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Alberto Rodríguez

Trilogía sucia de La Habana

Trilogía sucia de La Habana

A Cuba en general y a La Habana en particular se las puede ver, desde fuera, a través del lente de aumento de la propaganda oficial, o de la literatura. La obra de Pedro Juan Gutiérrez es un pequeño fresco literario de la vida difícil de La Habana, en el más aciago periodo que haya vivido el pueblo cubano, los años siniestros del “período especial” en los noventa, durante los que la URSS se disolvió y se perdió el soporte a la economía cubana.

El fresco es la trilogía sucia de Centro Habana: Anclado en tierra de nadie, Nada que hacer y Sabor a mí. Los solos nombres son la clave simbólica que revela el estado de ánimo preciso de un hombre común y corriente frente a una desgracia más grande que si le cayera mierda del cielo. La otra cara de la  moneda, una parte de la semilla envenenada de la contradicción, que fuera anunciada por Marx, desde 1848. De un lado una sociedad democrática, socialista, avanzada, productiva, educada, capaz de resistir con ideología, disciplina y mucho trabajo, el efecto sumatorio del bloqueo norteamericano y la quiebra soviética. Y de otro lado, una sociedad del “sálvese quien pueda”, de balseros suicidas,  de enfermos de hambre, de ciegos por desnutrición, de minorías aplastadas, de putas y chulos, de familias en estado de desastre humanitario, de migraciones del campo a la ciudad, de hacinamiento urbano, de falta de vivienda y de servicios básicos, la Cuba del rebusque, del mercado negro, del robo al Estado, del tráfico de  marihuana y cocaína.

Ambas Cubas resistieron, es cierto, salieron adelante. La primera, la de “patria o muerte”; la segunda, la que quiere que vengan los yumas para que den trabajo.

Pedro Juan Gutierrez: cubano de 1950, tenía nueve años cuando la revolución se tomó el poder. Vendedor de helados, de periódicos, instructor de kayak, cortero de caña, soldador de obra, locutor, periodista y escritor. Es una de las mejores primeras personas de la literatura cubana, desbordante, fértil y de una sinceridad que duele. En todas sus novelas, cuentos  y poesía, está él, la misma voz, la misma persona, el mismo hombre que no termina de contar esa otra Cuba. Se ha dicho que escribe como Bukowski. Pero no, es mejor, más artístico, más narrador. Tal vez los dos sean igualmente honestos al revelar su vida en cada línea, en cada página, enfebrecidos y con un aura deliciosa de descaro. Sin embargo, creo que es mucho más cercano de Henry Miller. La diferencia es que a Pedro Juan no le interesa hacer propaganda de nada, solo quiere narrar lo que ha vivido. Miller me agotó con su propaganda cósmica, con su idealismo maldito, con su verborrea repetitiva y su metafísica barata, que tenía uno que mamarse para encontrar su vida, lo realmente interesante, porque muestra la forma como un hombre vive la única vida que tiene con las fuerzas y las debilidades que lo hacen posible.

Pedro Juan muestra una Cuba donde la revolución socialista solo llegó para fastidiar con trámites burocráticos y para reprimir.

Con Pedro Juan se pasa de la cultura de los solares en la Habana Centro, a la cultura de azoteas. Donde varias familias se hacinan y comparten un solo baño, en donde en el verano no hay agua, a veces ni electricidad y las edificaciones se caen de viejas, donde apenas llega el aire frio o caliente del Caribe. Donde para deshacerse de la mierda, la tiran a la calle o a un tejado vecino.

Pedro Juan no muestra la vida de las azoteas prevalido de algún discurso, habla por él, no habla cooptado por el modelo de hombre socialista. El solo es propagandista de sí mismo. Escribe como si hiciera cine. Tres secuencias de más o menos veinte escenas cada una. Capítulos cerrados que se encadenan en tres series. El mismo escenario, la vida de las azoteas, los colchones de esparto en el suelo, las ratas, los vendavales, el sexo. Pero también la calle, los lugares de comercio, la playa, los sitios de beba, los encuentros de sexo callejero.

En El nido de la serpiente, su vida de juventud antes de vivir en La Habana, Pedro Juan adelanta su única hipótesis ideológica con la que explica cómo sobrevivieron los cubanos el periodo especial: gracias al ron, al sexo y los tambores. Por esos sus relatos en su mayoría son cachondos, ebrios y alegres.

En la escena Sabor a mí, de la tercera serie, hace su declaración de hecho: “En Centro Habana la gente vive del aire. Nadie tiene dólares y la gente ya se acostumbró a vivir con agua de azúcar, ron y tabaco, y mucho tambor. Es así. Mientras estemos vivos hay que echar pa´ delante como sea. Luchar por la vida porque la muerte está segura”. 

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