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Alberto Rodríguez

Buenos Aires: por primera vez en una ciudad conocida

Buenos Aires: por primera vez en una ciudad conocida

                                                                                    ¿Si los que no somos argentinos llevamos un argentinito en el corazón, qué llevarán los argentinos en el suyo? Más allá de cualquier tosca generalización, los argentinos que encontré en Buenos Aires tienen una seriedad prevenida, que los hace distintos a otros latinoamericanos, y que haría pensar que con no mucho, podría activarse en ellos una respuesta que convendría a la irritación. A diferencia de los caribes, que todo el tiempo ríen, los argentinos ríen más bien poco. Siempre han sido más irónicos que chistosos. Pero tienen la desgracia de que se toman demasiado en serio. Quizás se deba a ese espíritu europeo que actualizó su sentido trágico en la Argentina: Gardel, Evita, Maradona, Sábato.

Nunca, como en ninguna otra ciudad, había sentido que al caminar por Rodríguez Peña, la calle Corrientes, por Flores, Boedo, el barrio del Caballito, Palermo, la Recoleta, ya lo había hecho en las páginas de la literatura argentina. Eran calles que volvía a recorrer sin haber estado nunca en Buenos Aires. Lugares como el parque Lezama, yendo para la Boca, en el que Martín esperó a Alejandra durante un año, en una banca junto a una estatua de Ceres, que hoy reposa al fondo del pequeño jardín de la casa de Sábato en Santos Lugares.

No supe bien si es una ciudad que se me revive o me permite volverla a caminar por segunda vez. Una ciudad literaria, en la que habiendo ido antes por Yerbal, donde vivió Roberto Arlt, entre Caballito y Flores, me dejaba hacerlo, por segunda vez, de una manera no literaria. Quiero decir, subordinado al peso de la gravedad cotidiana. Entre la calle que me había mostrado la literatura, la que me describieron, en el aire de un encuentro, o en la imagen apacible de un jubilado cebando el mate en una pulpería, había un vaho noble de coincidencia. Una ciudad que se me iba desdoblando a partir de lo que ya era para mí, a partir de una “mitología urbana” sonsacada de los cuentos, las novelas y las crónicas de los escritores argentinos, desde Lugones.

Buenos Aires en el norte y al centro es una ciudad europea a orillas de un estuario amarillo que tarda en confundirse con el mar, de aguas sedimentarias y dulces. El Paraná lame la costa de Buenos Aires, impregnando sus aguas de un turbio continental. Buenos Aires ha ido arrancándole tierra al estuario de la plata para prolongarse en el horizonte  de una ciudad europea, donde todos los estilos arquitectónicos importados se confunden, el neogótico, imperial, republicano, clásico, griego, latino, art noveau, art deco, ecléctico, inglés, nórdico. Una ciudad arbolada, de calles limpias y tranquilas, distribuidas en cuadrículas perfectas, como si hubiera sido levantada por masones, intersectadas por parques monumentales y minúsculos, donde se respira Europa en el paisaje urbano. El Aleph en el sótano de un hotel de segunda donde recalan turistas colombianos. O la Buenos Aires subterránea en la que se mueve la secta de  los ciegos inventada por Sábato.

Los descendientes de italianos, españoles, ingleses, de todas las migraciones a partir de 1870 fueron capaces de hibridar un mestizaje europeo lejos de Europa.

Y como un abrazo alrededor de Europa, la Latinoamérica de las clases medias que no caben en Europa, y en la periferia más exterior, en la cola, en los límites, la pobreza, arrinconada entre avenidas muy anchas, industria, barrios de casas iguales.

Llegué hasta Lomas de Zamora. Qué barbaridad. El autobús, después de dos horas veinte de haber salido de Retiro, me dejó en una calle larguísima, entre pavimentada y polvorienta, los laterales estaban en tierra. Muchos locales, ventas de helados, graneros, pollerías, salones de belleza, ferreterías, cafés, lavanderías. Eran más de las tres de la tarde y en cinco cuadras solo hallé abierto un granero, una heladería y un taller de motos.  En ninguna parte me quisieron prestar un baño, mi pobre vejiga estaba llena. Y las tres veces fueron tajantes, crudos, sin rodeos: no. La calle del comercio en blanco y negro, todas las puertas cerradas, apenas un grupo de personas que espera el bus de regreso. Evacuo detrás del esqueleto de un auto rojo, sembrado en una cama de yerbajos. Busco tomarme una cerveza, pero no hay dónde, un devastador hilo de soledad, de gris afestonado le pone a la calle mayor el sello de un lugar lejos de la Europa de la Recoleta y de la Europa de donde viene la Recoleta.

Lo menos que podía hacer era hacerme tomar una foto junto a la estatua de Ceres que reposa entre unos yerbajos verdes, largos como lombrices, en el jardín un poco dejado, de la casa de Don Ernesto.  

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