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Alberto Rodríguez

Brooklyn follies

Brooklyn follies

Paul Austur muestra en su novela publicada en el 2002 y en la voz de un ex vendedor de seguros jubilado de sesenta años con cáncer de pulmón, que ha ido a morir a Brooklyn después de cincuenta y seis años de ausencia, tres características que lo hacen grande entre los novelistas.

Muestra cómo se construye un personaje. La capacidad para dotar una invención con los rasgos de la vida, en un orden, una sucesión y una temporalidad, que la convierten en una novela, un dispositivo para cazar lectores. La capacidad casi matemática de zurcir un personaje en su justa proporción de humanidad, mediante un balanceo perfecto entre lo que dice y  hace. Glass no se excede ni se queda corto, tiene lo que debe tener, en proporciones que le dan densidad, que hace que al leer la novela, esta parezca una especie de diario, o una crónica. Nathan Glass en sus ratos libres, para sentirse importante, escribe un libro al que ha clavado el ampuloso título de: El libro del desvarío humano. Auster descubre la forma precisa de cómo debe hablar Glass, y desde luego cómo debe escribir, puesto que es una novela de escritura, para hacer que se revele en el detalles - del que vive la novela -, en los contrastes. Todo en la perspectiva del motivo de la trama general: la reconstrucción de la familia. Un motivo agazapado en Buda Blues.

Auster tiene la sabiduría para hacer que cada uno de sus personajes entre a la escena en el momento justo, ni antes ni después. Esa especie de arte de sincronía teatral que ajusta los tiempos, y los ritmos con las apariciones y desapariciones. Si un personaje entra antes, retarda la acción, empaña la intriga, y precipita los términos del conflicto. Y si entra después, la novela se inunda de ruido narrativo, que también retarda la acción. Los personajes de Auster son completamente justos, en cuanto al momento en que entran en escena, siempre para agilizar el conflicto, para hacer fluir la historia, para introducir una nueva tensión. Brooklyn follies es una supervitrina donde andan sueltos los personajes del siglo XX en USA. Cada uno a su manera es un parte integrada del fresco norteamericano.

A Auster la novela le sale con la fluidez conque un chofer cobra la carrera. Glass también cuenta su historia con la fluidez de un vendedor de seguros, el que fue. Brooklyn está hecha para que el lector se obligue con un pacto ficcional, como si se tratara de una letra de cambio. Que nos remite a la vida, no es como tal nada nuevo, toda la literatura lo hace, mal o bien, no tiene otro camino. Pero que en la remisión - donde está el secreto del efecto estético - no se perciban las costuras entre una y otra, hace de la novela una buena segunda edición de la vida.

Tirado en la camilla de una clínica a donde ha ido a parar con los síntomas de un infarto, que resultó ser una inflamación del esófago, dice Glass al lector: “Mi idea era la siguiente: crear una empresa que publicara libros sobre los olvidados, rescatara historias, hechos y documentos antes de que desaparecieran para luego darles forma y construir una narración continua, un relato de vida”.

Al día siguiente, cuando le dan de alta y tras haber asistido a la muerte de un par de vecinos de camilla, durante la noche, Glass termina su relato así: “Eran las ocho de la mañana cuando puse el pie en la calle, las ocho de la mañana del once de septiembre de 2001”.

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