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Alberto Rodríguez

literatura

El perfil visto por Julio Villanueva Chang

El perfil visto por Julio Villanueva Chang

Desde el antetítulo, el título y la pregunta, hay que perfilar. Perfilar es elegir el detalle y la contradicción, lo particular contradictorio, que da energía a la revelación.

Entrecomillar es una forma de escuchar. Hay que cerciorarse que las comillas den voz y no que maten la expresión, o la falseen. La voz es la que hace creíble al perfil. Creo que hay que des mistificar la narración, me refiero al dispositivo de escritura, la técnica, más que eso lo que importa son las ideas, el pensamiento.

Es urgente superar el anecdotismo, el contar por contar; el objetivo es transformar la información en pensamiento elaborado, hacer del perfil una construcción cognitiva. Una persona es un pretexto para tener una idea.

¿Cómo hacer para que lo que me importe a mi le importe a otros? Me parece que la clave está en el ejemplo, a sabiendas de que no todo el material es ejemplar, aunque quizás la mayoría. La ejemplaridad es criterio para perfilar.

El dato es crucial. Sin dato confiable, preciso, comprobado, comparado, el trabajo no funciona. La reportería es una forma de mirar, de entrar, de tocar, de preguntar, que te lleva a lo no revelado, a lo desconocido. Es necesario saber la cantidad de datos a usar y definir el orden eficiente, a jerarquizar de tal forma que el orden contribuya al perfil de ideas. Hay que diferenciar lo llamativo de lo significativo. La mayor parte de las veces lo llamativo no es significativo. Cualquier cosa que se narre debe conducir a mostrar, a compartir un sentido. Cada cosa que se elija debe ser reveladora de algo. Hay que ir por la singularidad. Cuando se trabaja en un perfil todo es un síntoma. Es usual que al principio nos movamos perdidos.

La pregunta definitiva: ¿cómo convertir el argumento (particular) del relato en la idea (universal)? Es el reto del perfilador.

 El perfil clásico por excelencia es el obituario, que además de la información ordinaria, incluye un detalle excitante. El mayor poder de un perfilador consiste en saber seleccionar el detalle. Y tratándose de relatos, el detalle es luminoso para la revelación de la escena y de la idea.  

 El trabajo de perfilar es un trabajo de comprensión, antes que todo. Y que va desde el rumor hasta la idea expuesta. No hay que desechar el rumor, tiene un grado de significancia, no sustituye al dato, a pesar de ser un “dato”. El rumor tiene su propia narrativa.

Más que periodismo y más que literatura, lo que el perfil busca es entender al mundo y a la gente. Perfilar es saber mirar trivialidades. Es condensar un carácter. Es descifrar la escena. Es descubrir lo visible en lo invisible.

Perfilar es desafiar el amor propio.

La crónica vista por Alberto Salcedo

La crónica vista por Alberto Salcedo

 Hay una horrible moda en las escuelas de comunicación social y periodismo, mandar a hacer crónicas de cualquier cosa. Crónicas de fruslerías. ¿Qué importa lo que solo me importa a mí? La crónica es un relato escrito que se le devuelve a alguien, que importa a alguien más que al autor.

 La crónica no es el premio de consolación de quienes no han podido escribir o terminar “la novela”. No es un lugar para que la  buena escritura sirva para ocultar la falta de investigación. En la crónica se encuentra el reportero y el prosista; ahora, podría no ser prosista, lo que no podría dejar de ser, es investigador.

 La crónica informa, narra e interpreta. Es su función, es su forma de poner luz en lo oscuro, como dice Kapuscinski. A la crónica no le corresponda hacer que los ratones salgan de la casa invadida, le corresponde poner la luz en la casa.

 El problema del lenguaje es definitivo. Periodísticamente las cosas se dicen de una manera, la prosa y la poesía, las dirían de otra manera. La narración como un encadenamiento de hechos suele demandar una acción prosaica del lenguaje, denotativa. Contar historias, decía Stevenson, es contar gente en acción. ¿Cómo darle un aire poético a la crónica?  Los ingenuos creen que se consigue a punta de metáforas. Decir una cosa, de otra forma, producir un desplazamiento verbal cuyo efecto es melódico, musical. Digo problema porque las metáforas siempre son de doble filo, si no dan vida, la destruyen. Les pasa lo mismo que a los adjetivos.

 La clave de una buena crónica: encanto y sinceridad.

 Al comienzo de la crónica es obligado hacer tres preguntas:

¿Qué se necesita decir?

¿Qué debo decir?

¿Qué puedo decir o no decir?

 Escribir es sentarse a descubrir algo. Es el truco, algo que solo se devela en la escritura. Hasta que no termine, no voy a saberlo. De no ser así, la escritura podría ser capciosa o fatalmente aburrida. Su virtud, como la del cuento, es perturbar, aun sin proponérselo. El recurso principal, conseguir que haya química entre el texto y el lector.

 Si  bien la pregunta sobre el tema es un tanto fútil, quisiera decir que el tema es aquello en lo que no podemos dejar de pensar. En cuanto al método, digamos que es útil tener uno, siempre y cuando, se esté dispuesto a dinamitarlo. No apegarse a él como si fuera un dogma.

 Hay tres condiciones para la crónica: que contenga actualidad, que contenga un conflicto y que sea fruto de la curiosidad. Sin curiosidad el cronista jamás va a encontrar el auténtico material.

 En cuanto a las fases, se comienza definiendo una historia y con ella la pregunta de la crónica, el mapa de la curiosidad que incita el movimiento del reportero. La inmersión, acercarse hasta hacerse invisible, mirar lo que nadie ha visto. La escritura, el descubrimiento destilado de lo que contiene el material recogido en la inmersión. Economía y ritmo.

 En cuanto a las fuentes, tener las más posibles, compararlas, no creerles del todo, estar siempre dispuesto a dudar (parte del método). En el caso de una sola fuente, el problema de fondo no es que sea única, es la forma de manejarla. ¿Cómo no ser la víctima periodística de la única fuente?

La Olympia de Julián Marías

La Olympia de Julián Marías

  Hace muchos años leí a Julián Marías, el hijo de Don Javier, en una extraña y caprichosa novela sobre el tiempo. Pensada, bien escrita, profunda, pero desoladoramente aburrida. Me sentí frente a un buen ensayista que pretexta con una novela.

 Marías, de 67 años, no escribe en un ordenador, utiliza una Olympia Carrera de Luxe, de la que ya no se consiguen repuestos. Toda su obra ha salido de la máquina de escribir. Tiene un asistente que recibe todas las hojas mecanografiadas, las  escanea y las envía como adjuntos en PDF. Recibir sus comunicaciones es como recibir noticias de un escritor de otro tiempo, su marca tipográfica, es como la de Ezra Pound, o la de Dashell Hamet.

Después de haber presentado su novela más reciente, Berta Isla (cuya edición inglesa será lanzada esta semana en Estados Unidos), dijo refiriéndose al hecho de que cada vez es más difícil reparar su máquina, como si le estuviera llegando el fin de su historia, lo que no dejaría a Marías otra opción que parar de escribir por completo.

En los últimos años su nombre se ha deslizado varias veces a los comités de la Academia, que concede el Premio Nobel.

Sumisión

Sumisión

 El orden natural del proyecto islámico que revela la novela de Michel Houllebecq, Sumisión, es: la mujer se somete al hombre y el hombre a dios. La arquitectura moral de la distopía islámica, que le respira a occidente en la nuca.

En mayo de 2016 llegó a la alcaldía de Londres, Sadiq Khan.  Tan pacífico, inteligente, informado y con capacidad de decisión, como Ben Abas, y a ambos los visten a la medida, los sastres ingleses y franceses, que votaron por ellos.

El compás de la novela está en el tránsito pacífico, electoral, a una sociedad que quiere volver al pasado porque el presente no les gusta, tal como quieren Trump, Bolsonaro, y los brexits. Y naturalmente, y con particular celo, todos los nostálgicos de califato. ¿A quién realmente le gusta el presente? Es una distopía regresiva que por gravedad se desliza a lo que ya vivimos, al “pasado perfecto” en el que no haríamos más que recoger los pasos de lo que ya vivido, el eterno retorno, el tiempo de los perros, el eterno suplicio de Prometeo. Solo imaginen una sola de las compotas envenenadas que nos sirve la novela: la islamización educativa. Quédense ustedes con la economía, le dijeron los islamistas a los socialistas, al ganar las elecciones, nosotros solo queremos la educación.

Imagino, de tanto manosear la novela, una distopía: un talibán en la rectoría de Harvard.

Es una novela que tiene dos detractores naturales, las mujeres y los judíos. ¿A qué mujer le gusta el principio moral de orden que da curso a la historia? ¿A qué judío europeo le convendría que el partido islámico tomara el poder en su país? En la novela, los judíos antes de que se sepa el resultado de las elecciones, cierran sus cuentas en Francia y se marchan a Israel.

 A quienes no somos mujeres ni judíos, se nos ahorra un disgusto explicable, que bien nos va para sentirnos atraídos sin más por la relación entre el héroe literario del protagonista y el protagonista, por el “amor en los tiempos del cólera”, el  del extranjero, por el menú exquisito de juegos de poder político, que harán que los partidos islámicos en Europa lleguen al poder en los próximos diez años, como llegaron los nazis y los fascistas en los veintes y treintas del siglo pasado. Creo, que Sumisión, más que una distopía, es una profecía política realista bien narrada.

Sumisión no se lee sin escrúpulos, algo obvio, perdonarán, como ninguna novela. La lectura de novelas gira alrededor de la negociación moral de escrúpulos respetados o irrespetados, tanto por el autor como por el lector, que favorecen el acuerdo, la complicidad o la distancia, durante la travesía casi siempre accidentada de leer. Por más escrúpulos anti islámicos que pudiera tener un lector, Sumisión no glorifica el islam, no es una obra de propaganda, no es ni siquiera una parodia, es el tránsito de Francois, por la nueva Comedia francesa, el personaje narrador, sin partido, sin religión, sin familia, sin bienes.  Un estudioso que ha hecho que se le reconozca como la mayor autoridad en la obra de Huysmans. Huysmans el converso, el que de la oscuridad del esoterismo másonico y la demonología de la era industrial, regresó a la luz de la fe católica, hasta convertirse con León Bloy, en los novelistas católicos de Francia. Ningún adjetivo le cae bien al sustantivo, escritor.

La novela contiene una delicia que consiste en haber hecho de Francois, la versión actualizada de Mersault, el extranjero, el extraño, de Camus. Bastará recordar el pasaje en que su madre muere en un ancianato, solo que en la versión actual, ya no es necesario que el hijo asista a las honras. Tampoco será necesario que mate un árabe en la playa. Basta que nada para él tenga valor. Francois ha llevado la desvalorización de todo en su mundo a un pico, en un progresivo y aburrido desapego a cualquier cosa, como un auténtico extraño. A lo único, que tal vez le conceda algún valor, es a Huysmans.

 De llegar Francois a convertirse al islam, como sabe que tendrá que hacerlo si quiere regresar a la Sorbona, respondiendo a los coqueteos intelectuales del rector, que pronto será ministro de educación, será por la generosa promesa de poligamia que el rector le explicó en su manual islámico.

 Una novela directa, suciamente franca, superficial y profunda,  capaz de ir a las tripas y al corazón de un hombre que es muchos hombres, en una Europa sin solución. Europa agotó sus reservas morales. Francois se ocupa de mostrarlo, tanto en líneas como en entrelíneas. Lo que haya de pasar, será por algo que le venga de afuera.

 Una novela fundamental. Profética y cargada de ironía.

Buenos Aires tres: un café con Borges y Bioy

Buenos Aires tres: un café con Borges y Bioy

Fue en La Biela, un restorán europeo en la Recoleta. Con una vista verde que se prolonga hasta lejos en la Plaza Intendente Torcuato Alvear. Solían ir a almorzar allí en los buenos tiempos. Un par de hombres de maneras europeas, de vestir europeo, de conversación sosegada e inteligente.

 Me levanté de la mesa donde estaba, al fondo, sobre la que caía insistente una gota de agua del sistema de refrigeración. Era un día de treinta grados en Buenos Aires. Y me les presenté, aclaré que era colombiano. Me pidieron que me sentara con ellos. Entonces Borges habló sin detenerse durante catorce minutos de María y luego Bioy, habló siete minutos de Carrasquilla. Hablaron de las obras como si las hubieran escrito. Borges hablaba sin referirse a nadie en particular, para todos, como un ente oracular. Bioy discurría de otro modo, muy centrado en él pero  más susceptible de ser interpelado. Borges solo admitía una pregunta.

 La pregunta que Borges respondería como si hubiera sido solo para él, era sobre algo que siempre le interesó, el tiempo. Cabía esperar que la respuesta fuera eterna, aun así, le pregunté por el tiempo ficticio. Dijo que respondería con una historia. Se recordará que Chuang Tzu se debatía en un terrible dilema, no saber si era una mariposa que soñaba ser un hombre, o un hombre que soñaba ser una mariposa. O de manera perentoria, no saber si es un hombre o una mariposa. Aun así Chuang Tzu pudo preguntárselo.

Bioy era un cartesiano porteño, un señor lógico y lento, que parecía tener un tono más cercano a la conversación. Borges no veía al interlocutor, escuchaba sus palabras, que eran el pie de las suyas. Aun así, o por eso mismo, las palabras de Borges no se dirigen a nadie en particular.

 Borges dijo muchas cosas. Recuerdo una: el tiempo es el último diferencial de la condición de hombre y de mariposa. Solo uno de los dos lo percibe y la vida promedio de las mariposas es de un mes. Bastará un mes para que si algo queda sea un hombre. Sea Chuang Tzu.

 Bioy habló del tiempo escénico. Probablemente no hay una dimensión más sensible al relato que la del tiempo en función de la velocidad. La distancia entre los hechos es un asunto de tiempo escénico; la mayor velocidad conque suceden reduce el tiempo de la ocurrencia. El escritor, tanto como el músico, encuentran en el tiempo su material.

 Salí, me detuve en la puerta, observé el parque y mientras me decidía sentí la voz de una mujer que me hablaba en inglés a través de una ventana a ras de suelo, insistió para que me acercara, me agaché para escucharla, dijo que era inglesa y que estaba en su temporada en Buenos Aires. Me preguntó de dónde venía, dónde me alojaba, con quién venía.  Y me dio un dato, la noche de los museos gratis, vaya al Palacio de las Bellas Artes, dijo. En el segundo piso del ala derecha están las acuarelas de Turner.   

Buenos Aires dos: el misterioso hilo profano que se extiende entre el Dante y la logia

Buenos Aires dos: el misterioso hilo profano que se extiende entre el Dante y la logia

 Luis Barolo fue un empresario textil de principios del siglo XX que hizo fortuna en Argentina. Es a él a quien se le ocurre pensar que los restos mortales del Dante, depositados originalmente en Rávena, donde murió, se alberguen en el palacio Barolo que él se ha empeñado en hacer en el centro de Buenos Aires.

Barolo contrata a Mario Palanti, por entonces reconocido arquitecto en Europa y en Italia, para que ejecute el proyecto. Palanti se había alucinado con el diseño de esperpentos colosales, había fantaseado con las arquitecturas del superhombre, con formas utópicas, que retaban la gravedad y el diseño. Por alguna razón no se sentía obligado con lo posible. Así que con su proyecto se fue a donde Mussolini y trató de vendérselo. Pero el Duce ya tenía su proyecto imperial de arquitectura, al fin y al cabo, venía de los romanos.     

Barolo estaba obsesionado con rescatar los restos del Dante y remitirlos clandestinamente a un puerto europeo en el estuario de la Plata, de nombre Buenos Aires. Desde septiembre de 1321, los restos han tenido una historia loca, han pasado de mano en mano durante seis cientos años, hasta hoy. Como telón de fondo está la gran guerra y en lo inmediato, el fascismo a punto de tomarse el poder en Italia.

La entrega del palacio Barolo terminado estaba para hacerse en septiembre de 1921, como hecho celebratorio de los 600 años de la muerte del poeta. Naturales retrasos hicieron que su entrega se postergara hasta 1923. Barolo jamás lo vio, murió en 1922, en lo que parecería un suicidio. Su muerte jamás se esclareció.

Barolo y Palanti se habían conocido en la logia de Buenos Aires. En la transición del siglo trece al catorce, los templarios habían sido declarados objetivos militares definitivos, así que migraron a otras órdenes, a una de las cuales, Dante llegó antes que a la Comedia.  Y de alguna manera, Barolo había entrado en contacto con Agusto Rodin, quien pertenecía a la logia de París, para pedirle que hiciera una versión del Pensador para Buenos Aires.

Hasta los años treinta, el Barolo,  fue el edificio más alto de Suramérica, apenas igualado por su gemelo en Montevideo, el Palacio Salvo, de José y Lorenzo Salvo, construido por Palanti. Tampoco Lorenzo Salvo vio su propio palacio, inaugurado en octubre de 1928, fue asesinado.

El Barolo por fuera es un adefesio, un híbrido hierático, una mezcla de hormigón armado en estilo romántico, una degeneración del neogótico ecléctico, con manchas de arte islámico  de la India. Con cenefas art nouveau y art decó y voladuras y arabescos a lo Gaudí. Es un adefesio fálico que se extiende cien metros hacia arriba, el mismo número de cantos de la obra y 22 pisos, tantos como estrofas los versos de la Comedia.

Por dentro es desapacible, su gigantismo sobrecoge. Se entra a él, como en la Divina Comedia, por el infierno. Un infierno en el que fulgura una luz amarilla y quemada bajo un orden cupular, sostenido por columnas clásicas imperiales. Un infierno imperial con diez flores en el piso, de 16 pétalos transparentes, debajo de los cuales se proyecta una luz roja que da la sensación del rojo infernal de la versión judeo cristiano del lugar. 

Distribuidos de manera muy discreta en el infierno se encuentran los signos masones. Compaces, escuadras, cuadrículas, ojos en el triángulo. En un tablero con el listado de oficinas, 520, de las cuales hoy apenas funcionan un poco más de 200, se anuncia en el piso quinto: una esteticista, un psicoanalista y un encuadernador de libros.

El edificio tiene tres secciones, como la Comedia, infierno, purgatorio y paraíso. Y arriba un faro de 300000 bujías de sistema Salmoiraghi, que representa el Empíreo.

Los textos impresos en las paredes están en latín. ¿Por qué si la Comedia se escribió en italiano? Pero todavía más extraño que Barolo actuase, dada la magnitud del proyecto, como si tuviera los restos del Dante, o al menos, supiera en qué manos habían terminado después de 600 años.

Debajo del infierno en Buenos Aires, en el primer piso del Barolo, hay agua. A través de un orificio en el último sótano se llega a un arroyo subterráneo, que en otras épocas atravesó Buenos Aires. Y mi imaginación que me llevó a presentir lo dantesco, ahora me persuade, que el acceso acuático, es también una de las bocas que tenía Buenos Aires, por las que se llega al mundo subterráneo de los ciegos, que Sábato urdió en Sobre héroes y tumbas, donde reside el corazón del poder entre tinieblas.

Mis conjeturas han partido de algunas preguntas:

¿Es posible que Barolo para traer los restos de Dante los hubiera ocultado en el interior de una de las esculturas que Rodin donó a Buenos Aires?

¿Por qué los mensajes inscritos en las paredes y frisos del infierno romano, imperial y devastador, no se hicieron en italiano, como en la Comedia?

¿Cómo es posible que desde el Empíreo, una vez al año, se produzca un triángulo como el de los masones, que alinea el Barolo, el Pensador de Rodin, puesto en el centro de un jardín cercano, y la cruz del sur?

¿Cómo hizo Dante para anticipar en la Comedia un punto en el hemisferio austral que jamás vio?

 


Buenos Aires: por primera vez en una ciudad conocida

Buenos Aires: por primera vez en una ciudad conocida

                                                                                    ¿Si los que no somos argentinos llevamos un argentinito en el corazón, qué llevarán los argentinos en el suyo? Más allá de cualquier tosca generalización, los argentinos que encontré en Buenos Aires tienen una seriedad prevenida, que los hace distintos a otros latinoamericanos, y que haría pensar que con no mucho, podría activarse en ellos una respuesta que convendría a la irritación. A diferencia de los caribes, que todo el tiempo ríen, los argentinos ríen más bien poco. Siempre han sido más irónicos que chistosos. Pero tienen la desgracia de que se toman demasiado en serio. Quizás se deba a ese espíritu europeo que actualizó su sentido trágico en la Argentina: Gardel, Evita, Maradona, Sábato.

Nunca, como en ninguna otra ciudad, había sentido que al caminar por Rodríguez Peña, la calle Corrientes, por Flores, Boedo, el barrio del Caballito, Palermo, la Recoleta, ya lo había hecho en las páginas de la literatura argentina. Eran calles que volvía a recorrer sin haber estado nunca en Buenos Aires. Lugares como el parque Lezama, yendo para la Boca, en el que Martín esperó a Alejandra durante un año, en una banca junto a una estatua de Ceres, que hoy reposa al fondo del pequeño jardín de la casa de Sábato en Santos Lugares.

No supe bien si es una ciudad que se me revive o me permite volverla a caminar por segunda vez. Una ciudad literaria, en la que habiendo ido antes por Yerbal, donde vivió Roberto Arlt, entre Caballito y Flores, me dejaba hacerlo, por segunda vez, de una manera no literaria. Quiero decir, subordinado al peso de la gravedad cotidiana. Entre la calle que me había mostrado la literatura, la que me describieron, en el aire de un encuentro, o en la imagen apacible de un jubilado cebando el mate en una pulpería, había un vaho noble de coincidencia. Una ciudad que se me iba desdoblando a partir de lo que ya era para mí, a partir de una “mitología urbana” sonsacada de los cuentos, las novelas y las crónicas de los escritores argentinos, desde Lugones.

Buenos Aires en el norte y al centro es una ciudad europea a orillas de un estuario amarillo que tarda en confundirse con el mar, de aguas sedimentarias y dulces. El Paraná lame la costa de Buenos Aires, impregnando sus aguas de un turbio continental. Buenos Aires ha ido arrancándole tierra al estuario de la plata para prolongarse en el horizonte  de una ciudad europea, donde todos los estilos arquitectónicos importados se confunden, el neogótico, imperial, republicano, clásico, griego, latino, art noveau, art deco, ecléctico, inglés, nórdico. Una ciudad arbolada, de calles limpias y tranquilas, distribuidas en cuadrículas perfectas, como si hubiera sido levantada por masones, intersectadas por parques monumentales y minúsculos, donde se respira Europa en el paisaje urbano. El Aleph en el sótano de un hotel de segunda donde recalan turistas colombianos. O la Buenos Aires subterránea en la que se mueve la secta de  los ciegos inventada por Sábato.

Los descendientes de italianos, españoles, ingleses, de todas las migraciones a partir de 1870 fueron capaces de hibridar un mestizaje europeo lejos de Europa.

Y como un abrazo alrededor de Europa, la Latinoamérica de las clases medias que no caben en Europa, y en la periferia más exterior, en la cola, en los límites, la pobreza, arrinconada entre avenidas muy anchas, industria, barrios de casas iguales.

Llegué hasta Lomas de Zamora. Qué barbaridad. El autobús, después de dos horas veinte de haber salido de Retiro, me dejó en una calle larguísima, entre pavimentada y polvorienta, los laterales estaban en tierra. Muchos locales, ventas de helados, graneros, pollerías, salones de belleza, ferreterías, cafés, lavanderías. Eran más de las tres de la tarde y en cinco cuadras solo hallé abierto un granero, una heladería y un taller de motos.  En ninguna parte me quisieron prestar un baño, mi pobre vejiga estaba llena. Y las tres veces fueron tajantes, crudos, sin rodeos: no. La calle del comercio en blanco y negro, todas las puertas cerradas, apenas un grupo de personas que espera el bus de regreso. Evacuo detrás del esqueleto de un auto rojo, sembrado en una cama de yerbajos. Busco tomarme una cerveza, pero no hay dónde, un devastador hilo de soledad, de gris afestonado le pone a la calle mayor el sello de un lugar lejos de la Europa de la Recoleta y de la Europa de donde viene la Recoleta.

Lo menos que podía hacer era hacerme tomar una foto junto a la estatua de Ceres que reposa entre unos yerbajos verdes, largos como lombrices, en el jardín un poco dejado, de la casa de Don Ernesto.  

Mi libro

Mi libro

Cada escritor vive la experiencia de la publicación de manera distinta. Desde la pura complacencia solitaria, hasta el disgusto total. Yo todavía no defino qué es. Un grado de extrañeza me deja el hecho de tener lectores que hablan de mis ficciones con una familiaridad de lo que antes fue el más recóndito bastión de la privacidad.

Después de que el libro se pone en la calle, la única recompensa, para mí, es escuchar a alguien que lo haya leído. Mi experiencia de escritura, como experiencia, se hace completa cuando un lector interviene, me dice. Es la razón de ser de la escritura que se hace pública. Es el lector el que lo llena a uno de confianza, de seguridad, de certeza, también el que lo llena de dudas, el que pone el dedo en la llaga, y hace ver al escritor, lo que no vio por andar enamorado de su texto. Es el lector el que hace preguntas, cómodas e incómodas. El que escupe y el que pace el texto.

No quiero creer que mis cuentos son tan buenos, como dicen mis presentadores y reseñistas. Todos, por afecto, por reconocimiento, por amistad, acentúan el reconocimiento, la virtud. Se trata de ayudarle al libro. Pero es mejor que no me crea todo, porque podría ser demasiado riesgoso para mi escritura.

Tengo dos guías de escritura: “gente de la calle que escribe para gente de la calle”, de Bukowski. Y, es más fácil escribir mal, que escribir bien. Así que el método que se deriva es el de la sospecha. Si sale fácil, algo va mal. Entre mayor sea la dificultad resuelta, podría ir bien.

No creo, como decía Capote, que dios nos da un látigo para autoflagelarnos cuando escribimos mal. Si así fuera, muchos de los látigos que da a los que escriben, no sirven, son de utilería. No bastaría tener el látigo más peligroso, una cuchilla de cuero, como el de Nezim, habría que saber cuándo usarlo. Prefiero mi propio látigo, a sobre medida, para que mi flagelación me sea completamente creíble y surta el efecto.

Ayer, en el transporte masivo, al mediodía en un vagón sin aire, me encontré de frente con una mujer mestiza, frente a mí. De un momento a otro, como si se hubiera acordado de algo, dijo mirándome: Serenata para la mujer del asesino. Hablamos muy poco, debió bajarse en la próxima estación. No me acuerdo de su nombre, pero lo vi en la feria del libro. Lo estoy leyendo. ¿Cómo los hace?

Y hoy me he enterado de dos lectoras que terminaron llorando en el primer cuento, el de los falsos positivos. Ahora creo haber conseguido lo que otros antes hicieron conmigo, arrancarme el llanto, un acto insólito de la experiencia de narrar. Lo que viene a acercarme a un prestigio inédito, en cuyos límites vivo la experiencia de la publicación. Hacer reír y hacer llorar.

"El estilo es lo mínimo que hay que tener para escribir"

"El estilo es lo mínimo que hay que tener para escribir"

Hoy hablé en público con Leila Guerriero. Una mujer nacida el 17 de febrero de 1967. Según mi horóscopo literario para los escritores nacidos en ese año, Leila está bajo la influencia magnífica de cinco soles. Cien años de soledad. La pistola de rayos, de Philip Dick. Pabellón de cáncer, de Alexander Solyenitzin. El maestro y Margarita, de Mijail Bulgakov. Y para cerrar, El museo de la novela de la eterna, la antinovela que Macedonio Fernández escribió desde los primeros veinte hasta su muerte en el 51. La novela de los cincuenta prólogos.

Leila es una mujer recién pasado el medio siglo, de una contextura casi espartana, coronada por una mata ensortijada de pelo que le da espesura. Unos ojos oscuros, inmensamente vivos que aprendieron a mirar lo que otros no vemos.

Su “discurso” está basado en una larga y destilada experiencia de escritura que comienza con la ficción. Tuvo la gracia de haber sido leída en su casa de Junín en la que sus padres le compartieron el tesoro que la hizo adicta a la ficción. “Soy una devota de la ficción”, dice, "lo que sé se lo debo a la ficción". Pero cuando descubrió que la cabeza de un escritor de no ficción, funciona distinto a la de uno de ficción, ya no pudo regresar a ella. Una cuestión de vocación, asegura. Aunque ninguno se satisface con lo real, por eso el uno inventa, y al otro, jamás se le agotan las preguntas, ni la incertidumbre (diferente a la incertidumbre del que inventa) acerca de lo que percibe como real, que pasaría por ser la línea que separa el funcionamiento de la cabeza de los dos. Hacer periodismo significa instalarse en una duda permanente, dice Leila.

La vida de Leila durante los últimos 25 años podría recontarse en los episodios de inmersión en que se le ha convertido, y que la han llevado por temporadas al corazón del iceberg de cada historia. Movida por una curiosidad impertinente por lo que sus sentidos le dicen, como por lo que permanece oculto, sale a las calles, al suburbio, a la provincia,  como sale González Iñárritu cuando va a cazar la historia para su film, como quien va por un mamut.  

Y luego, cuando tiene el bulto de información, las conversaciones, los datos, los olores, el bordado de detalles, el alma fáctica de la historia, se encierra y se convierte en una bestia de carga narrativa. Con el estilo apenas necesario para el que escribe, dice ella, pero con un sentido de organización de la historia que envidiaría cualquier narrador. Sus recursos son los que aprendió de la ficción y que le conceden escribir como narradora. Y si se encierra hasta parir, es porque a pesar de saber qué decir y no decir, la soledad de la escritura no siempre deja ver el cómo definitivo. Aun así, lo más terrible no es la soledad de la escritura, peor es no encontrar el modo, el punto justo o injusto en el que la voz se hace posible. En semejante soledad, Leila es lo que somos todos a la hora de escribir, lo que hemos leído.

La forma de hablar, de razonar, de organizar sus ideas, la información que transmite, es la de una mujer que reconoce que “la escritura es su forma de estar en el mundo”. Una criatura literaria, una lúcida criatura semántica cargada de palabras, con la cabeza de un escritor de no ficción y las entrañas de uno de ficción. Sin ellos, Leila no habría llegado a ser una “mosca en la pared”, o a ser casi “invisible”.

Leila no se echa cuentos con la verdad, no yergue ninguna atalaya de superioridad moral o mediática para legitimar su trabajo. Prefiere dejar el asunto fuera de la ecuación del periodismo narrativo. El reportero es un sujeto y lo único que puede ofrecernos en su escritura es subjetividad destilada, refrendada con recursos metódicos, una “subjetividad argumentada”, dice. Prometer la verdad es propaganda ordinaria, algo nos quieren vender. Porque en sentido estricto, supondría un punto neutro, sin partido, el “punto de vista” sin sujeto.

Habló de la edición de los títulos y dijo que es "malísima para titular". Tiene títulos grandes, como Los suicidas del fin del mundo (una mezcla afortunada, del Club de los suicidas y los Amantes del fin del mundo). Plano medio, Malditos. Y los títulos de los dos últimos libros en los que Leila fue editora, Un continente lleno de futuro y Cuba en la encrucijada, que me resultan leves, con el dulzor manierista del lugar común. A partir del presente y hacia adelante, lo único que tenemos es futuro, que yo sepa, todos estamos llenos de futuro, lo cual no necesariamente nos deja tranquilos. El futuro es como la caja de Pandora. A veces sería mejor no saber qué va a pasar.  

La encrucijada con que se titula a Cuba, no es distintiva, ni más ni menos, que la de Argentina, Brasil, Venezuela, Colombia y México. Es leve porque carece del peso singular. Probablemente ningún título que pretenda ser descriptivo agarre la nuez de la "cuestión cubana". Y por leves, intercambiables, sin afectar el grado de verdad: Cuba, un país lleno de futuro y Un continente en la encrucijada. 

Leila no será siempre buena para titular, pero escribiendo las crónicas que corren bajo sus títulos, es buenísima. Habría podido seguir hablando con ella lo que dura un viaje de aquí a Buenos Aires.

Lo único que interrumpe su encerrona creativa cuando se encarniza en la escritura de sus crónicas, es tener que salir a comprar comida para gatos. 

El jefe

El jefe

Luis González me sonó a hijo de vecino. Ha ejercido todos los oficios, desde burócrata liberal hasta guionista, fue drogadicto y amigo de la guerrilla, ganadero, guionista y reconocido realizador cinematográfico. En Colombia, todos los días nace un novelista.

La novela de González nos muestra a Gaitán en el marco de las negociaciones de las cervecerías alemanas a las que Laureano Gómez les había echado el ojo, mientras López gobierna y Alfonsito hace de las suyas.

No es una novela sobre Gaitán, él no es su centro, es una novela de época, con la atmósfera bogotana de los cuarenta, y el juego de poder entre cachacos. Gracias a dios, no se le ocurrió a González volver sobre al asesinato y el bogotazo.

Así que se queda con el Gaitán que llega de Italia. El que se casa con Amparo, la hija de una familia paisa quebrada. En una época en que los alemanes son dueños de las cervecerías, durante la segunda guerra mundial. Cerveza, cuernos, conflicto internacional, todos detrás de una cervecería, el gobierno declara ilegal la chica, competencia cultural de la cerveza, el negocio del futuro. La época en que las aristocracias viven en Teusaquillo y la Soledad. Gaitán de putas en la Perseverancia, a donde va a beber chicha y a encontrarse con Lupe Cascabel, el personaje más entrañable de la novela,  y a trompear con quien quiera cobrarle algo.

La novela se permite, de paso, esclarecer el crimen de Mamatoco. Da el aire viciado y perfecto en el que los partidos liberal y conservador navegan en un mar de corrupción, cerveza y ambiciones, que incluye expropiar a los alemanes, para satisfacer las reclamaciones de lealtad de los Estados Unidos.

González hace una “novela histórica”, con un lenguaje directo y efectivo, tiene el manejo de diálogo propio del buen guionista. Un ritmo sostenido y un humor bogotano con el que salpica todo el universo de los bajos instintos políticos alrededor de un negocio de estado, y de paso desnuda a Gaitán, el caudillo humano. Con arrechera, coraje y ansias de poder, sin engolamientos alrededor de su personalidad.

Consigue que el relato le funcione como una máquina engrasada de ficciones realistas que cobran toda su luz en la remisión a personajes y situaciones que configuran las maneras, el humor y la ironía de las “bestias negras” del poder en la intimidad. La novela hace lo que hacen las buenas novelas, muestran lo que la historia y el periodismo no pueden mostrar, llegan a la entraña de una situación desconocida aunque inevitablemente adherida a la que  conocemos. Las costumbres del poder, la tras escena de los negocios del poder, el corazón del poder, a poco más de setenta años de ser leída por el lector de hoy.

Un ejercicio de lenguaje narrativo rítmico que encuentra los elementos históricos para construir un universo de personajes  oscuros y brillantes, alemanes y locales, de cuernos y demandas, de putas y de chicha.

Tan solo ayer, el pasado liberal y conservador que todavía infesta el presente oligárquico del país, de cuando los dueños del país se pleiteaban por una cervecería a cuando pretenden refundar el país.

Más de una carcajada saltó mientras me dejaba ir en la historia que me parecía conocida, con personajes conocidos, solo que el autor le dio el color y el calor suficientes para mostrármela con vida y para que se dejara leer con ganas.    

La mancha humana

La mancha humana

Una mancha es algo sucio, feo, desarreglado, defectuoso. Pero cuando es humana, nos concierne a todos los capaces de darle tiempo a la lectura de La mancha humana, de Philip Roth. Un novelista pretencioso, no en el sentido de querer decirlo todo, al punto de la “novela total”, nadie puede decirlo todo. Pretencioso en el sentido de su obsesión por los significados.

Una ruda melancolía norteamericana recorre toda la novela al hacer de cada personaje una pequeña tragedia. La novela está hecha de pequeñas tragedias que se cruzan entre un positivo/negativo particular que inicia con el incidente de “se hicieron negro de humo” en un aula en la que el profesor juzga el ausentismo de dos estudiantes negros. La mancha racial, remolacha con visos azulados y un pelo grueso. Y termina en un lago congelado, esplendorosamente blanco, brillante de luz, en un encuentro alrededor de un orificio redondo de 45 centímetros entre la capa de hielo por donde el asesino saca los pescados y el autor que llega atraído, movido por no se sabe qué salvaje intuición.

La mancha familiar: un archipiélago de pequeñas manchas invasivas, unas más o menos oscuras y granulosas. Roth busca que el autor nos lleve al pasado de la mancha, que nos saque de la acción presente, donde está la tensión de la novela. Pero la regresión la hacemos de la mano de un narrador editorial que interpreta por y para nosotros, como consecuencia de la obsesión, que comparte con Kundera: la novela como recurso para desentrañar a partir de los hechos “verdades” (significados verdaderos) que por extensión van de los personajes a los lectores.

Roth revela algo de él, como autor del autor, su condición frente a la academia, la mancha llagada que se automaquilla, la limpia mancha de la docencia. El más ostentoso de todos los manchones de la novela. El autor, Natham Zuckerman,  es un personaje que no participa, observa, asiste como testigo, no tracciona la trama con hechos, lo hace con el punto de vista, induciendo significados.

¿Qué cosa más hace parte del manchado de la novela? Por supuesto, la relación del viejo letrado, el blanquinegro Coleman Silk,  con la señora analfabeta del aseo en la universidad, Faunia Farley. Un salivazo a la falsa moral igualitaria de la academia. Un tardío arrebato de amor de él y la necesidad de ella de tener a alguien que no la victimice. Algo desigual y sencillo, posible porque se hizo posible, pero imposible como que la mancha en vez de reducirse, pareciera estar extendiéndose hasta los últimos resquicios de la intimidad.

De mancha en mancha avanzamos a través de una novela de muchas tardes, una novela que demanda esfuerzo de sentido y atención del lector. Una novela que nos pone a prueba. Queda un sabor a mancha. A algunos lectores se les    manifiesta, tres o cuatro días después de terminarla, aunque la verdad, es una novela que no se termina.  

 

Una soledad demasiado ruidosa

Una soledad demasiado ruidosa

 Otra vez la primera persona de Bumil Hrabal, el pequeño Kafka, en la voz de un prensador de papel que lleva 35 años en el oficio, Haňt’a: papel de regalo, de embalaje, de carnicería, manchado de sangre, pinturas, y lo definitivo de la novela, libros. Se botan muchos libros, nadie los quiere, estorban. Y él los recoge, y los lee, y aprende y muchos de ellos los conserva. Ha puesto sobre el baldaquín de su cama dos toneladas. Siempre creí mientras leía, que la muerte de Haňt’a ocurriría cuando el baldaquin cediera y los libros lo prensaran.

Haňt’a entreve la “voluptuosidad de la devastación”.

Cuando el socialismo llegó a Checoeslovaquia las brigadas socialistas de prensadoras se ocuparon, en grandes y modernas plantas,  de hacer los que como él tenían una máquina de compresión, del Estado,  con un botón rojo y un botón verde. Los chicos de las brigadas visten monos industriales, llevan cachuchas norteamericanas y toman leche. Y además en las vacaciones van a Grecia, a donde él nunca ha ido, aunque sabe de ella por lo que ha leído. La gran particularidad que le da el tono pertinaz a la novela está en el meridiano que va de ser un “salvador” de libros de los que aprende,  a la nueva tarea después de 35 años, de  prensar papel en blanco para impresión. Ese vacío que inhala, “y yo, antes de empaquetar papel blanco en la imprenta de Melantrich, yo, como Séneca, como Sócrates, yo, en mi prensa, en mi cueva, he escogido mi caída que no es sino mi ascensión”.

 Siempre las novelas de Hrabal son entrañables, por sinceras, directas, llenas de humor e ironía, tienen la elocuencia de la humildad del estilo, con personajes que no son él, sino a quienes ha prestado de su vida, como a Haňt’a.

Campea sobre todos los libros que con nombre propio se mencionan en la novela, un libro de Kant, La teoría general del cielo, que ilumina los sótanos, las madrigueras y las bodegas donde el papel se pudre como una nata de celulosa.

Y como en todas las novelas de Hrabal, la mierda, como un leitmotiv demasiado humano, como para no introducirlo en la novela. Otro checo, Kundera, lo elaboró con filosofía y lo llamó kitsch: la parte más mierda de nosotros mismos.

Una novela de una larga tarde en la que la vida de un hombre pasa rodando en la voz de un personaje que no deja de hablar y que no nos permite dejar de escuchar. Una novela para ser leída en voz alta.

“En medio de papel viejo y libros, aprieto firmemente con las manos a mi Novalis con el dedo puesto sobre la frase que siempre me ha llenado de entusiasmo, sonrío dulcemente porque empiezo a parecerme a Maruja y su ángel, empiezo a entrar en un mundo donde no he estado nunca, me apoyo en el libro, en la página que dice…”.

Los Divinos

Los Divinos

Los elementos de historia que la novela recupera, tienen una carga dinamitada de inmediatez, cuando la historia es algo ya ocurrido en la trama mediática (hay mucha información publicada) y se cuenta muy poco tiempo después de ocurrida. Creo que Laura Restrepo, en un afán humano de responder –como novelista– a la “monstruosidad” (lo que se muestra) del asesinato de la niña Juliana Samboní a manos de Rafael Uribe, hizo que su novela implosionara. Sacrificó la novela para que su voz se escuchara.

Los Divinos es una novela cuya trama no puede recrear la monstruosidad, se queda en una lejanía amanerada, un poco kitsch, complaciéndose en la aburrida, larga e insustancial historia de una gallada bogotana del estrato seis, con nombre de estrato tres, los Tutti Frutti.  

La historia ocurrida es de un dolor, una pesadumbre, una oscuridad y un fondo, que la novela no olfatea, aquella está llena de contrastes, improvisaciones, trampas, mentiras, pruebas, que habrían dado carne para hacer un thriller, no una novela de no ficción, que nos hubiera permitido acercarnos a lo oculto de la historia que nos han contado. Hubiera sido la oportunidad de hacer valer el recurso que Juan Gabriel Vásquez entrevé en la Forma de las Ruinas, el  de explorar lo probable de la monstruosidad a la que no llega ni el historiador ni el periodista. Se dirá, no es lo que Laura buscaba. ¿Pero entonces qué buscaba?

La primera persona que nos cuenta, el Hobbit, es el chapineruno de los miembros (Duque, Muñeco, Tarabeo y Píldora) del clan, que termina completamente comprometido en el crimen. La novela deliberadamente deja el crimen contra una niña de siete años en tercer plano, detrás de una vana y leve historia de la ridiculez trágica de los Tutti Frutti. Es una mezcla inhóspita, entre el monologista impostado de diario, narrador estereotipado, que habla como un mal locutor que transmite, y un narrador editorial que no se corresponde con el personaje, de repente el Hobbit – todo un Tutti– entra en trances aburridísimos de lirismo shakespereano, de cultismo, de sapiencia y conocimiento, sin el cual probablemente la autora no habría podido colarse a la novela.  

  La compleja riqueza de la monstruosidad que tuvo en vilo al país un par de semanas, es de una hondura, de unas raíces, que el intento prematuro de novelar no alcanza a medir, a tocar. ¿Qué cosa del crimen nos permitió la novela comprender? ¿Pudo la novela ir más allá de los medios en su narrativa?

Laura debe estar acostumbrada a triunfar, aunque desprecie el éxito. Los Divinos, será la prueba, de que después de Delirio, también se puede escribir mal.

 Una novela para quienes quieran matar el tiempo, o lo prefieran ya muerto.

La balada de Iza

La balada de Iza

Magda Szabó pertenece a la estirpe de escritores húngaros de la que hacen parte, Imre Kertezs, premio Nobel del 2002, Sandor Marai, Margit Kaffka y Attila Josef. Magda es una escritora del siglo XX, en sentido lato. Comenzó a escribir en entreguerras y en la Balada de Iza, nos entrega una novela con los tres atributos clásicos que definen el género: la lentitud, la construcción y la profundidad.

La balada de Iza es una historia cuyo personaje principal es una vieja viuda, de origen campesino, ajena a los electrodomésticos de la modernidad. Es una mujer de otra época, con sentimientos de otra época, a la que la viudez enfrenta a la más agreste y última de las soledades. Durante toda la novela está más cerca de la muerte, que de la vida. Es una mujer arquetipo, que recrea a las mujeres no sovietizadas, que llegado el otoño deben sentarse a ver caer las hojas muertas.

Un núcleo de familia con mascota. El presente de referencia es 1960. A mitad del periodo en el que el país se sovietizó y la ocupación se encargó del país; se importó una ideología y la vida necesariamente debió cambiar. Vince, el padre de Iza, es la víctima. Su independencia como juez le costó el ostracismo en su propio país. Y eso condenó a su familia a la pobreza, la excluyó de las ventajas del socialismo de ocasión.

Iza es la mujer moderna, a quien tocó en su juventud comenzar a ser en un nuevo modelo de educación, de profesión, de cultura, amor, familia y sentimientos. Ella encarna a la mujer húngara formada en la sovietización. La de ideales férreos, el proyecto de vida, independencia toda costa, frialdad en las decisiones, y lo práctico como norma.

Muerto Vince, la primera víctima, el escenario queda para que la antigua Hungría de las mujeres viejas y la nueva Hungría, de la generación de sus hijas, se enfrenten en un intento de hacer posible una vida.

La muerte de Etelka, su relato, es de los mejores pasajes que recuerde, que a decir verdad ya no son muchos. El personaje abandona la calidez y el resguardo de su antigua casa, que ha comprado su antiguo yerno, para salir a un “viaje al fin de la noche”, más allá de la noche, entre brumas espesas como las del Castillo y camina hasta perderse como una forma de estar cerca de él, en una atmósfera completamente kafkiana, un edificio en construcción, y sin saberse cómo suángel espantado vuela lejos de ella y ella sigue sola.

Para lectores acuciosos, ávidos de interpretación, Szabó divide la novela en cuatro partes y en el siguiente orden: tierra, fuego, agua, aire. Para lectores simbólicos es un potosí. Encontrar, por ejemplo, que la tierra es el pasado de donde todos venimos, la muerte es el fuego que purifica la vida, el agua es Budapest, la ciudad líquida de Bauman, y el aire, el elemento de los ángeles.

 

La perra

La perra

Viniendo de Pilar Quintana, un título como La perra, ilumina muchas imágenes, aun en los bien pensantes. La primera sorpresa de la novela es que la perra, es una perra, de cuatro patas. Y ahí el encanto de la novela, mostrarnos con frescura pacífica, la relación extrema de Damaris -que la salvó de la muerte- y la Chirli, tocada, empapada de los mismos ribetes instintivos, ansiedades y contradicciones, con que se hacen las relaciones entre personas.

Voy a confesarlo: tengo alma de animalista. Mi sensibilidad con los animales se excitó cuando Carl Sagan me explicó en Cosmos, que si somos primos genéticos de las secuoyas, somos hermanos de los chimpancés. Así que cuando Pilar introduce como personaje principal a una perra, electriza mi sensibilidad, y hace que quiera sentarme a su lado, mientras me lee la historia y no levantarme hasta el final. Como si me la contara con el ánimo franco de hacer que participe de ella. Pilar, con su historia, me habla al oído.

La misma excitada sensibilidad de Fernando Vallejo por los animales y en particular por los perros, de la que ha dado muestras públicas. La misma que lo lleva a estar más cerca de la naturaleza animal que de la naturaleza humana, a la que desprecia por bellaca. Salvo, Rufino José Cuervo, nadie merece la salvación.

La perra es una historia cargada de Pacífico, de salvaje naturaleza y de ariscos sentimientos. La simplicidad de una vida apresada por la costumbre circular reducida a los límites de la subsistencia. Está escrita con la dulce sencillez del que nos quiere decir, es una historia que se dejaría contar a la sombra de un árbol del pan mientras abajo el mar va y viene.

Con la novela, Pilar que trabaja hace tiempo, se muestra como una novelista madura. Una escritora que ha trajinado el oficio, que ha sostenido la constancia, que ha aprendido la justa economía del lenguaje y la velocidad rítmica con que hace que el lector se le entregue.

Nos recibe con la historia de una perra recién parida que fue envenenada durante la noche. Eran diez y no habían abierto los ojos. Y nos termina el cuento con una muerte de la que los gallinazos indiscretos dan indicios.

Es una novela de plan lector. Eficaz y precisa, contundente como una cachetada.  

Todo lo que tengo lo llevo conmigo

Todo lo que tengo lo llevo conmigo

La novela de Herta Müller tiene el sabor amargo de una crónica de desgracia, en sentido estricto. Se corrobora en el epilogo en el que nos cuenta que no hubiera sido posible sin los relatos de los prisioneros de postguerra en los campos de trabajo de los rusos, que obligaron, con la deportación, a que los alemanes de las países vencidos participación en la reconstrucción de la Rusia destruida. Y en el sentido de la escritura, una escritura capitular, rápida y breve, focalizada en singularidades, la vida en el detalle, el pan, los chinches, el amor detrás de la cortina, las letrinas.

¿De qué se habla cuando se habla de un leitmotiv en una novela? Ante todo de una constancia, una obsesión, una reiteración que deja una evidencia de continuidad. En la novela de Herta hay dos grandes constancias, sin que importe demasiado establecer su origen y lo símbolos a que da lugar: el ángel del hambre y la nostalgia. La mezcla más absurdamente pervertida para hacer sentir que “la vida está en otra parte”. En todo caso no aquí y ahora. El hambre y la nostalgia, dos dolores distintos, dejan a los personajes en el peor de los mundos, el de los límites inferiores de la mínima subsistencia. Aun así el hambre bruta, el ángel devorador que está todos los días del libro, no arruina la otra desangración, la nostalgia. Incomprensible, cómo fue que sobrevivieron a ese par de acosadores de la desgracia.

A tal punto, que el nombre de la novela debería ser, El ángel del hambre. Hay una cadena temática que acompaña el arco de vida de los cinco años de permanencia del narrador en el campo: sopa-ángel-muerte-abrigo, que se cuenta a la manera de las historias de Kafka, con el aliento de la escritura de una mujer que consigue ponernos como prisioneros en un campo de trabajo ruso, donde los alemanes sobrevivientes fueron forzados a trabajar como esclavos para la “madre patria”.

El abogado Paul Gast y su mujer, Heidrun Gast, han sido deportados al campo. Durante el cautiverio, él, en razón de  su hambre, le roba sopa a ella, y ella se deja robar, a costa de su hambre. Y así hasta que muere de hambre. Entonces lo llaman al barracón de las mujeres para que reconozca el cadáver. Frente a él, permanece aterido, lo observa y después le quita el abrigo, el de cuello redondo y bordes en los bolsillos de piel de conejo. Se lo pone y sin decir nada sale, atraviesa el callejón, entra a su barracón y va a afeitarse.

Cuando Leopold entra el campo tiene 17 años. Va a estar cinco colaborando con la reconstrucción en condición de esclavo. Y más, alcanzó a vivir en el pueblo de casas prefabricadas que traían de Finlandia, donde un día les pagaron salario y los dejaron comprar en el bazar. Engordaron, tuvieron mejores zapatos, más higiene, algo de privacidad. Cuando les pagaron los integraron, después de haberlos llevado al más extremo grado de humillación. Algunos se quedaron, otros regresaron y jamás pudieron volver a sentirse en Rumania, como si estuvieran en casa.  

En la esencia última de la infamia, Leopold, en sus memorias cuadro a cuadro salta al futuro, dos, cinco, diez y sesenta años después de haber retornado del campo. Y nos cuenta, en un presente que se traslada en el tiempo, a gusto. En cada uno de los presentes en los que instala, nos cuenta ese lapso de pasado entre el presente en el campo y el presente al que regresa, en donde las dos líneas de desgracia, deberían haberse resuelto. Y en efecto, más hambre ya no padeció. En uno de esos presentes se toma la libertad de imaginar, en una especie de futuro hipotético, lo que sería el encuentro con el capataz del campo, en el vagón de un tren donde Leo es el visador de tiquetes.

Juega Herta Müller con una orla de futuros, de imaginaciones proyectadas temporalmente, de futuros a corto y largo plazo, con los que matiza y alivia el eterno dolor del presente.

Es una novela-crónica, porque la realidad siempre fue más rica que la ficción, porque el dolor se impone, porque alcancé  a sentir la necesidad de escaparme del campo de trabajo, para escapar al dolor que como lector me auto infligí, por la gana de querer saber qué había sido de Leopold.

Y cuando finalmente nos quedamos en el último presente de la novela, la velocidad del relato se acrecentó a un punto, como si hubiera que terminar pronto, porque el personaje ahora ni siquiera le importa al autor. El retorno jamás mitigó la nostalgia. Leopold regresó a un mundo al que ya no le importa, al que la condición de sobreviviente no le concede mérito sensible. En pocas líneas, conoce a una mujer, se casa, se separa y se va a Viena.

Solo para lectores que quieran sufrir a gusto.

Poesía, poesía, poesía

Poesía, poesía, poesía

Sé que la necesito pero no sé para qué

Ni siquiera sé cómo me llega al corazón

O si tengo un corazón para esperarla

De la cabeza no es bueno hablar

La razón no la traga, ahora quiere entenderla.

 

Lo que adoro de ella es su inutilidad sublime

Si sirviera para algo sería como la prosa

Y no, no, mil veces no, la poesía es otra cosa

Otra cosa Otra cosa

Música fortuita

Carcajada subjuntiva

Flores del mal

Fuego en el iceberg

Qué sé yo.

 

Sé que la noche en que Rimbaud

sentó a la belleza en sus rodillas

algo definitivo y oscuro pasó con la poesía

Nunca nadie lo había hecho

Pero la encontró amarga cuando la quiso besar

Y entonces la injurió, por su malva amargura

Y por lo que había sido

hasta que abjuró de la poesía

de su lívido pasado de puñal y lira

de toda la belleza que hubo en ella

de su mezquina dulzura

de su dureza de algodón y pólvora

Que le provocó un espasmo a la belleza

una contracción de vientre manoseado

que arrojó a la calle a la poesía moderna.

 

No pude evitar que sus palabras

parieran en mi y se quedaran

y se me anunciaran como arcángeles categóricos

de una poesía que nace en los albañales del cielo

“Conseguí desvanecer en mi espíritu

toda esperanza humana”.

Las palabras de Rimbaud

fueron el primer disparo en un duelo.

 

 

 

 

El testigo

El testigo

 

 Hace tiempo no leía un libro con frases más entrañables, de las que dan ganas de aprender. La novela de Juan Villoro es un libro espiral, repleto de todo ese rico y exuberante enredijo cultural que es México. Un libro que muestra con gran angular  los planos superpuestos de la vida rural y urbana en los años noventa, 25 años después de que Julio Valdivieso se hubiera ido a una universidad europea con un pregrado que obtuvo con una tesis plagiada. Julio es un plagiador exitoso, capaz de plagiarse a sí mismo. Apenas merece la condición de “segundo testigo”.

 El testigo es una novela en la que el narrador es el personaje. Lo que bien puede ser un portento del punto de vista o una canallada contra los personajes. En todo caso, entre México y el narrador se encargan de hacer de Julio, un simple hilo del tiempo en el que los hechos se organizan. Un desmirriado hilo, alrededor del cual se agolpa el México agrario; el de la industria de la tele y del entretenimiento; la iglesia católica, los curas; el narcotráfico, los gringos, los productores, intelectuales, críticos, comparativistas, guionistas, autores, traductores. La misma fauna revuelta que excitó a los “detectives salvajes”.

 Una primera lectura es la del ausente, como si “regresar a México” fuera una categoría ontológica. México aplasta a Julio, lo hace más gris de lo que es, deslucido, nimio. Regresa con parte de Europa, su mujer, sus hijas y su trabajo.

 La sustitución protagónica no es algo para dejar pasar a la ligera, significa que el narrador con todo su poder relator ha reservado a su punto de vista algo de lo que están privados el resto de personajes. El punto de vista omnisciente editorial. Todos los personajes opinan en situación de diálogo, el narrador editorializa por encima de todos los diálogos, antes y después. De él no sabemos nada, él mismo no nos informa. Por momentos tanta omnisciencia, tanto protagonismo, tanto saberlo todo, carga la novela de un barroquismo muy mexicano, a lo Fuentes, que a mí me abruma.

 El otro asunto es el de los Ramones, López Velarde y Centollo. Una fina ironización de las dos caras de la “poesía nacional”. El “poeta íntimo de México”, moralista católico y putañero, el que se recita en las escuelas, el poeta oficial, el poeta maldito del amor, cuyo nombre alienta un premio literario. Y en la otra, Centollo, un Gómez Jatin mexicano, bebedor, marihuanero, vagabundo, invasivo, con una poesía rabiosa, que babea, señaladora, iracunda. No es una denigración ni del uno ni del otro, el narrador quiere mostrárnoslos en 360 grados. No es casual que el cura del pueblo y el tío Donasiano, se empeñen en hacer canonizar a López Velarde. Tampoco, que en el taller de Olegario Barbosa (el mismo nombre de un congresista colombiano corrupto en 1978) hayan convocado a Julio, a mansalva, con las gracias de Olga rojas, para pedirle que se sume a la causa de defensa de López Velarde, contra la manipulación mediática que se proponen hacer.

 La hacienda Los Cominos es un emblema, ahora degradada a ser locación para telenovela, una mexicanada, por la que pagan bien. Está en el norte, en el límite de los carteles de Sonora y Chihuahua. (Carlos Salinas de Gortari había sido capaz, como forma de controlar el negocio, de repartir los estados entre los narcos, como si se hubiera tratado de nombrar gobernadores). Ya la lucha no es por la tierra, sino por el agua. La economía local la mueven los carteles. Además los Cominos representan el pasado, las relaciones con Nieves, con los oficios, los amores apresurados en las camas prestadas de las sirvientas, los primeros besos, el erotismo fallido, los secretos, los íconos de la nostalgia.

 Y el otro, es el continente de la familia. El árbol genealógico a cuya cabeza está el tío abuelo de Julio, y que el narrador desgaja con saña, la historia de los sobrinos, el tío y el papá de Julio, sus mujeres, su prima Milagros, ambos hijos únicos. El narrador nos entera que Julio, además de plagiador, es un calumniador, capaz de acusar a la tía Carola, la madre de Milagros, de “entenderse” con el gringo de la nuca roja. Y aquella para evitar el escándalo, siendo inocente, huye de su familia. Es con Milagros que Julio vivirá lo tórrido, lo clandestino del primer amor, arreboles de una juventud lejana de la que emana pura nostalgia. Es sospechoso que el narrador haya omitido la historia de la madre de Julio, un fantasma completo que se resuelve con tres alusiones. ¿Por qué una parte crucial tan importante de la historia, no se contó? Como se contó la del tío Checho y Salvador, el padre. Un abogado especulativo que se gastó la vida perfeccionando la teoría del testigo confiable, el “primer testigo”.  

 El testigo es una novela que merece ser leída. Hay en ella una orfebrería de la palabra, un destilado barroco de efluvios que le llegan de Fuentes y Bolaño. Una condensación narrativa inquietante de México, lograda por un escritor con una potencia de lenguaje, que además de abrirnos un mundo para que entremos a él, lo hace prevalido de la seducción rítmica de los narradores iluminados. 

 

 

 

 

 

 

Al sur de la frontera, al oeste del sol

Al sur de la frontera, al oeste del sol

 Un título que incluye dos referencias geográficas que el libro se ocupa de explicar, un título con coma. Al sur de la frontera, cantada por Nat King Cole, la canción que escuchamos en los cincuenta y que remite a un mítico regreso al sur, el que probablemente hizo que Ambrose Bierce pasara la frontera para perderse en la revolución mexicana. Y la “histeria siberiana”, un invento mítico de Haruki Murakami, autor de la novela, con el que narra el efecto de la monotonía del paisaje en el campesino siberiano. A cualquiera de los puntos cardinales a que mire, siempre encuentra el horizonte, el sol sale de la tierra y se pierde en ella durante las cuatro estaciones. “…de todos modos ese ciclo continúa…y luego un día, algo dentro de ti muere. Tal vez nada o tal vez algo en el oeste del sol. En cualquier caso, es diferente del sur de la frontera”.

Me parece que la novela se refiere a eso que dentro de nosotros muere. Y que para representarlo dramáticamente, Murakami se inventa un personaje moderno, nacido el primer día de la primera semana del primer mes de 1951. El drama es que Hajime no olvida, es hijo único, lo que le daba una connotación muy particular entonces. Shimamoto ha sido víctima de la polio y también es hija única. El jazz los une y los lleva a un acercamiento cargado de erotismo fallido, que ambos luego ven en retrospectiva. Un par de histéricos siberianos sitiados por el horizonte redondo.

Lo que ninguno puede olvidar es el primer amor, son víctimas de la nostalgia de primer amor. 25 años después se encuentran en un jazz bar de Hajime, que ha abierto porque tiene un suegro con dinero. Ella aparece como un fantasma con vestido azul en noche de lluvia, ya no cojea, es bella, y hablan, escuchan la canción que hicieron suya en la sala de su casa con el equipo de sonido del padre, Star crossed lovers, que el músico de turno se complace en interpretar para ellos. Siempre en noche de lluvia, como un fantasma precioso, por el que él estaría dispuesto a abandonar a su mujer y sus hijas.

Ella es un enigma, aun para ella misma, aparece y desaparece, es y no es, está y no está, nada se sabe de su vida desde que se dejó ver con Hajime y a su paso va dejando el vaho de la nostalgia. Él es todo lo contrario, sabemos de su vida, está casado, tiene dos niñas y dos locales de jazz, atiende personalmente sus negocios, y su matrimonio, deliberadamente ha sido puesto en la novela como una cortina gris de fondo, imágenes fugaces y sin importancia, el matrimonio en segundo plano, la esposa desdibujada, privada de significado.

Dos vidas terriblemente distintas, pero encadenadas por una misma nostalgia, la del primer amor, un tibio y distante roce de juventudes en la sala de la casa. Una promesa inconclusa, entre dos personajes unidos por la condición de ser únicos en su familia, los chicos raros de la escuela.

De su escritura se dijo en el club de lectura donde lo leímos: sobra relato, se nota la mano del escritor en el narrador, la tensión es tardía. Digamos que sí, pero también digamos cómo. Murakami se alarga en el relato de la vida juvenil, quizá por ser su especialidad. Y porque el personaje de Hajime es la representación de muchos hombres japoneses de la segunda mitad del siglo XX. Se alargó porque estaba tallando un mito urbano, una representación enjundiosa de todos los hombres, a los que por causa del amor, algo se les muere dentro.

¿Cómo se sabe que el escritor le mete la mano al narrador? No digamos, a la primera persona. Porque el personaje pierde protagonismo, no es completamente él, se suplanta y por tanto se falsea. Más porque Murakami ha prestado tanto de él a Hajime, que por una suplantación innecesaria de protagonismo, podría verse acaso, la manito de Haruki moviéndose como la del titiritero.

La tensión tardía es propia de la novela japonesa. Es una marca reconocida y aceptable para lectores de literatura japonesa. El tiempo y el feeling de la tensión son bien distintos a los de la novela occidental. La de Murakami es una novela de anticlímax. La tensión acumulada por debajo de los hechos, aparece en el último tercio, a partir del último encuentro, el encuentro sexual aplazado. Clímax que se prolonga, casi hasta el final de la novela, cuando el enigma triunfa, triunfa el matrimonio y triunfa la nostalgia.

La acumulación de tensión se hace de manera tan sosegada, a la “japonesa”, con un tempo de sonata, a la par que el lector recorre la sima del relato. Y cuando el clímax se declara, el lector vira, se eleva y sigue a los personajes que regresan a la nostalgia, esa forma aterciopelada de la soledad.

La nostalgia, el mal del hombre del siglo veinte, la soledad retrospectiva, la histeria siberiana, la paranoia urbana, el fin del jazz. Sí, una novela menor de un novelista mayor, aunque todos los novelistas deberían ser menores.

Un artista del mundo flotante

Un artista del mundo flotante

Cuatro fechas después del ataque a Hiroshima y Nakasaki. Octubre del 48, abril del 49, noviembre del 49 y junio del 50. Y lo más curioso es que se leen en el mismo itinerario de una boda que se prepara durante toda la novela. Antes del enamoramiento, el compromiso, el miai, y el matrimonio. Y bajo la secuencia de fechas que marcan para Noriko el curso de su vida, el Japón que sobrevivió, el mundo que llamamos Japón. Y todavía más abajo, en los cimientos narrativos, el relato nostálgico de viejos pintores que florecieron en los años veinte y treinta. Y como ícono sutil de la novela el “mundo flotante“.

La clave de ingreso a la novela de Kazuo Ishiguro está en el valor de uso que el lector quiera darle a la imagen del mundo flotante, una metáfora guía y al mismo tiempo el andamio sobre el que se apoyan los planos narrativos interconectados, un doble presente, el de la familia y el de Japón, y varios pasados, en uno de ellos regresa a 1935.

Después de Hiroshima casi nada es igual. Perder la guerra, ver caer al pequeño emperador con cara de ciruelo triste, recibir el impacto del arma de destrucción masiva más grande de la historia, el efecto de la gobernación militar de McArthur, la configuración de una nueva casta de políticos locales, la economía de la posguerra; cada una de ellas, había contribuido a desquiciar los soportes que daban existencia y forma al país que inventó los kamikazes.

Japón se había desprendido de sí mismo, se había fracturado por las fuerzas que invocó. Todas sus formas de vida cambiaron, se había convertido en un mundo flotante. Un archipiélago al que se golpeó en sus raíces, y que aun así se sostiene, pese a las peores fuerzas humanas hasta ahora conocidas. Un mundo flotante está desprendido, dislocado, desentrañado de lo que era, de manera violenta. Aun así en la novela fluye un tiempo presente cotidiano, tranquilo, lento y sosegado, en donde se ocupan del niño, del cine, la cocina y el matrimonio.

La vida cotidiana es la historia de centro, a un lado el trasunto de los pintores. Ishiguro, como, En lo que queda del día, donde puso al Señor Stevens a trasegar con la dignidad, va  a poner a trasegar a Ono, con la condición de ser discípulo. Ser discípulo es una categoría de la relación entre personas que el mundo contemporáneo de la posguerra desdeñó. Hoy se habla de co-investigadores, pares, asociados.

La novela de fondo, tras los velos sutiles que mueve el viento que viene fe Kioto y llega a la prefectura de Shiga, es la de la condición de ser discípulo. Ono no reflexiona como un maestro, quizá en el fondo nunca se consideró tal, a pesar del reconocimiento de sus discípulos. Ono, desde antes de la guerra ya se movía en un mundo flotante, el de la ciudad que bien conocía como quiera que hacía parte de la bohemia andariega de los pintores agrupados, “el mundo nocturno del placer, el ocio y la embriaguez que constituía de hecho el fondo de todos nuestros cuadros”.

Ishiguro es un maestro en el juego rítmico, calibrado, balanceado de los tiempos. Es tal la armonía que logra que elimina la percepción de la transición. Maneja el cambio de tiempos con la disposición de artesano de la escritura, y con un ajuste de precisión sobre el que arma un dispositivo tan perfecto, como el de una carta bomba. Hace gala de la lentitud de la novela clásica. Deja que sus personajes se muevan en el intento de saber quiénes son. Maneja los planos de relato como el mejor director de cine. El plano macro, completo, que se resume así: “La verdad es que en este momento Japón parece un niño que aprendiera de un adulto extranjero”. El plano de fondo, el mundo de la pintura, que pasó; el último de los discípulos se rebela contra Ono. Y el primer plano cotidiano, en la casa, con las hijas y el nieto de Ono. Allí la única preocupación tras la muerte de la esposa, es el matrimonio de Noriko, como si se tratara de la corte en el siglo XIV.

Ishiguro es un genio del diálogo largo. Sus personajes están sincronizados para que lo que hacen y dicen, coincida en la representación escénica, no se sienten farragosos, discursivos, retóricos. No venden ideas, hablan de lo cotidiano, con acento cotidiano, creíble y ordinario.

Una semana, de a ratos largos, fue necesario para que de la mano de Ishiguro, sintiera que pisaba la inestable superficie de las islas flotantes.