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Alberto Rodríguez

Todos se van

Todos se van

Wendy Guerra ha dejado en su novela unas memorias de la vida en la Cuba de los años setenta, durante el “periodo especial”, que Sergio Cabrera tomó para hacer una película limpia, dura, sumamente agresiva, de amores desencontrados, llena de detalles luminosos, muchos de los amores que fueron víctimas de la “revolución”. 

Narra, a través de un diario, una niña preciosa, una actriz soberbia, un personaje entrañable, sus impresiones, sobre tres momentos de su infancia: la vida con su padre, un escritor alcohólico, agresivo, brutal, que hace de la niña una víctima; la vida con su madre, una artista casada en segundas nupcias con un ingeniero sueco, en la casa en la playa, en la que recibe instrucción escolar, juega y escribe su diario; y en el orfelinato, a donde es conducida, por una justicia injusta, manipulada, execrable, un remedo judicial del tamaño de la revolución.

La sensación que deja el libro y la película, al menos a mí, es la de una consternación reiterada sobre los modelos de sociedad, en las que una ideología que se hace oficial, interviene y modifica la vida de los ciudadanos, para hacer de ellos unos seres desgraciados. Qué fastidio que se siente por la justicia cubana, por sus juzgados, por sus funcionarios, por sus maestros de escuela, más allá de las restricciones que se vivieron durante la época.

En una escena crucial, la maestra de escuela, a donde van los vigías de la revolución, disfrazados de boy scouts socilaistas, se entrevista con el padre de Nieve. Le dice que ha leído en clase un escrito sobre la libertad y la autoridad. Un texto que revela la inversión de funciones sociales de la sociedad cubana, que atenta contra el orden y la autoridad a nombre de una libertad, que no conviene a la revolución. La misma que nos vendió el programa de una sociedad mejor. La maestra le pregunta al padre, muy preocupada,  de dónde cree él que la niña ha copiado el texto leído en clase, él responde que no sabe, entonces ella le confiesa su preocupación acerca de que Nieve, que tiene siete años, esté malinterpretando los principios ideológicos de la revolución.

Es una obra llena de detalles que muestra la cotidianidad, el trabajo, la familia y la escritura. Y no es una obra – novela y film – anticubanas, es una obra que se levanta contra el engendro de sociedad cerrada y asfixiante, que ha hecho que quienes en algún momento la aplaudieron, hoy la aborrezcan. Una novela contra el poder, contra la burocracia, contra la ideología de estado.

Deja un sabor amargo, un sabor trágico, el de una sociedad trágica, en la que la familia, una familia en particular, es víctima de los jefes, de los férreos guardianes de una revolución que no alcanzó a hacer un mejor mundo, pero que puso todo su mejor empeño en hacer que la infelicidad fuera una forma de vivir.

Parecería ser que la novela es biográfica. Y si lo es, la fuerza de los hechos vividos, el dolor del socialismo padecido por una niña de siete años, el peso del estado y de la ley en contra de la familia, son revelaciones profundas, taciturnas y sombrías, que harían pensar que el mejor enemigo del amor es el "socialismo". 

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