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Alberto Rodríguez

Si lo sueños me llevaran hacia ella

Si lo sueños me llevaran hacia ella

 

Hugo Chaparro Valderrama – el Doctor Frankenstein – terminó de escribir la novela en febrero de 1998. 135 páginas publicadas por Alfaguara un año después. Digamos para comenzar que es de esas novelas que se pueden leer en el supermercado, en la cola del banco, en el consultorio del dentista o en el metro. Es de esas novelas que en las primeras treinta páginas no descubren el juego, lo fatal es que no hay juego, se va en ambiguas insinuaciones, en tránsitos lánguidos, en tristes ensoñaciones románticas de Chapinero.

 

Chaparro no aprendió de Woody Allen. Las más lánguidas fantasías de autor, sobreviven si se colocan sobre un escenario tensionado. Los elementos estaban: mansión victoriana en Ontario, rumana lánguida y evanescente, un japonés que no habla, y un narrador bobo, cuyo discurso en primera persona, a lo largo de toda la novela, escamotea el drama. Es una promesa de affaire con vampiresa rumana, contada por un bobo, y lo peor, sentimental.  

 

El autor quería la delicada gracia de la tibia ambigüedad, el estremecimiento irreal de lo manifiesto, un juego liminal de enamoramiento amanerado, en el que participaran tres personajes. El japonés que ha ido a ver películas y no habla. Louis la vampiresa rumana. Y el bobo que ha ido a ver películas y no hace sino hablar, solo por supuesto. Los diálogos son tan frágiles de sentido, como unos espárragos sobre la bandeja.

 

La novela está contaminada de erudideces, de autores y directores, mete el cuento de John Cheever, también conocido como el “Chejov de los suburbios”. Murió en 1982 y dejó las Historias de John Cheever, las cartas y los diarios.

 

Franky quería hacer la novela que le hubiera gustado leer. Ahora ya sabemos con que se satisface.  Está en todo su derecho, también para eso se escribe. Se vale de una primera persona lánguida, tibia, boba, anodina, sin gracia, sin crueldad, un espantajo narrativo que habla como una francesa madura de la clase media. Pero avasalladora en su trivial reflexión. Uno no sabe cómo hace Chaparro para convivir con semejantes personajes.

 

La promesa de drama llega a su más alta cima con un desdoblamiento de Louis, que evoca el expediente de la ubicuidad, la simultaneidad paranormal de las criaturas. Y se resuelve de manera predecible, tranquila, sin energía, en que el japonés se queda a vivir con Louis en la pensión.

 

De lo que podemos estar seguros después de haber leído la novela del poeta Chaparro, es que su novela no estará en el cine, para bien del cine.  

 

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