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Alberto Rodríguez

Mi libro

Mi libro

Cada escritor vive la experiencia de la publicación de manera distinta. Desde la pura complacencia solitaria, hasta el disgusto total. Yo todavía no defino qué es. Un grado de extrañeza me deja el hecho de tener lectores que hablan de mis ficciones con una familiaridad de lo que antes fue el más recóndito bastión de la privacidad.

Después de que el libro se pone en la calle, la única recompensa, para mí, es escuchar a alguien que lo haya leído. Mi experiencia de escritura, como experiencia, se hace completa cuando un lector interviene, me dice. Es la razón de ser de la escritura que se hace pública. Es el lector el que lo llena a uno de confianza, de seguridad, de certeza, también el que lo llena de dudas, el que pone el dedo en la llaga, y hace ver al escritor, lo que no vio por andar enamorado de su texto. Es el lector el que hace preguntas, cómodas e incómodas. El que escupe y el que pace el texto.

No quiero creer que mis cuentos son tan buenos, como dicen mis presentadores y reseñistas. Todos, por afecto, por reconocimiento, por amistad, acentúan el reconocimiento, la virtud. Se trata de ayudarle al libro. Pero es mejor que no me crea todo, porque podría ser demasiado riesgoso para mi escritura.

Tengo dos guías de escritura: “gente de la calle que escribe para gente de la calle”, de Bukowski. Y, es más fácil escribir mal, que escribir bien. Así que el método que se deriva es el de la sospecha. Si sale fácil, algo va mal. Entre mayor sea la dificultad resuelta, podría ir bien.

No creo, como decía Capote, que dios nos da un látigo para autoflagelarnos cuando escribimos mal. Si así fuera, muchos de los látigos que da a los que escriben, no sirven, son de utilería. No bastaría tener el látigo más peligroso, una cuchilla de cuero, como el de Nezim, habría que saber cuándo usarlo. Prefiero mi propio látigo, a sobre medida, para que mi flagelación me sea completamente creíble y surta el efecto.

Ayer, en el transporte masivo, al mediodía en un vagón sin aire, me encontré de frente con una mujer mestiza, frente a mí. De un momento a otro, como si se hubiera acordado de algo, dijo mirándome: Serenata para la mujer del asesino. Hablamos muy poco, debió bajarse en la próxima estación. No me acuerdo de su nombre, pero lo vi en la feria del libro. Lo estoy leyendo. ¿Cómo los hace?

Y hoy me he enterado de dos lectoras que terminaron llorando en el primer cuento, el de los falsos positivos. Ahora creo haber conseguido lo que otros antes hicieron conmigo, arrancarme el llanto, un acto insólito de la experiencia de narrar. Lo que viene a acercarme a un prestigio inédito, en cuyos límites vivo la experiencia de la publicación. Hacer reír y hacer llorar.

1 comentario

marino agudelo hoyos -

Hay también unos lectores que no dicen nada y tal vez rieron o tal vez lloraron, pero en silencio (como aquel llanto de las madres en las cocinas mientras el fuego y el humo les servían de disimulo). Hay una multitud de lectores silenciosos...