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Alberto Rodríguez

"El estilo es lo mínimo que hay que tener para escribir"

"El estilo es lo mínimo que hay que tener para escribir"

Hoy hablé en público con Leila Guerriero. Una mujer nacida el 17 de febrero de 1967. Según mi horóscopo literario para los escritores nacidos en ese año, Leila está bajo la influencia magnífica de cinco soles. Cien años de soledad. La pistola de rayos, de Philip Dick. Pabellón de cáncer, de Alexander Solyenitzin. El maestro y Margarita, de Mijail Bulgakov. Y para cerrar, El museo de la novela de la eterna, la antinovela que Macedonio Fernández escribió desde los primeros veinte hasta su muerte en el 51. La novela de los cincuenta prólogos.

Leila es una mujer recién pasado el medio siglo, de una contextura casi espartana, coronada por una mata ensortijada de pelo que le da espesura. Unos ojos oscuros, inmensamente vivos que aprendieron a mirar lo que otros no vemos.

Su “discurso” está basado en una larga y destilada experiencia de escritura que comienza con la ficción. Tuvo la gracia de haber sido leída en su casa de Junín en la que sus padres le compartieron el tesoro que la hizo adicta a la ficción. “Soy una devota de la ficción”, dice, "lo que sé se lo debo a la ficción". Pero cuando descubrió que la cabeza de un escritor de no ficción, funciona distinto a la de uno de ficción, ya no pudo regresar a ella. Una cuestión de vocación, asegura. Aunque ninguno se satisface con lo real, por eso el uno inventa, y al otro, jamás se le agotan las preguntas, ni la incertidumbre (diferente a la incertidumbre del que inventa) acerca de lo que percibe como real, que pasaría por ser la línea que separa el funcionamiento de la cabeza de los dos. Hacer periodismo significa instalarse en una duda permanente, dice Leila.

La vida de Leila durante los últimos 25 años podría recontarse en los episodios de inmersión en que se le ha convertido, y que la han llevado por temporadas al corazón del iceberg de cada historia. Movida por una curiosidad impertinente por lo que sus sentidos le dicen, como por lo que permanece oculto, sale a las calles, al suburbio, a la provincia,  como sale González Iñárritu cuando va a cazar la historia para su film, como quien va por un mamut.  

Y luego, cuando tiene el bulto de información, las conversaciones, los datos, los olores, el bordado de detalles, el alma fáctica de la historia, se encierra y se convierte en una bestia de carga narrativa. Con el estilo apenas necesario para el que escribe, dice ella, pero con un sentido de organización de la historia que envidiaría cualquier narrador. Sus recursos son los que aprendió de la ficción y que le conceden escribir como narradora. Y si se encierra hasta parir, es porque a pesar de saber qué decir y no decir, la soledad de la escritura no siempre deja ver el cómo definitivo. Aun así, lo más terrible no es la soledad de la escritura, peor es no encontrar el modo, el punto justo o injusto en el que la voz se hace posible. En semejante soledad, Leila es lo que somos todos a la hora de escribir, lo que hemos leído.

La forma de hablar, de razonar, de organizar sus ideas, la información que transmite, es la de una mujer que reconoce que “la escritura es su forma de estar en el mundo”. Una criatura literaria, una lúcida criatura semántica cargada de palabras, con la cabeza de un escritor de no ficción y las entrañas de uno de ficción. Sin ellos, Leila no habría llegado a ser una “mosca en la pared”, o a ser casi “invisible”.

Leila no se echa cuentos con la verdad, no yergue ninguna atalaya de superioridad moral o mediática para legitimar su trabajo. Prefiere dejar el asunto fuera de la ecuación del periodismo narrativo. El reportero es un sujeto y lo único que puede ofrecernos en su escritura es subjetividad destilada, refrendada con recursos metódicos, una “subjetividad argumentada”, dice. Prometer la verdad es propaganda ordinaria, algo nos quieren vender. Porque en sentido estricto, supondría un punto neutro, sin partido, el “punto de vista” sin sujeto.

Habló de la edición de los títulos y dijo que es "malísima para titular". Tiene títulos grandes, como Los suicidas del fin del mundo (una mezcla afortunada, del Club de los suicidas y los Amantes del fin del mundo). Plano medio, Malditos. Y los títulos de los dos últimos libros en los que Leila fue editora, Un continente lleno de futuro y Cuba en la encrucijada, que me resultan leves, con el dulzor manierista del lugar común. A partir del presente y hacia adelante, lo único que tenemos es futuro, que yo sepa, todos estamos llenos de futuro, lo cual no necesariamente nos deja tranquilos. El futuro es como la caja de Pandora. A veces sería mejor no saber qué va a pasar.  

La encrucijada con que se titula a Cuba, no es distintiva, ni más ni menos, que la de Argentina, Brasil, Venezuela, Colombia y México. Es leve porque carece del peso singular. Probablemente ningún título que pretenda ser descriptivo agarre la nuez de la "cuestión cubana". Y por leves, intercambiables, sin afectar el grado de verdad: Cuba, un país lleno de futuro y Un continente en la encrucijada. 

Leila no será siempre buena para titular, pero escribiendo las crónicas que corren bajo sus títulos, es buenísima. Habría podido seguir hablando con ella lo que dura un viaje de aquí a Buenos Aires.

Lo único que interrumpe su encerrona creativa cuando se encarniza en la escritura de sus crónicas, es tener que salir a comprar comida para gatos. 

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