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Alberto Rodríguez

La vida está en otra parte

La vida está en otra parte

La novela de Milan Kundera fue publicada en francés a mediados de 1973. En su traducción al español vinimos a conocerla en 1979, con un prólogo de Carlos Fuentes. Comienza fascinante, con el viaje en tren, entre Paris y Praga, de él, Cortázar y García Márquez. Hablan de novela policiaca y beben “cantidades heroicas” de cerveza. Ahí hay una novela. Ocurre en noviembre de 1968. Artemio Cruz, Horacio Oliveira y Aureliano Buendía, en un vagón de primera, con escala en Munich.

El Fuentes clarividente y lúcido que debería habernos contado la conversación, prefirió suplantar el relato con una suerte de aparato ideológico con el que busca demostrar que “la historia sí tiene un sentido”. El barroco, pretensioso, pesado y elucubrante Fuentes.

La clave de la novela está en la siguiente cita de un diario de Jaromil, poeta huérfano de padre, que vive con su madre y su abuela en dos habitaciones y usa calzoncillos socialistas: “El poeta es un joven a quien su madre lleva a exhibirse frente a un mundo en el cual es incapaz de entrar.” En esa frase, de un cuaderno de Jaromil se revela el problema principal: entrar a un mundo. Me refiero el tránsito al mundo adulto, entrar al mundo poético, perder la virginidad, entrar al mundo de  la imagen y de la letra, entrar al mundo de orfandad, entrar a la “nueva Checoeslovaquia”. Aquella donde los policías invitan a los poetas a dar recitales en las inspecciones.

El efecto devastador de la manera como el narrador da cuenta biográfica de Jaromil, en todos sus intentos por entrar a algún mundo, fue en mí, el odio instantáneo por el poeta. Detesté visceralmente la figurita siniestra del poeta prevalido del reconocimiento que otros como él, la policía y su madre, hicieron de su poesía, para terminar siendo, a pesar de la poesía, un delator inocente, desleal, traicionero de amor. Por una causa, desde luego, serle fiel a la patria de los políticos. Detesté al personaje con toda mi puta iracundia. Detesté a todos los jaromiles, que bajo el indulto poético de lo que escriben pueden ser desalmadas basuras.

Jaromil delató a su cuñado, porque acató la obligación ciudadana de dar cuenta a las autoridades. Según la pelirroja pretende escapar de la patria socialista. Es cierto, ella le pone a Jaromil los cuernos con el cuarentón – porque encuentra en él todo lo que no encuentra en Jaromil -, pero él no lo sabe. De haberlo sabido habría sido una venganza, lo cual le habría cambiado el carácter a la novela.  Así que va donde su amigo el policía y le cuenta. Y desde luego, el hermano de la peliroja, que es apenas su tapadera de la relación con el cuarentón, termina detenido. Hasta una pequeña rata poética, como Jaromil, acepta los deberes de su amo socialista. “Era un poeta comprometido”. El más execrable de los lugares comunes de la jerga francesa de los años sesenta.

Jaromil no pudo entrar al mundo, a pesar de su madre, o quizás por ella. Al único que se acercó fue al del sueño, Jaromil/Javier. En el que encierra al marido en una cómoda y huye con la mujer. Uno de sus más afortunado. Pero ni siquiera en sus sueños Jaromil me resulta aceptable. Y esa repulsión que me provoca, mide en mi escala la virtud de la novela. Lenta, sosegada, constructiva, bien nutrida, capaz del arte del detalle y de el tono biográfico justo, completamente creíble.

Al llegar a la estación de Praga, Milan Kundera estaba esperando a Horacio Oliveira, Aureliano Buendía y Artemio Cruz, que venían borrachos.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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