Un monstruo al que le encantaba leer
En una columna jocosa, como las que con naturalidad le fluyen a Londoño, que tituló “La maldición de leer”, él, un lector que hojea 947 libros al año, especula sobre el carácter mentiroso de las campañas de promoción y fomento de lectura. Revelación sorprendente, tanto como si se trata de una súbita especulación de columnista sin tema, o de la forma graciosa que adopta la hartera de leer.
Londoño dice que en las campañas de lectura dirigidas a los niños –presumo que se refiere a todas– se les presenta la lectura como si fuera genial, fácil, divertida, deliciosa, más rica que un helado. Digamos que el dulce de la presentación es un resabio libertario y optimista de las campañas. Y si bien es una trampa acaramelada, reconozcamos que es de buena fe y por una buena causa. Mejor que una causa a lo Fahrenheit 451, para acabar bibliotecas, librerías y periódicos, en una cruzada que intenta exorcizar la maldición.
El problema, más que la presentación, es que los niños, como Londoño, saben que es una mentira. La propaganda de colibríes y arco iris entre un mar de algodón de dulce, no sirve es cierto, pero algo habrá que darles a los publicistas.
Así que propongo dar un viraje a la forma como se les presente a los niños la invitación a leer. Vamos a decirles, la lectura es una cosa difícil, fácil la tele. No es genial, genial es dirigir una guerra desde la consola. ¿Divertido? Un chico decía en un taller, he leído cinco libros, y no encuentro lo divertido. Y como refuerzo al nuevo programa una consigna: leer es un trabajo. Y aun sin que me gusten los helados, no diría que leer es rico. Y luego les leería en voz alta los subtítulos de una película de terror sin voz.
¿Si los letrados se quejan de la maldición lectora, si se quejan de que ya nada roza su gusto, que han caído en la soledad de los autores, que dirán los iletrados? Si alguna modernidad nos cabe es la de reconocer que leer es un derecho, aunque siga siendo el lenguaje más arduo y exigente. Cuando no era un derecho, ahorcaban a los negros en Alabama si los encontraban leyendo; o los nazis quemaban a los libros y a los libreros en la plaza pública, como el 10 de mayo de 1933; o los maoístas prohibían toda la literatura occidental. Auténticas cruzadas contra la maldición.
El problema con las columnas amenas es que siempre se escriben para la platea. Un poco de pan y circo no se le niega a los lectores. No sería mala idea que en próxima columna Londoño especulara sobre el hecho de que si leer ha caído en el desprestigio de las maldiciones, como las de las gitanas, las brujas, o los presbíteros, qué decir de la escritura. Esa otra insondable maldición que nos obliga a leer.
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