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Alberto Rodríguez

Un artista del mundo flotante

Un artista del mundo flotante

Cuatro fechas después del ataque a Hiroshima y Nakasaki. Octubre del 48, abril del 49, noviembre del 49 y junio del 50. Y lo más curioso es que se leen en el mismo itinerario de una boda que se prepara durante toda la novela. Antes del enamoramiento, el compromiso, el miai, y el matrimonio. Y bajo la secuencia de fechas que marcan para Noriko el curso de su vida, el Japón que sobrevivió, el mundo que llamamos Japón. Y todavía más abajo, en los cimientos narrativos, el relato nostálgico de viejos pintores que florecieron en los años veinte y treinta. Y como ícono sutil de la novela el “mundo flotante“.

La clave de ingreso a la novela de Kazuo Ishiguro está en el valor de uso que el lector quiera darle a la imagen del mundo flotante, una metáfora guía y al mismo tiempo el andamio sobre el que se apoyan los planos narrativos interconectados, un doble presente, el de la familia y el de Japón, y varios pasados, en uno de ellos regresa a 1935.

Después de Hiroshima casi nada es igual. Perder la guerra, ver caer al pequeño emperador con cara de ciruelo triste, recibir el impacto del arma de destrucción masiva más grande de la historia, el efecto de la gobernación militar de McArthur, la configuración de una nueva casta de políticos locales, la economía de la posguerra; cada una de ellas, había contribuido a desquiciar los soportes que daban existencia y forma al país que inventó los kamikazes.

Japón se había desprendido de sí mismo, se había fracturado por las fuerzas que invocó. Todas sus formas de vida cambiaron, se había convertido en un mundo flotante. Un archipiélago al que se golpeó en sus raíces, y que aun así se sostiene, pese a las peores fuerzas humanas hasta ahora conocidas. Un mundo flotante está desprendido, dislocado, desentrañado de lo que era, de manera violenta. Aun así en la novela fluye un tiempo presente cotidiano, tranquilo, lento y sosegado, en donde se ocupan del niño, del cine, la cocina y el matrimonio.

La vida cotidiana es la historia de centro, a un lado el trasunto de los pintores. Ishiguro, como, En lo que queda del día, donde puso al Señor Stevens a trasegar con la dignidad, va  a poner a trasegar a Ono, con la condición de ser discípulo. Ser discípulo es una categoría de la relación entre personas que el mundo contemporáneo de la posguerra desdeñó. Hoy se habla de co-investigadores, pares, asociados.

La novela de fondo, tras los velos sutiles que mueve el viento que viene fe Kioto y llega a la prefectura de Shiga, es la de la condición de ser discípulo. Ono no reflexiona como un maestro, quizá en el fondo nunca se consideró tal, a pesar del reconocimiento de sus discípulos. Ono, desde antes de la guerra ya se movía en un mundo flotante, el de la ciudad que bien conocía como quiera que hacía parte de la bohemia andariega de los pintores agrupados, “el mundo nocturno del placer, el ocio y la embriaguez que constituía de hecho el fondo de todos nuestros cuadros”.

Ishiguro es un maestro en el juego rítmico, calibrado, balanceado de los tiempos. Es tal la armonía que logra que elimina la percepción de la transición. Maneja el cambio de tiempos con la disposición de artesano de la escritura, y con un ajuste de precisión sobre el que arma un dispositivo tan perfecto, como el de una carta bomba. Hace gala de la lentitud de la novela clásica. Deja que sus personajes se muevan en el intento de saber quiénes son. Maneja los planos de relato como el mejor director de cine. El plano macro, completo, que se resume así: “La verdad es que en este momento Japón parece un niño que aprendiera de un adulto extranjero”. El plano de fondo, el mundo de la pintura, que pasó; el último de los discípulos se rebela contra Ono. Y el primer plano cotidiano, en la casa, con las hijas y el nieto de Ono. Allí la única preocupación tras la muerte de la esposa, es el matrimonio de Noriko, como si se tratara de la corte en el siglo XIV.

Ishiguro es un genio del diálogo largo. Sus personajes están sincronizados para que lo que hacen y dicen, coincida en la representación escénica, no se sienten farragosos, discursivos, retóricos. No venden ideas, hablan de lo cotidiano, con acento cotidiano, creíble y ordinario.

Una semana, de a ratos largos, fue necesario para que de la mano de Ishiguro, sintiera que pisaba la inestable superficie de las islas flotantes.

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