredan la vida, sin saber cómo, y hacen unos nudos de puta madre. Es una novela sincera, Solano se entrega a sus personajes. Se nota que son ellos los que salen a escena.

Hay que leerlo. Seis horas de ensueño.  

 

Mediocristán es un país tranquilo

Mediocristán es un país tranquilo

Luis Noriega se me apareció como consecuencia del concurso Hispanoamericano de cuento 2016, al que yo había enviado el libro de cuentos Para cuando sepa que ha muerto. Para mí no existía antes, así que lo primero que la envidia me causó fueron ganas de leerlo. Habría deseado encontrar algo mejor que lo que yo había enviado. Fui a la librería a buscar Razones para desconfiar de sus vecinos. Y para que la envidia fuera mayor, me encuentro con que el libro se ha agotado,  se estaba vendiendo como si de verdad fuera tan bueno, aunque no descarté que la casa editorial, más el premio y el efecto de medios, le estuvieran dando un justo empujón circunstancial. En fin, las odiosas debilidades de los cuentistas. Pregunté si había algo más de Noriega y me sacaron Mediocristán es un país tranquilo.

En Mediocristán todo es mediocre. Mediocristán es a veces Colombia, y a veces no, cuando Colombia es Colombia. El logro innegable de Noriega es haber hecho una novela tan mediocre como el “paisito” que pinta en el que “todo es de segunda división”. La historia es encantadoramente mediocre, los personajes en obra negra son de una mediocridad matizada, atemperada. Las circunstancias mediocres los hacen  ligeros y grises, más de cuento que de novela. Un mediocre libro narrado en primera persona que nos revela la mediocridad en Barcelona y en Colombia. El libro rezuma mediocridad. Tiene pasajes con problemas de redacción, los capítulos brevísimos no encuentran potencia narrativa, la mayoría de cortos fragmentos que intentan salir a correr y no logran vuelo. Nimiedades que sumadas dan al libro una cadencia que me hizo dudar entre desertar y seguir tras la promesa implícita de algo que al menos salvase la experiencia y el precio del libro.

En lo único que la novela no resulta mediocre, y que probablemente sea la mayor fortaleza de Noriega, es en su capacidad de hacer “frases memorables”, actos de afirmación que revelan una condición, poniendo la luz en alguna supuesta verdad que nos comparte. Terminé con la sensación de que el montón de iluminaciones a lo largo del todo el libro, se merecía un libro. Escrito con tranquilidad, con la misma tranquilidad con que suceden las cosas en Mediocristán.

No olvidaré a Noriega, el tranquilo escritor de Mediocristán.          

Ritmo narrativo

Ritmo narrativo

Al hablar de ritmo narrativo nos referimos a los movimientos, cambios y énfasis de tono. Poesía, prosa y diálogo: los tres recursos que nos da el lenguaje para contar. Jugando con ellos se consigue o no un ritmo. Es decir, cuando la lectura baila acompasada con la escritura del cuento. La velocidad rítmica es gracia de los buenos cuentistas: Arlt, Gabo, Bolaño.

Si se retarda o disuelva la acción haciendo dominante el tono descriptivo, se corre el riesgo de perder ritmo. La explicación es sencilla: la acción aparentemente no avanza.

Si solo los personajes hablan, nos comemos la ambientación, la atmósfera. Pero si nos quedamos con la dominante narrativa, se corre el riesgo de hacer un film escrito. Una yuxtaposición cercana de verbos a una alta velocidad sostenida. La clave para el manejo del ritmo, es saber moverse en el juego sutil o abierto de los dominantes.

 El ritmo narrativo es una combinatoria de modos y recursos que ambienta los cambios necesarios en un cuento, a través de movimientos continuos y elípticos. No solo buscando un equilibrio, también un desequilibrio rítmico, como en el Ulises. O como en Opio en las nubes, de Chaparro Madiedo.

Se me ocurre que el desequilibrio rítmico en la novela es equiparable a la síncopa en el jazz.

El ritmo narrativo es una tentación de la buena escritura -el ritmo clásico que consigue Padura en su saga de Mario Conde, o el ritmo frenético de Pedro Juan Gutierrez en el Rey de La Habana- que se mueve como Pedro por su casa en el universo del tiempo ficticio, sobre el que se asienta toda la literatura.

La aceleración  o ralentización de la acción, del juicio, de la descripción, es algo que concierne a la técnica -manejo de los materiales- y que por tanto se aprende: ¿cómo acelerar o desacelerar un cuento?  La integración de los tiempos (narrativos, culturales, psicológicos y verbales) en la escritura de cuentos es algo que concierne a la estética. Exclusividad de autor.

 El dominio básico de la composición narrativa supone tener el control de la velocidad y la tensión. Porque el ritmo es una danza entre ellas dos.

 Uno de los recursos para la sostenibilidad rítmica de un cuento es el manejo de la elipsis, el recurso exclusivo del tiempo ficticio respecto al tiempo cotidiano del lector. La elipsis parte de un hecho sencillo pero brutal: un cuento no lo puede contar todo. Y si pudiera hacerlo, ya no sería un cuento. Al introducir el tiempo ficticio el recurso de los saltos de tiempo, no solamente hace posible al cuento mismo, sino que abre la línea narrativa del tiempo en otras direcciones. La analepsis: salto al pasado. Y la prolepsis: salto al futuro. Tal manipulación del tiempo crea ritmo narrativo.

 Un buen ejercicio para entender la elipsis en las dos direcciones temporales, es analizar el pp (primer párrafo) de Cien años de soledad.

 

 

 

 

Máscaras

Máscaras

“Cada generación, cada época, produce su dramaturgo, ese creador que desde la escena nos devuelve enriquecido nuestro propio pensamiento. Para los hombres de mi época, que comenzábamos a escribir en los años cincuenta, ese dramaturgo es Virgilio Piñera”. Rine Leal.

En el tercer acto de Electra Garrigó, la obra de Virgilio Piñera estrenada en 1948, el Pedagogo dice: “Se trata, no lo olvides, de una ciudad en la que todo el mundo quiere ser engañado”. Antes ha hecho una descripción de la ciudad, que coincide con la que hace Durrell de Alejandría y Döblin de Berlín.

Leonardo Padura hace un coctel, como el que hace en El hombre que amaba los perros. Y junta varias cosas: el homosexualismo de la época de Piñera y el de la generación de homosexuales purgados, a la que perteneció Reinaldo Arenas. No el homosexualismo casto de Lezama Lima, sino un homosexualismo militante, activo, digno, como el de Alberto Marqués, un alter ego contemporáneo de Piñera. Y víctima de la exclusión de su actividad teatral por motivos de corrección ideológica. Agrega una teoría filosófica del travestismo basada en el ocultamiento, la máscara, la identidad. Se encoña con la historia de la transfiguración de Cristo, y la mete a discreción, para juntar el cambio de rostro y los trajes iluminados, tal como lo cuento Mateo. Y un filicidio de fondo, con ribetes de negrura ejemplar: una noche al salir de un hotel con un italiano, Arayán ve junto a su carro a una mujer de vestido rojo, descubre que es su hijo Alexis. Él le pide que vayan al parque central de La Habana, quiere decirle algo. Es homosexual aunque solo esa noche se ha trasvestido, el día en que se celebra la transfiguración del Señor, para ir a buscar a su padre y decirle una verdad. El padre que siempre lo ha odiado por homosexual se desborda en ira y con un cordel de cinta roja lo estrangula, sin que Alexis presente ninguna resistencia. Abandona el cadáver, tras haberle depositado dos monedas en el culo.

Y en esa mescolanza tan cubana, hace Padura caber un verano de mierda, un calor que se siente en medio de habitaciones a las que entra el sol en la tarde, a las que no basta un ventilador, que cuando lo hay no sirve porque la energía se va. Y al Condecito, más “atormentado y hambriento” que nunca. Con una soledad de la que lo salva el Flaco, Doña Jose y Candito el Rojo. Y como ñapa, el cuento de Mario, sin título, un “cuento irracional”, al que Alberto Marqués le sugiere un título, pirateado de Sartre, La muerte del alma. Para ser escrito por un policía, es muy bueno.

Como telón de fondo la purga de la inteligencia del estado en la policía. El capitán Rangel termina confesándole a Mario que su tiempo en la policía ha terminado. El mismo Condecito, investigado de manera indirecta por la seguridad interna. Alguien que alguna vez quiso ser escritor, es potencialmente peligroso aunque pertenezca a la policia.

Conde ha puesto a prueba en la estupenda novela toda su heterosexualidad, y aunque Padura no se arriesgó a que se encontrara con un hombre, porque seguramente eso desfiguraría su personaje, si lo lleva a que tenga un encuentro con una chiquita de “culito de gorrión”, de “boca mamífera”, y “pezón negro”, que lo salva una vez más de esos fangales de la castidad, la parte más bochornosa de su dura soledad.

Tras resolver el caso, cada vez que Mario Conde va por la calle y ve a una mujer, se pregunta ¿será un travesti?

 

 

Pasado perfecto

Pasado perfecto

Mario Conde “es un comemierda” (Leonardo Padura). La policía cubana. El drama interior y el drama exterior cubano. La criminalidad oficial. La novela sin censura. La soledad de un policía. La comida cubana. La familia adoptiva. El escritor fracasado. En todo eso revuelto hay una novela, terminada en Montilla, en enero de 1991. A comienzos del periodo especial.

Mario Conde:un detective cubano del periodo especial. Nunca sabe si lo que quiere es enamorarse o echarse un buen polvo. Desaliñado, informal, heterodoxo, bebedor de ron, un escritor fracasado metido a policía, amigo de sus amigos. Un Marlow venido a menos. Mucho menos enigmático, pero igual de solitario. Solo que Conde es cubano y está en el periodo especial.    

Rafael Morín Rodríguez es un cuadro alto del partido, trabaja en una dependencia de la dirección de Ministerios, que lo ha puesto en situación de hacer negocios grandes con empresarios extranjeros, para Cuba. Un compañero de Conde en la prepa de la Víbora que se había quedado con la chica más linda de todas, de la que Conde siempre estuvo enamorado. El hombre desaparece y el lío le cae a Conde, de manos del mismo jefe Rangel.

La teniente de la división de delito económico, Patricia Wong, viene para ayudarle a Conde a esclarecer la jugada de un cuadro del partido que aprovechándose del cargo, comenzó a hacer negocios para sí, a embolsillarse las comisiones, a recibir sobornos, y que cuando se vio atrapado pretendió desaparecer. En la lógica de la novela, deberá morir, en una reyerta por el dinero, con uno de sus adláteres del ministerio de comercio.

Resuelto el caso, después de que Conde ha intentado echarse un par de polvos con Tamara Valdemira, la chica más linda de la prepa, ahora viuda de Rafael Morín, termina la novela, como termina Viento de Cuaresma. Conde más solo que nunca.

Leonardo Padura ha encontrado una vía de escritura fluida y cálida con la que cuenta con gusto, lo que ningún otro escritor cubano me había contado, la vida, caso por caso, de un policía cubano que siempre quiso ser escritor. Sin embargo, y como suele suceder con los autores de novela criminal, y no cualquiera, Chandler y Hammett por ejemplo, se deslizan por alguna gravedad oculta hacía un esquematización de las acciones, una fórmula demasiado apretada de los acontecimientos. Un lugar común de la composición que termina por quitarle aire criminal a la novela, lo que un enviciado lector de novela negra siempre quisiera encontrarse. 

La eterna parranda

La eterna parranda

       El libro recoge una selección de 27 crónicas publicadas por Alberto Salcedo Ramos, entre 1997 y 2011 (Alfaguara, 2011). Una variedad suficiente para ver mover al cronista en distintos nichos, en distintas condiciones, siempre con los ojos de cronista, de quien en la reportería no discrimina. Los ojos del cronista que quiere verlo todo aunque no sea posible verlo todo. El cronista que aprende a “caminar sobre el agua” para ver el milagro.

        La primera lección de las crónicas, en tres secciones, es la del material. En principio digamos que todo hecho puede ser objeto de crónica, algo que de ser cierto, no haría más que acentuar el problema de escoger la historia (viabilidad, costos, tiempo). Ramos sabe escoger el material. Los boxeadores, los cantantes, el futbol travesti, los enanos toreros, las masacres, el palenque, los perdedores, hasta su propio paseo millonario. Pero son tantos los hechos, las personas, las historias con las que un cronista se encuentra, que es necesario escoger. Para mí, el criterio de selección de la historia, es el de aquella que mejor se deje contar como cuento.

       La segunda lección es la reportería. Gastar más de cinco años, sino más, tras la pista de Diomedes. El saberse meter durante el tiempo necesario, exactamente donde las personas de la historia se mueven, saberlas ver en lo que dicen y no dicen, en lo que hacen y no hacen, poder acercarse a ellas en un diálogo sostenido, o en una observación en la que el cronista debería terminar por ser invisible. La inmersión decide la calidad del material. La inmersión se consagra por el ejercicio de los cinco sentidos al servicio de una tarea informativa descomunal: intentar verlo todo. Pero aun así, la cantidad de información (la secuencia de datos) que deberá reunir el cronista como material de escritura, se ordena bajo el designio de la forma de ver. El ojo de cronista es como el ojo de fotógrafo, el ojo de entrenador, o el de “buen cubero”.

       Y una tercera lección, la escritura. Directa, fluida y conducente. Al servicio de narrar, con todo lo que narrar supone (describir, narrar y juzgar). Al servicio de construir escenas que le permitan al lector participar de los entornos vivos, definitivos. Útil al arte de poner atmósfera, esa mezcla de color y calor, que  da la única y precisa tonalidad que durante la inmersión el cronista capta con sus cinco sentidos. Útil para la metacrónica, el hablar del oficio del cronista y la crónica en la crónica. Y muy eficaz para editorializar, para incluir los juicios, las opiniones del cronista sobre hechos, personas, o las consecuencias irremediables que desencadenan.

       No todas las crónicas tienen la misma calidad. Como toda recopilación es desigual. Pero aun así, para efectos de material para talleres de crónica, es de preciosa utilidad.

       Leídas las crónicas desde el ojo lector de quien quiere meterse en el mundo real del que se le participa por acción del cronista, o de quien apenas quiere que le echen el cuento,  siempre sabrán a bueno, siempre querrán volverse a leer.

Alberto Salcedo: un cronista para releer.

Aquello estaba deseando ocurrir

Aquello estaba deseando ocurrir

En la Puerta de Alcalá, el primer cuento del libro, invoca en el epígrafe a Salinger (Franny y Zooey, 1961) y el cuento gira de Angola a Cuba en España, en un vértice preciso, Velásquez. El segundo, Nueve noches con Violeta del Río, es un bolero. Adelaida y el poeta: la relación entre una anciana y su director de taller de escritura creativa. Él se pregunta hasta qué punto tiene el derecho de incitarla a escribir. Sonatina para Rafaela: nostalgia pura, magnífica nostalgia, la de una pianista vieja. El epígrafe es de Casablanca. Según pasan los años, el amor, el amor, de cualquier forma. Los límites del amor, día a día, el diario de la lejanía, de la guerra y el amor. La muerte feliz de Alborada Almanza, exquisito. El destino…la fineza de la trama. La pared: el pelotero nostálgico, el hombre, el chico y el guante. Mirando al sol: la estrella negra del libro. La muerte pendular de Raimundo Manzanero: el concubinato circunstancial entre el cuento y la crónica, la valentía de los hechos y el tono narrativo. Noche buena con nieve: una nostalgia blanquecina, derretida como la nieve sucia. El cazador: una lección de tensión e iluminación.

Tengo la costumbre, al terminar de leer un cuento, de dejar una nota al final, unas pocas palabras, una línea quizá. Intento que el comentario recoja la impresión más fuerte. Creo que es ante todo un ejercicio de memoria. Cuando algún tiempo después regreso al cuento, descubro que lo he olvidado. Sé que lo leí, están los subrayados, los garabatos, y está la nota. A veces la nota me devuelve la memoria. Es su utilidad. Y cuando la nota de nada sirve, es porque el cuento ha pasado a la más pavoroso eternidad, la del olvido.

El primer párrafo de la columna reune los comentarios finales que hice al libro de cuentos de Leonardo Padura: Aquello estaba deseando ocurrir.

Recomendable, diez veces recomendable. Uno de los cuentos se me hizo inolvidable. Los límites del amor. Ernesto es enviado como soldado a la campaña en Angola, donde conoce a Magaly con la que termina seriamente enredado. En Cuba, él tiene mujer, Tania, que lo espera. El ombligo del cuento está en el penúltimo lunes antes de que el vuele a España de regreso a Cuba. El conflicto absolutamente previsible, el desgarramiento sentimental de un hombre entre dos mujeres, no le quita picante al cuento. El truco está en que algo previsible descubra un modo tan particular de contarse, que a pesar de lo previsible parezca original.

¿Es posible que el amor dure el tiempo que dura una campaña en Angola?       

Trilogía sucia de La Habana

Trilogía sucia de La Habana

A Cuba en general y a La Habana en particular se las puede ver, desde fuera, a través del lente de aumento de la propaganda oficial, o de la literatura. La obra de Pedro Juan Gutiérrez es un pequeño fresco literario de la vida difícil de La Habana, en el más aciago periodo que haya vivido el pueblo cubano, los años siniestros del “período especial” en los noventa, durante los que la URSS se disolvió y se perdió el soporte a la economía cubana.

El fresco es la trilogía sucia de Centro Habana: Anclado en tierra de nadie, Nada que hacer y Sabor a mí. Los solos nombres son la clave simbólica que revela el estado de ánimo preciso de un hombre común y corriente frente a una desgracia más grande que si le cayera mierda del cielo. La otra cara de la  moneda, una parte de la semilla envenenada de la contradicción, que fuera anunciada por Marx, desde 1848. De un lado una sociedad democrática, socialista, avanzada, productiva, educada, capaz de resistir con ideología, disciplina y mucho trabajo, el efecto sumatorio del bloqueo norteamericano y la quiebra soviética. Y de otro lado, una sociedad del “sálvese quien pueda”, de balseros suicidas,  de enfermos de hambre, de ciegos por desnutrición, de minorías aplastadas, de putas y chulos, de familias en estado de desastre humanitario, de migraciones del campo a la ciudad, de hacinamiento urbano, de falta de vivienda y de servicios básicos, la Cuba del rebusque, del mercado negro, del robo al Estado, del tráfico de  marihuana y cocaína.

Ambas Cubas resistieron, es cierto, salieron adelante. La primera, la de “patria o muerte”; la segunda, la que quiere que vengan los yumas para que den trabajo.

Pedro Juan Gutierrez: cubano de 1950, tenía nueve años cuando la revolución se tomó el poder. Vendedor de helados, de periódicos, instructor de kayak, cortero de caña, soldador de obra, locutor, periodista y escritor. Es una de las mejores primeras personas de la literatura cubana, desbordante, fértil y de una sinceridad que duele. En todas sus novelas, cuentos  y poesía, está él, la misma voz, la misma persona, el mismo hombre que no termina de contar esa otra Cuba. Se ha dicho que escribe como Bukowski. Pero no, es mejor, más artístico, más narrador. Tal vez los dos sean igualmente honestos al revelar su vida en cada línea, en cada página, enfebrecidos y con un aura deliciosa de descaro. Sin embargo, creo que es mucho más cercano de Henry Miller. La diferencia es que a Pedro Juan no le interesa hacer propaganda de nada, solo quiere narrar lo que ha vivido. Miller me agotó con su propaganda cósmica, con su idealismo maldito, con su verborrea repetitiva y su metafísica barata, que tenía uno que mamarse para encontrar su vida, lo realmente interesante, porque muestra la forma como un hombre vive la única vida que tiene con las fuerzas y las debilidades que lo hacen posible.

Pedro Juan muestra una Cuba donde la revolución socialista solo llegó para fastidiar con trámites burocráticos y para reprimir.

Con Pedro Juan se pasa de la cultura de los solares en la Habana Centro, a la cultura de azoteas. Donde varias familias se hacinan y comparten un solo baño, en donde en el verano no hay agua, a veces ni electricidad y las edificaciones se caen de viejas, donde apenas llega el aire frio o caliente del Caribe. Donde para deshacerse de la mierda, la tiran a la calle o a un tejado vecino.

Pedro Juan no muestra la vida de las azoteas prevalido de algún discurso, habla por él, no habla cooptado por el modelo de hombre socialista. El solo es propagandista de sí mismo. Escribe como si hiciera cine. Tres secuencias de más o menos veinte escenas cada una. Capítulos cerrados que se encadenan en tres series. El mismo escenario, la vida de las azoteas, los colchones de esparto en el suelo, las ratas, los vendavales, el sexo. Pero también la calle, los lugares de comercio, la playa, los sitios de beba, los encuentros de sexo callejero.

En El nido de la serpiente, su vida de juventud antes de vivir en La Habana, Pedro Juan adelanta su única hipótesis ideológica con la que explica cómo sobrevivieron los cubanos el periodo especial: gracias al ron, al sexo y los tambores. Por esos sus relatos en su mayoría son cachondos, ebrios y alegres.

En la escena Sabor a mí, de la tercera serie, hace su declaración de hecho: “En Centro Habana la gente vive del aire. Nadie tiene dólares y la gente ya se acostumbró a vivir con agua de azúcar, ron y tabaco, y mucho tambor. Es así. Mientras estemos vivos hay que echar pa´ delante como sea. Luchar por la vida porque la muerte está segura”. 

Mal de amores

Mal de amores

“Toda la vida me la he pasado 

 queriendo que me quieras”.

      Ángeles Mastretta es del año 49, un año menor que yo. Una escritora poblana que se alimenta de la historia de su México, como si fueran fajas y frijoles, para devolverla a la manera como solo una novela puede hacerlo.

Tenemos en Mal de amores, una versión literaturizada de la lucha de los que no tienen nada y los que lo tienen casi todo, en México de principios del siglo XX, en todos sus matices, desde la lucha armada hasta el reformismo hipócrita de los liberales. Pero el camino sobre el que anda la novela es el camino del amor contrariado, alejado, riesgoso, ardoroso, revolucionario, difícil, apasionado, a pedazos, siempre subordinado a la causa, a las elecciones, a la lucha armada, al sindicalismo. Un amor que termina haciendo que el lector sienta que los personajes después de viejos encontraron la recompensa que de jóvenes les había sido negada.

Mastretta conoce la historia, la ha olido, se ha impregnado de ella, lo que ayuda a que sus personajes tengan esa carga de humanidad que los hace humanamente eficientes, capaces de agitar al lector, de hacerle suspirar, de hacerle sentir uno que otro vacio, unas ganas súbitas de llorar. Personajes tan reales que parecen de una crónica.

Hay un telón de fondo definitivo: la familia. De toda ella se ocupa el narrador, la biografía del padre, la madre, la tía, tal como lo hace con los amigos, los copartidarios, los clientes cercanos, que solían agruparse en clubes contra la reelección, en el horror del porfiriato. La novela nos instala en la casa de una familia liberal.

Por entre un agitación que se tomó todo un país va agitándose el amor de dos progresistas, Daniel desde las ideas políticas, entre el anarquismo y la ingenuidad, y Emilia, desde la gana de servir a otros como enfermera y boticaria. No tiene sentido ese amor sino en tales circunstancias, ahí y en el ahora que los compromete como actores de una época que no están dispuestos a dejar pasar. Pero tampoco parece tener mayor sentido toda la épica revolucionaria sin el amor.

Ángeles Mastretta nos regala una novela de una semana de lectura, en la que podemos movernos por la casa, la botica, la cocina y la cama de la familia Sauri. En 1997 le concedieron el premio Rómulo Gallegos, a la primera mujer que se lo dan. Llevados de la mano por unos personajes, que también nos ponen en la calle, la asamblea, la huelga, en toda la agitación. Una especie de ying y yang que equilibra contradictoriamente el “destino” consciente de los personajes, la vocación de llegar a alguna parte, pero llegar con el amor.

Nadie padece en vano el mal de de amores. 

El amante japonés

El amante japonés

Hacía años no leía a Isabel Allende, tal vez desde la Casa de los espíritus, porque no había tenido tiempo de volver a ella. Fueron sus cuentos mágicos y una novela policiaca –El juego de Ripper– los que me llevaron otra vez a acercarme. Volví con El amante japonés, por lo que muchos lectores vuelven a un autor, porque otro lector los incita.

¿Y qué encuentro después de tanto tiempo? Una novela que versa sobre la vejez y la familia, de una arquitectura de precisión. Con personajes tallados a mano, relatos repletos de humanidad, de luz humana, tanto en el detalle como en el fondo. Una novela que tiene su escenario en San Francisco, en un hogar geriátrico de “viejitos comunistas y marihuaneros”. Un lugar en donde los viejitos alternativos de los sesenta ingresan para ser atendidos en cuatro niveles.

Una historia grande que viene del Japón, otra historia grande que viene de Moldavia. Un viaje a México. Un campo de concentración para japoneses en Utah. Un viaje a París. Una mujer que viene de Varsovia. Sus padres la enviaron a USA, y a él a Inglaterra, ellos fueron recluidos en el gueto.

Una nítida historia de amor entre la dueña de la casa, Alma Belasco, la cabeza de la dinastía en segunda generación, una polaca que pinta sobre seda, y el hijo de un jardinero japonés, norteamericano, Ichimei, que se cría con ella en la casa del viejo Isaac Belasco.   

Un amor completamente desigualado, entre distintos, con asquerosas barreras de clase, pero que aun así se conserva durante cincuenta años, espaciado en largos intervalos, silencios espesos, pero atravesado por las notas de él, cartas breves y sencillas. Ichimei el del espíritu sereno, un apacible hombrecito oriental que cultiva flores, y a la vez, el amante salvaje en la cama. Las cartas van dando la noticia del clima en que esa relación no declarada, adulterina en sentido legal, consentido por su marido, que es homosexual, va variando a lo largo de los años.

Hay dos momentos en la novela. Alma y el amante de su marido, lo asisten mientras muere como consecuencia del sida, a mediados de los años ochenta. Y la llegada del amante japonés, por última vez al cuarto del hospital donde ella está siendo atendida tras un accidente de auto que la tiene  a punto de morir. La chica moldava, que la acompaña, se retira de la habitación para respetar la intimidad de la agonizante y su amante japonés eterno. Cuando regresa a la habitación encuentra que él se ha ido y ella con él.

Después del funeral de Alma, su nieto le revela a la moldava que el jardinero había muerto tres años antes, de un infarto.

Es una novela devoradora con una nítida vocación de relato. Hace parte de esa épica de novelas familiares de la literatura norteamericana, a la que Isabel Allende le debe tanto. Sencillez, economía y sentido, guían su prosa, que se ha ido purificando con los años. Ya no podría pensar, como cuando la leí por primera vez, que es una novelista chilena. En los dos libros últimos que he leído, entre los casi veinte publicados,  hay suficientes pruebas como para no tener que considerarla una autora chilena. Ella está en esa galería transnacional de la novela en la que también están: Rosa Montero, Ángeles Mastreta, Laura Restrepo, Marcela Serrano, y Nélida Piñón.    

Tres sesiones en la hamaca bajo el mango fueron suficientes para que me hiciera un adicto durante tres tardes a los personajes, que se me mostraron, que me tocaron, me transmitieron su aliento. Hasta el gato Neko, que después de 18 años de vida en común con Alma muere, y ella se niega a reemplazarlo por otro, con el argumento de que no puede adoptar un gato que la va a sobrevivir. ¿Qué sería de él?

De una elegante firmeza en la forma de plantar los personajes, de una ternura insondable en la forma de desenlazar las situaciones.

Hay que leerla.