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Alberto Rodríguez

Pecado

Pecado

Una no muy extraña analogía entre el Jardín de las delicias, y el pecado, da origen al último libro de Laura Restrepo. Un libro de relatos (novelas breves y cuentos larguísimos) que se tienden en un hilo en diagonal sobre el tríptico en madera del Bosco, pintado muy a comienzos del siglo XVI, donde Laura cuelga siete pecados.

Abre y cierra con una sola invocación:¡Pecata mundi!

Los pecados de los que trata son: los celos, el incesto, la desobediencia, la infidelidad, el sicariato, la soberbia y el asesinato por desmembración.

En el paraíso las alimañas salen del agua, la serpiente permanece enroscada al manzano. Por lo demás todo es paz, paisaje, bondad. Adán y Eva están a lado y lado de Dios, en una versión más crística que cósmica.

En el jardín de las delicias, las delicias son las de la carne desaforada y feliz, un catalogo arracimado de cuerpos en todas las posiciones habidas y por haber. Seres blancos, “asexuados”, ángeles pecadores que iluminan la escena con la luz orgiástica de su mundanal paso por la tierra. El Jardín es un parque erótico de diversiones. En una de las mil escenas, uno de ellos le mete a otro por el culo un ramo de flores.

Y en el infierno, en la tercera sección, el Bosco inventa el surrealismo. En medio de una oscuridad vaporosa y densa, iluminada por saltos de luz de los incendios. 

Formaciones inhóspitas, imposibles, salidas de una fantasía del cinquecento que funda el principio de juntar lo injuntable, desobedecer los órdenes. Guerra, saqueo, asesinato, antropofagia, defecación, asaltos y música.

Felipe segundo tuvo el cuadro en su recámara y todos los días de la vida lo miró. Un cuadro y un libro construidos por escenas. Los pecados en uno y en otro son palpables, no caen en el patetismo. Recrean los comunes pecados que a todos nos aquejan, los pecados del mundo, el dolor y el mal que carga la especie, esa dosis ontogenética de mal, que ha echado por la borda la mayoría de los ideales del bien. El mal que se tragó a la iglesia católica y la convirtió en una vendedora eterna de indulgencias. Una iglesia tan empeñada en el bien, no podía ser más que un monstruo engendrado por los sueños de la razón.

Cada pecado viene en una historia, una buena historia, bien contada. Tensas, atractivas, fulgurantes. Solo hay una de ellas sobre la que cabría desconfiar, arremete contra el gusto. Primero porque es un relato que no se toma en serio a sí mismo, el truco de incisos de pasado y futuro, es solo un truco que trivializa. Comienza con un epígrafe de Agustín: la soberbia es el deseo de alcanzar una altura perversa.  Y exactamente es lo que Laura consigue con su Siríaco. Es un sueño arcaico, lleno de Olibrios y Nemérodes, parodias de crucifixión, pero también de Mamantonias, atiborrado como el Jardín, caprichoso y avieso, capaz de conseguir una altura perversa. Es soberbia y por eso fracasa.    

 

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