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Alberto Rodríguez

Críticas de cine

Que viva la música

Que viva la música

 Un director de cine tiene derecho a hacer güevonadas, es su libertad de creación. Pero también debe estar dispuesto a pagar el costo de hacerlas. Que viva la música, en su versión cinematográfica, no es una adaptación de la obra de Andrés Caicedo, es una caricatura turística del lado oscuro de la ciudad. No le hace honor ni siquiera a María del Carmen Huertas, que en la novela es un personaje auténtico, con matices, que habla. Ni a Cali, ni a la música, ni a la llevadez, ni a la violencia. Es un ensayo híbrido barnizado de una cachondez sin ritmo, de una falsa violencia, de una pobreza escénica que duele, de una crudeza sin sensibilidad. Es un pastiche de folclor urbano, al que ni la música salva.

La película de Moreno, y lo lamento por Moreno, no tiene historia, no tiene actuación, no tiene novela, no tiene tensión, no tiene diálogo, no tiene ritmo, le falta sabor, o si lo tiene, es un sabor a ceniza yodada. Me produce la sensación de un guayabo maluco un lunes en la mañana.

Toda la razón tuvo Rosario Caicedo, la hermana de Andrés, de haber protestado contra esa cosa fácil, desangelada, sin sabor propio, llena de lugares comunes, que es la película de Moreno, autor de obras reconocibles. Que viva la música, es un argumento contra el cine nacional. Es un placebo estético, un destrabe, un anzuelo turístico para atraer gringos, más que una película que revele el corazón oscuro de la ciudad, el sur-norte de la rumba como alma, la sazón aburrida de la burguesía, y la desazón suprema de la pequeña burguesía.  

Uno no se explica cómo leyó Moreno a Caicedo. Es posible que se haya dado cuenta que la novela no podía ser llevada al cine, pero no quiso dejar pasar el papayaso que el mito urbano de la novela le proporcionaba para hacer una película colinchada del prestigio de la novela. Moreno no respiró la atmósfera, no percibió el dolor, ni el alma dislocada de unos personajes auténticamente perdidos, que por perdidos, otorgan un sentido al libro. Por lo que vimos, fue una lectura oportunista la que hizo de la novela. Habría bastado leer el guión para saber que era preferible seguir creyendo que la novela es incinematografiable, que haberla dejado a su suerte, para que se convirtiera en un catálogo estereotipado y vistoso para atraer turistas viciosos.

La honguera en Pance es tosca, mecánica, artificiosa, sobreactuada. Ni siquiera al viajecito le atinaron. Todo es postizo, falso, ni siquiera la violencia es cierta, y eso que Moreno ha visto la violencia que nos rodea, y que ha alimentado artísticamente sus otros trabajos. Parece un juego de gomelos con cámara, pasando un día en Pance.

Y de Paulina Dávila, la discreta diva local, a la que tanto le preocupa lo que pueda pensar su papá, después de tres o cuatro malos polvos que se echa en la película, no le han hecho ningún favor, convenciéndola de que es una actriz, que simula ser María del Carmen. Su trabajo no va más allá de una simulación sin carácter, una mudez sin convicción, apenas matizadas por la risa tonta, de una actriz que no supo a quién representaba.

Y los pedacitos de novela que se les ocurrió meter en off, y que Paulina lee, dan grima, ganas de salir corriendo por la forma desentonada, monótona, pueril, con que ella los lee. No siendo una actriz, lo mejor es que no hable, debió haber pensado Moreno, por eso la película no tiene diálogos, apenas disparos deshilvanados de afirmaciones sin consecuencia; así que la pusieron a hablar en off, pero ni siquiera en off su voz encuentra el tono, ella no sabe leer, no sabe hablar, no actúa, pero eso a nadie pareció preocuparle en la producción. Bastó que se bajara las bragas, que se dejara devorar del indio y  que nos mostrara el cuerpito, aunque fuera escénicamente incapaz de transmitir una sola emoción nítida, porque no las siente, no puede sentirlas, su aburrimiento, más que el del personaje de María del Carmen, es el de Paulina.

El exorcista

El exorcista

Una noche de miércoles a la una y media de la mañana, buscando todo y nada, mientras hacía sueño, encontré al azar  en un canal, entre una lista interminable, El Exorcista. Estamos con el padre Merrin en Irak a principios de los años setenta.

The Exorcist  fue el título del libro aparecido en 1972. Su autor, un escritor como muchos, no hizo una gran novela, hizo un best seller. William Peter Blatty intentó hacer un thriller de terror. Y lo que consiguió fue un diablo de pacotilla, que no obstante, aterrorizó a la generación de los sesenta, mostrándoles en él la mala conciencia norteamericana. El diablo vive con nosotros.

Nunca me quedó claro, ni en el libro ni en la película, dirigida por William Friedkin, en 1973: ¿por qué el demonio escoge un típico hogar norteamericano de clase alta, para tragarse a Megan? ¿Qué coños es lo quiere el demonio en Washington? Y una noche, cuarenta años después de que la vi en un teatro asustado y atestado, encuentro en el film a un diablo de opereta, un maligno muñeco de plástico, una máscara verdosa, una plasta de maquillaje hoy apenas creíble, un arquetipo de plástico, un personaje sin construcción, un esperpento aburridor.

 Una maligna deidad atiborrada de poderes: telecinesis, conocimiento del pasado de las personas, exceso de fuerza, el giro de la cabeza 360 grados. Pero aun así, es un pobre diablo, que se deja atar a la cama de Regan, por un médico, o un mayordomo. Y ahí se queda como un perro castigado, mientras el agua bendita de los jesuitas le cae como mierda abrazadora. Se inventaron un diablo con poderes retóricos, al que, para hacerlo manejable en la historia, le cercenaron su auténtica fuerza, la terrorífica credibilidad, el temor mítico.  

De una lado los jesuitas, el padre, el hijo y el espíritu santo, y del otro, un diablo amarrado con lazos de lencería. Y solo cuando el padre Merrin cree haber ganado la batalla, el demonio regurgita a Megan y sale para matar al viejo de un pescozón. Y cuando el jesuita psiquiatra, una mezcla completamente diabólica, entra y encuentra al viejo sin vida, precipita un cuerpo a cuerpo final, en el que le pide al demonio que lo posea a él. Y quién es el demonio para no complacer a un jesuita. Así que lo posé y de inmediato se arroja desde el segundo piso al fondo de unas largas escaleras.

A estas alturas se diría que el demonio fue a Washington a cargarse a un par de jesuitas que se le enfrentaron. No sé si sea suficiente para hacer del libro el éxito que fue, en un año vendió trece millones de ejemplares, o de la película, que se cargó un Oscar.

Es ejemplar el film en la creación de tensión, la dosificación, la acumulación interrumpida, el crescendo de antagonismo, el cuidado de los detalles, los indicios progresivos, la intensificación. Sin embargo, cuando al final la tensión revienta y se produce el sismo de la cama y el desdoblamiento, la tensión se pierde. Todo lo que sigue es un inverosímil, risible y cursi exorcismo contra un pobre diablo, amarrado a una cama como un perro.

Lo más parecido al demonio que se tragó a Megan, es el lobo del cuento de Caperucita que se tragó a la abuela.       

Relatos salvajes

Relatos salvajes

Relatos o cuentos salvajes es una película argentina rodada en el 2014, producida por los hermanos Almodovar y dirigida y escrita por Damian Szifrón, nominada en la categoría de mejor película extranjera al Oscar. Y naturalmente, con el sello actoral de Ricardo Darín.

Ha tenido todas las críticas que le quepan, de parte de los críticos de Internet, los espectadores, los que ven cine. La crítica tiene un factor común: la violencia. Para quienes la consideran muy violenta, un mal ejemplo, la película pasa por indiscreta, por “mostrona”. ¿Para qué un concierto de violencia desatada? Una mezcla afortunada del espíritu de Sam Peckinpah, Tarantino y Sidney Lumet.

Pero más allá de la inconveniencia de que el cine muestre la violencia, la venganza, de las cuales tenemos suficiente con la vida, me apresuro a reconocer lo que me produjo más emoción fue la forma particular de contar las historias. Las historias, como tal, pueden ser noticia de cualquier diario o noticiero en América Latina. De los relatos salvajes destaco los relatos, las secuencias de acción que dan todo el valor dramático al fresco de seis historias.

Cada historia es una pieza dolorosa, cruda, una herida abierta, una canallada con abogado de por medio, o a cuchillada limpia de vieja anarquista, o de venganza aérea de Pasternak, o de defecada en el panorámico del auto. Todas las porquerías, derivadas del odio, del resentimiento, de un dolor acumulado, o del amor-odio, como en el último episodio, El compromiso, están tan bien contadas, que termina seduciéndonos la porquería. Tan bien contadas que nos pone en condición, de que la víctima o el victimario que somos, se asome a su propio escena durante 120 minutos.

Es una película para que el espectador no despierte o se salga. Envuelve, a pesar del estupor, en un ritmo de violencia perfectamente domesticada, nuestra, completamente nuestra, con estallido, con estrellón, con dinero, sin piedad. Fue el granuja de Rousseau el que dijo “Los temores, las sospechas, la frialdad, la reserva, el odio, la traición, se esconden frecuentemente bajo ese velo uniforme y pérfido de la cortesía”.

El primer relato, Pasternak, no pasa de una comedia mediocre de coincidencias con final dramático, que no deja creer el recurso por el cual, el desafortunado Pasternak, logra reunir en un charter  a todos quienes en la vida lo jodieron, para que como en el reciente accidente de un avión alemán en los alpes franceses, decida encerrase en la cabina y estrellarse con todos esos hijos de puta que le arruinaron la vida. Creo que es un capítulo disuasor, que quiere evitarnos todo el fastidio que sigue a continuación.

No es una película para gozar, es una especie de corrida del velo russeauniano, en un guión perfecto, que muestra de una manera como solo el cine puede mostrar, el entramado de la condición humana, donde se agitan, entre dentelladas,  los cocodrilos del hipotálamo. 

Violette Leduc

Violette Leduc

Era una mujer fea de solemnidad, y posiblemente idealizó su propia fealdad, plenamente reconocida por ella, y a la que atribuyó que nadie la quisiera. Tú no me quieres por fea, le dijo a Simone de Beauvoir, de la que enamoró perdidamente.

Hija natural de una sirvienta, fue criada por su abuela Fideline, la única persona que probablemente la quiso. Nació en 1907 de un padre  al que ni siquiera conoció. Su madre fue desde siempre su desgracia, jamás le dio la mano y durante toda la vida le cobró su condición, la de ser mujer, la de ser fea, la de ser inútil. Su malquerencia y abierta hostilidad la marcó y la hizo desafortunada, dependiente, deprivada con una autoestima miserable. Un ser que lo único que pedía era un poco de afecto. Tenía debilidad por los maricas y las lesbianas, y siempre que se enamoró de ellos, todo terminó en un profundo fraude, que la hizo aun más desdichada. Su inmensa conciencia de la desdicha la obligó a ser escritora. Y sin más, sin haber leído, sin haber ido a talleres, se entregó a escribir a mano en grandes cuadernos empastados, lo único que entonces podía escribir, su vida. “Su desgracia – dice Simone de Beauvoir en el prólogo de La Bastarda – está en no conocer una relación de reciprocidad con nadie; o bien el otro es para ella un objeto, o bien ella se convierte en un objeto para él”.

Los títulos de sus primeras obras, lo dicen todo: Asfixia, publicada por Albert Camus en la colección Spoir, obtuvo un elogio de Jean-Paul Sartre , Jean Cocteau y Jean Genet. La Bastarda,  fue editada por Éditions Gallimard.

El director francés Martin Provost ha insistido a lo largo de su carrera en el retrato de personajes femeninos en desgracia. Violette es su quinto largometraje. Una película cuya narración se construye por capítulos, titulados con el nombre de una persona de su vida.

Emmanuelle Devos, que encarna a Violette en el film, tiene la responsabilidad dramática de hacer que su propia fealdad le preste credibilidad a la fealdad del personaje, sin que   la representación se engolosine en la apariencia física. Más bien al contrario resalta la doble desgracia de ser mujer y ser fea, de manera creíble.

La película comienza con Violette  conviviendo en el campo con Maurice Sachs en los albores del fin de la Segunda Guerra Mundial. Tras el rompimiento, uno más, se va a París en donde se enrola en el mercado negro de alimentos, que no abandonaría hasta mucho después. Provost va desvelando al personaje, mostrando cómo de manera casi fortuita se convierte en escritora.

El contexto cultural en el que se desarrolla la película es el existencialismo francés, logra un retrato atmosférico, lúcido y taciturno de la época. Curioso resulta cómo el director crea un fuerte contraste entre los escritores que rodean a Leduc y ésta: mientras para ellos todo parece un juego, o una manera de alcanzar notoriedad, en algunos casos impostando demasiado su intelectualidad, para ella es algo mucho más serio, más personal, más doloroso y más vital: su literatura es una forma desesperada de que alguien alguna vez la escuche, de que alguien la tome en serio.

Es un film del que nadie puede salir alegre.

 

Birdman o la inesperada virtud de la ignorancia

Birdman o la inesperada virtud de la ignorancia

En un comentario que publicó en FB, Carolina Sanín, destruyó la película, con meticulosidad y sevicia. Sin duda, nunca ha querido ni va a querer a Raúl González Iñárritu. El mexicano no es de sus afectos, su cine le parece una bazofia, y él le parece un arribista, trepador, que se asimiló a Hollywood, para que le dieran un premio.

Habló tan mal de la película, que me dan ganas de hablar bien. Lo primero que salta a la vista es la lenta y consumada transformación de un director mexicano, en un director norteamericano. Así lo vio la academia. Ahora solo es Inárritu, porque el González suena a latino. Del cine independiente que hacía cuando era un director mexicano, su cine se volvió chic, se ha hecho un director demandado en Hollywood. Un producto fríamente calculado, una máquina de hacer dinero.

La historia de Birdman y el viejo actor que no se resigna al retiro, refugiándose en un viejo y laberíntico teatro, no está del todo bien contada. Debería haber sido Birdman, Birdman, no como una alegoría titiritesca, un espantajo emplumado que aparece como un fantasma o una alucinación de efectos especiales. Birdman, el hombre tras el pájaro. La primera parte. Y la segunda, la locura de montar una historia de Raymond Carver, la locura histriónica, la locura de reparto, la locura de la improvisación, la locura financiera, la locura del preestreno. Pero el guión no puso el foco en el dramatismo del montaje de la obra, una historia  desafortunada de amor, como todas las buenas historias de amor, que salió del cuento   ¿De qué hablamos cuando hablamos de amor? En el que una mujer cuenta que antes de vivir con Mel, vivía con un hombre que la amaba tanto que había intentado matarla. Luego cuando ella se le fue, el hombre hizo dos intentos de suicidio. Todo un drama como materia para el drama de la recreación teatral, pero del otro lado, en el laberinto de la película, el drama del actor con su ex mujer, la hija, el abogado, el coprotagonista. Sin duda, le quedó mejor el revés, que el envés.

Lo del pájaro es muy pobre. La última escena no podía ser más que lo que fue, al revés de la primera, que quiso más la originalidad efectista, que la última escena del actor metido en la armadura del pájaro. Ante lo plausible de un suicidio, aunque suene a lugar común, siempre se mira hacia abajo, pero si no hay cuerpo tirado, se mira hacia arriba.

Una película  que termina en levitación es una película de final feliz. Y tal vez, después de haber desaprovechado la historia de Birdaman, que lo más seguro sobraba, de haber vuelto un amasijo de circunstancias conflictivas la representación de la historia de Carver, no quedaba más que un final feliz.

Una extraña película para cuatro Óscares, un extraño director para su propia película. Un actor que resucita: Michael Keaton. Gonzales Inárritu levitando bajo los cielos de Hollywoodland.

 

 

Hotel Budapest

Hotel Budapest

Hay algo muy original en Hotel Budapest, el film de Wes Anderson, nominada a ocho Óscares en la noche de hoy (hasta donde escribo ya se ha llevado dos), y es la falta de estilo. Es un film literario. Está basado en una obra de Stephen Zweig, los personajes son de talla Kafka, el guion reproduce lo mejor de la tradición inglesa de guión, los personajes hablan literariamente. Monsieur Gustav habla como un personaje de Bernard Shaw, u Oscar Wilde. Y la dirección parece de Tarantino. Es una sumatoria creativa y encantadora de influencias, que logra juntar lo mejor, para contar una buena historia de la nostalgia. La muerte de un hotel.

Es un film en el que al comienzo y en muchos pasajes hay un narrador que en off hace un contexto estrictamente literario de la acción del fim. Apela a un narrador, para que por la escritura se pueda hablar de algo que el film no es capaz de mostrar. El cine no lo muestra todo. El narrador contextualiza, organiza el diálogo, moviliza la trama, pone al espectador en un contexto, a través de la palabra. De la misma manera, como es cierto, que hay cosas que el cine muestra y la palabra no sería capaz de reproducir. La particular mixtura entre el modo palabra y el modo imagen para narrar, le da su ángel. Palabra y plano comparten el mismo foco.

Cada personaje es una creación cuidadamente particular, acentuada, marcada por un móvil literario. De hecho ya se han ganado – a esta hora – un Oscar de maquillaje y el de vestuario -, llena de humor, seriedad, malicia y atontamiento, maldad y dulzura. La historia la llevan Gustav y Zero Moustafá. Sus alianzas, sus dominios, la jerarquía, pero también la complicidad, la lealtad, el afecto.

Es memorable desde ya, la escena cuando Gustav logra fugarse de la cárcel y al salir se encuentra a Moustafá que le recita un poema, mientras todos los demás huyen. Y Gustav, paciente, espera a que el botones principal termine, le agradece, le elogia el sentimiento poético, y le pide que, por favor,  busquen donde meterse porque la policía no tarda en llegar.

La historia comienza con la llegada al hotel de un escritor que durante una temporada recala en el hotel, mientras trabaja en su libro. Por coincidencia conoce al dueño del hotel, con el que tiene otro memorable encuentro en el salón de las tinas, en donde se entera que el hombre no adquirió el hotel. Así que como en una novela, invita al escritor a cenar con él, para contarle la historia, que merece ser contada y más precisamente a un escritor.

No está nominada a la mejor película. Lo está para mejor director. Un tipo que tomó lo mejor que encontró para contar la historia que alguna vez contase Zweig.    

 

Nebraska

Nebraska

Don Quijote siempre sale, siempre debe salir, debe andar caminos, tener un punto fijo que lo conduzca. No importa qué tan loca sea la empresa. Desde salvar una dama en apuros, hasta ir a cobrar un millón de dólares de una aviso publicitario. Aunque, en este caso, el Quijote tiene 80 años, y ya no sabe muy bien de las cosas cotidianas, pero tiene muy claro que necesita una camioneta y un compresor de aire. El whisky y la edad lo han puesto un poco catatónico. Es un film, que menos mal no ganó todos los premios a que estuvo nominado en la última edición del Oscar. Es un film de escenas memorobles. La búsqueda de la caja de dientes en la carrilera, la familia de Woody en el cementerio y el robo del compresor de aire, en la casa del antiguo socio de Woody.

Alecander Payne nos había entregado A propósito de Schmidt (2002) y Entre copas (2004). Con Nebraska llega a un punto de cinismo narrativo, a un punto de realismo gerontológico,  que convierte la pieza en una joya minoritaria. Se da el lujo de hacerla en blanco y negro.

La aventura, el viaje a toda costa de Woody, el regreso a Nebraka, al pasado, es el centro de gravedad del film. Es su fuerza narrativa, la almendra del cuento. El expediente del amor filial es la antiestrofa. Tanto como lo es, la historia de la esposa de Woody. Es tan fuerte el peso del viaje, que termina arrastrando a toda la familia, a la madre y al otro hijo. Los pone en el cementerio donde está toda la familia enterrada. Los sobrevivientes son una pandilla de camioneros salvajes.  

Payne regresa a Nebraska, su hogar natal (su Yoknapatawpha), para contarnos la historia de un viejo que regresa con un motivo muy norteamericano, un milón de dólares ficticios. El hecho jala toda la historia, es la locomotora de las historias aledañasa. El conjunto es una pieza pulida, económica, sin ningún aspaviento. Payne escribió el texto para que lo interpretara Gene Hackman.

Todos ellos, gente y pueblo, retratados por la cámara aguda y contrastada de Payne, como fantasmas vivientes en vía de extinción. Una película de un viejo, para viejos. Un retrato generacional en blanco y negro. 

El Capo Jaramillo

El Capo Jaramillo

La tercera temporada RCN-FOX del Capo volvió con un escupitajo de originalidad, que en tres semanas ha dejado en claro, que la campaña publicitaria con la que se montó como espectáculo en la tele, es la de la legalización de la droga. Bravo, una buena causa.

El Capo condenado a treinta años en una prisión de la Florida, en el mismo patio con el Señor de los Cielos, es repentinamente solicitado por el director de la cárcel, para que vaya en ayuda del Director General de la DEA. Una misión no oficial de estado. De por medio está la vida de la esposa y del hijo del máximo funcionario de las drogas en USA.

Así, el Capo vuelve  a estar libre, de modo que puede pasearse como un rabino ortodoxo, que va a cenar al café de un hotel viejo en New York. Ahí donde todo se mueve de la mano durísima de Asimov, el Zar de Manhattan.

Pero el Capo, por ser paisa, llega con un proyecto, como si supiera que sus amigos – Bruna y Tato - lo van a sacar. Un proyecto anti empresarial, que consiste en hacer lo único que hay que hacer para combatir el narcotráfico, de modo que alguien se lo pueda creer, quebrarlo.

Así es el Capo. Un hombre que se apellida Jaramillo y que siempre va para adelante. Tiene buenas respuestas para preguntas difíciles. Tiene palabra. Temple para las causas duras. Y está absolutamente convencido de que tiene razón.

Y como Mario Puzo, y como Ford Coppola, en un momento impreciso en la historia, el Capo encuentra los hilos de una “mano invisible” que lo maneja todo. Se trata de un poder asentado en Roma, siniestro, absoluto y ecuménico. El capo di tutti capi.

Tiene la serie de temporada muchos aciertos, y muchos defectos argumentales, fisuras de verosimilitud, escenas desbalanceadas, actores secundarios malos, poca acción cinematográfica, diálogos flojos. Pero aún así montaron la historia sobre una línea audaz. Y eso vale para que seamos capaces de sentarnos todos los días, una hora, entre las nueve y las diez, a ver cómo es qué Jaramillo va a quebrar el narcotráfico.

Ocioso que es uno.    

 

 

El lobo de Wall Street

El lobo de Wall Street

La maldita película trata de una manada de lobos. Gruñe, resopla, está viva, muerde. Su fuerza está en la historia, pero la historia puesta en cine llena la pantalla de una furiosa energía cinematográfica que se produce cuando Scorcese, Di Caprio y Terence Winter, el guionista, se juntan. De una manada de lobos urbanos dedicada a la especulación, al juego de trabajar con el dinero ajeno que se enseña y se aprende en Wall Street.

Es la historia de Jordan Belfort. Una crónica, todos los hechos narrados están documentados, el guión se trabajó con extractos de sus memorias. Un personaje americano.  

Es una película de escenas memorables, de momentos, de exageraciones al estilo mafioso, al parecer todos los que hacen mucho dinero y muy rápido, se parecen. Escenas intensas, humillantes, delirantes.

La memorable escena didáctica: el primer día de Jordan en Wall Street. El almuerzo de bienvenida. La lección del brooker que dará a su formación, todo lo que necesita para organizar su pandilla de mil lobos. A través del teléfono montaron la más grande operación de defraudación de fondos privados, ventas ficticias, estafa accionaria, corretaje criminal,  manipulación de valores y lavado de activos, en USA.

Primera lección: el negocio consiste en que lo que está en el bolsillo de tu cliente, pase al tuyo.

Segunda lección: mover los papeles hasta difuminar el valor, hacer que sea volátil, irreal, que no esté en la tabla de elementos.

Tercera lección: que toda la economía especulativa se mueva con papeles, está bien, siempre y cuando nosotros tengamos efectivo.

Cuarta lección: dos pajazos diarios, una prescripción. Toda la presión de la tecnología con que trabajamos, hay que soltarla.

Quinta lección: la cocaína. Si no la metes revientas y además te hace pensar más rápido.

Jordan, antes de iniciar cada mañana su tarea de líder de la manada, se mete un par de líneas largas utilizando un billete de cien dólares, que luego arruga y tira al cesto de la basura que se ve repleto.

Una escena: navegando cerca a las costas de Cerdeña, el yate de Belfort se ve en una tormenta nocturna que conducirá al naufragio. Cuando el yate hace agua y una ola está a punto de quebrar la ventana del puente, Belfort le pide a su amigo sus “ludes” (cualudes). “No creas que voy a morir en sano juicio”, le dice.

Otra escena: está con una zorra en la habitación. La hace poner en cuatro y que levante el culo, se lo llena de cocaína y aspira agradecido.

Blue Jasmin

Blue Jasmin

La máscara de la risa con la que se representa la comedia, tiene su contrapartida en la máscara del llanto, con la que se representa la tragedia. Blue Jasmin, el último film de Woody Allen - tras el ciclo de tres comedias europeas, en las que algunos quisimos ver un síntoma de desfallecimiento - es una tragedia americana.

Todo el juego de expresiones se hace entre la risa y el llanto. Blue Jasmin se inventa del lado del llanto. ¿A qué mas conduciría  la descomposición progresiva de una mujer, que seguramente ha muerto sin darse cuenta? Una tragedia sin redención, sin reversa, que termina con la pérdida total de reconocimiento, cuando el personaje comienza  a hablar solo, en raptos alucinatorios que anuncian la tragedia.

La hypokrisis, de donde viene hipócrita, significa actuar o fingir, que es justamente lo que hace el actor, el portador de la máscara. Hypo es máscara. La diferencia de la tragedia moderna con la tragedia griega clásica, es que ya no necesita máscaras. Los actores se han hecho su propia máscara. Jasmin pasa de reír a la histeria, de la confianza a la pérdida.

La palabra tragedia proviene del griego  tragos que significa chivo, y de oide, que significa oda. Literalmente la tragedia es un “canto de chivo”. Por sinécdoque, los cuernos del chivo se toman por el todo, con lo cual el canto del chivo se convierte en “canto de cuernos”. Y si bien se recuerda, algunas de las primeras máscaras teatrales utilizadas en el Asia Menor y en la Grecia homérica, tenían cuernos. Jasmin o Janette (Cate Blanchett) vive en New York, está casada con un millonario que le proporciona la mejor vida, tienen un hijo que estudia en Harvard. El marido, un capitalista tramposo y corrupto, le pone los cuernos. Un día, tras haber sido descubierto con su última amante en el Ritz de París, le anuncia que la abandona. Ella, en venganza lo delata al FBI, que lo captura. Todo lo pierden, sobreviene la bancarrota, ella debe ir a San Francisco – aunque muy poco aparece San Francisco en la película - donde su medio hermana a vivir de arrimada. Conoce un hombre de posición social, al que miente respecto a su vida pasada, para conquistarlo. Él de manera súbita se entera de la verdad y la abandona. Ella busca a su hijo, que la rechaza, no quiere saber nada de ella. Así que queda completamente abandonada, camina perdida mientras llora, hasta que llega a la banca de un parque en donde se sienta completamente tragada por la tragedia.

La tragedia: le ponen los cuernos, pierde la fortuna, su matrimonio, a su hijo, y no le queda más que su medio hermana, a la que siempre despreció por pobre. Y el hombre que se consigue, se entera por el exmarido de su hermana, una víctima más de su propio exmarido, que todo lo que le ha dicho de su vida, es mentira.

Todo lo que Jasmin tenía era falso, comenzando por su vida. Ahora es una mujer sin nada que termina hablando sola, el último canto del chivo.  

Two Jacks

Two Jacks

El 19 de abril de 1856, Tolstoi de 28 años, dice en una página de sus Diarios (1847-1894) que ha terminado la novela Padre e Hijo, a la que siguiendo el consejo de su amigo y poeta Nekrasov, le cambió el título, por el de Los Dos Húsares”. 

 “Two Jacks”, en el original de la película de Bernard Rose, fue estrenada en 2012, y traducida equívocamente al español como Dos jotas, que afecta el sentido original que pretendió Tolstoi. El film es una adaptación libre de su novela, una historia que da lugar a otra, veinte años después, con el recurso de comparar dos generaciones metidas en el mismo negocio. 

 El legendario director de cine Jack Husar (Danny Huston), bebedor, tahúr, mujeriego, canalla y pletórico de un encanto clásico y de un gusto a toda prueba, regresa a Los Ángeles para conseguir fondos para su próximo largometraje. Un hombre lo reconoce en el aeropuerto, a donde quien dijo ir a recogerlo no apareció, así que acepta que su admirador, una víctima honesta del fracaso, lo lleva a recoger  a su perro. Es un rasgo insalvable de comedia, lo cual no hace al film una comedia. Husar es un canalla bueno que se halla en el límite entre el drama y la comedia. Tanto lo será, que a la salida de una fiesta, se saca a la corista, una eslava que canta en ruso,  la sienta en el espaldar de un convertible prestado, que conduce sin pase. Al frenar bruscamente dispara a la corista hacia atrás, sobre la calle, tal vez de lo borracha que iba no alcanzó a pasar nada, la otra mujer que iba con ellos se baja para auxiliarla, pero Jack continúa feliz por el boulevard, como si lo que se hubiera caído no fuese más que una lata de cerveza.

El regreso de Husar a Hollywood es un recurso narrativo del film para pasarle revista a la galería de personajes de la “meca del cine”: el productor mafioso, el productor fracasado, el productor millonario, la diva, el guionista. De todos se burla, a todos muestra como espantajos más o menos vistosos, más o menos siniestros.

 No es una comedia, eso sería un insulto para el espíritu de la obra de Tolstoi que inspiró la adaptación. Es un drama, salpicado por el humor natural de las circunstancias ordinarias de la vida. Ni más ni menos: la prueba comparativa del encanto entre generaciones, la de Husar padre y la de Husar hijo.

 Veinte años después de muerto Jack Husar padre, regresa Jack Husard hijo (Jack Huston), a la misma ciudad para dirigir una película. Termina llegando – gracias al guionista - a la casa de la exdiva, con la que su padre tuvo una torrencial noche de amor, y que hoy tiene una hija de su misma edad. Aquella teme encontrarse con Husar hijo, cae víctima de cierta ansiedad, se inquieta,  recuerda la noche de amor con el padre, luego de haber bailado en una fiesta - con trompadas celosas incluidas - un tango lento y sincopado.

Jack Husard hijo es una caricatura, de director, de hijo, de canalla, tal vez no reproduce el hijo de Tolstoi. Carece de todos los encantos de su padre, aunque es igual a él en sus bellaquerías, en sus gustos exclusivos, en sus antojos y nimiedades. Pero no conoce la ciudad, y carece de la suerte de su padre. Todo se le viene abajo, a causa del escándalo, lo echan de la producción, lo pescan ebrio, como a su padre, pero la policía veinte años después ya no reconoce  a Husar.

 El final, es la de un pobre guiñapo, sin alma, abandonado, en el mismo lugar del aeropuerto a donde su padre había llegado. Un final a color y sin luz, en el que el fantasma del padre, pretende ayudar a lo que ha quedado del hijo. Muy mal parada sale la nueva generación en el film. Es una película nostálgica, muy evocadora de otro tiempo, y muy devastadora del actual. Bernard Rose, rodó la parte de Husard padre en blanco y negro, a la manera del viejo cine, perdurable y gris. Y la historia de Husard hijo, a color, pero sin la gracia de la luz, con el filtro ámbar del fracaso.

 El guionista y el director de Two Jacks, hicieron una película para dejar bien plantada la generación de los padres, y como una plasta a la de los hijos. Se les agradece el encomio en blanco y negro.  

El ladrón de palabras

El ladrón de palabras

 Al menos cinco periódicos de USA la decapitaron en el 2012 cuando se estrenó: divertida sin intención (New York Post), sosa y obvia (USA Today), coja, incapacitada para conectar (The Washington Post), poco original (Houston Chronicle), los actores han quedado atrapados en un material plano (New York Daily News). Se trata de una película originalmente titulada “Worlds”, que en español se dio a conocer con un nombre que aunque literal - El ladrón de palabras -, resulta más sensitivo que si se hubiera traducido como “Palabras”.

Voy a defender la película de Brian Klugman y Lee Sternthal, codirectores y coguionistas. Un film que posiblemente no fue hecho para divertir. A no ser que los periódicos norteamericanos crean que la tragedia divierte. Tal vez sea poco original. Los originales de un inédito se han perdido muchas veces, y no pocas veces se han dado suplantaciones literarias. Y tampoco es inusual que un buen escritor haga libros que nadie edita, y que no sea capaz de escribir más. Pero lo que más cuenta en la historia – desde el punto de vista de la pretendida originalidad – es la forma como se cuenta, el dispositivo narrativo para referir una historia de escritura.

No sería extraño que alguien encontrara en los laberintos circulares de Paul Auster y en los finales ácidos de Woody Allen, el mismo aire con que Worlds se deja invadir. Un maletín, tal cual lo usaba Hemingway en los años treinta, se pierde con el original - camuflado en uno de sus pliegues - de una novela parida en cuestión de semanas, con la misma ira conque escribía Celine y la misma contenta desfachatez con que lo hacía Henry Miller.

Son tres historias en círculo. La primera la de un escritor más o menos detestable, que hace una lectura pública de la novela que está promocionando. Que trata de un segundo escritor que escribe una novela que nadie publica, y que cae en una situación crónica de bloqueo; que a su vez encuentra en un anticuario en París, el maletín con el original de la novela (que sea poco creíble que el original haya permanecido cuarenta años en el maletín, habrá que aceptarlo como indulgente pacto de verosimilitud). La novela ha sido escrita por un soldado pobre, angustiado, con una hija enferma, que la mujer se lleva tras abandonarlo. Una novela de alguien que nunca ha escrito una novela, pero que es capaz de sacar del corazón y de las tripas el aliento con que le da una fuerza demoledora.

En la supuesta novela que se está presentando se narra el encuentro del autor de la novela y del “autor” que después de encontrarla, la transcribe a su nombre y logra que se publique. Se encuentran en un diálogo lento, sosegado, revelador, trágico, en el que el “autor” se ve completamente descubierto por el autor, un hombre de más de setenta años. Ha venido del pasado, a un presente en el que encuentra su obra publicada, haciendo exitoso a un hombre que no puede escribir.

Es una película de autores que entran en un círculo de dependencias y vicisitudes en el que la trama se enriquece, enredando los hilos del tiempo de la escritura, dos pasados, uno remoto, otro cercano, en un presente, en donde ya no es posible tener certeza de la autoría y la suplantación, cuando el círculo se cierra abriéndose al plagio del plagio.

    

Tres Caínes

Tres Caínes

Dramatizar episodios violentos, oscuros, sangrientos de la vida nacional, no es ni bueno ni malo. Dramatizar, hacer una puesta en escena. A los televidentes y compradores de pauta, cuya sensibilidad moral o estética se ha resentido con la serie de RCN, Tres Caínes,  hay que decirles que se trata de un negocio, de los que vive la tele. Que se hayan resentido, tampoco los hace buenos o malos. A muchos que vemos la serie, Ricardo Silva Romero, nos ha tachado de “morbosos”. Y es cierto, morbosos como lo que muestra la serie y alimenta el negocio. Pero que sea él, el puro Silva Romero, quien venga a recordárnoslo en una columna en El País de Cali  (31 marzo), es un chiste flojo.

Asomarse a la historia reciente del país con una serie dramatizada visibiliza a víctimas y victimarios. A ellas en su anonimato o en la reparación, y los otros, en sus juegos criminales. El problema al asomarse, es el punto de vista. Quién y desde dónde se cuenta la historia. Acercarse a ella es como acercarse al álbum de fotos de la familia, en las que muchas no son buenas fotos, pero todas representan una estela de la memoria visual, que nos permite reconstruir la comprensión de nosotros mismos. Todos nos reconocemos y reconocemos a otros, tanto en el álbum como en el film. ¿No es de donde parte la antropología urbana y visual?

USA no ha tenido mejores escenarios que los de la primera y segunda guerra, la de Vietnam, la de Corea, la de Irak y la de Afganistán, para escribir novelas, hacer guiones, filmar películas y rodar series. Y las víctimas de todas las guerras, los que perdieron a sus hijos, a su padre, hermanos, en el sur y en el norte, siempre han visto que esa cinematografía visibiliza su condición. Las víctimas del cine nos conducen derecho a las víctimas reales, muchas de las cuales nunca recibieron reparación.

El otro asunto es el de la calidad estética de Tres Caínes. Silva Romero dice que no es una dramatización, sino una “ilustración”, es decir, repintar en un esquema narrativo, los hechos de la historia. ¿Pero a qué lleva una observación tan aguda? A la verdadera preocupación, la falta de talento de Gustavo Bolívar, a quien acusa de maniqueo, manipulador, carente de tino e intuición para hacer su serie.

El juez Silva Romero dictamina que los Tres Caínes, no son una serie de apología, pero que a Bolívar falta el talento para mostrar a los Castaño como fueron.

La historia nadie la cuenta como fue, todos armamos el relato a la luz de lo que se recuerda, de cómo se vivió, de lo que ha sido investigado. Así que pedirle a Bolívar que nos muestre a los Castaño como fueron, sería pedirle peras al olmo. Algo que no se le puede pedir a ningún guionista, solamente a la poesía. Además ningún cine, ninguna novela, se acercaría a lo que fue el fenómeno de ocupación paramilitar del país.  

Lo que perjudica a las audiencias no es el producto ilustrado sino la mala calidad del producto, es el dictamen final del puro Silva Romero, que nunca dijo en qué consiste la baja calidad formal de la serie, por la que descalifica el valor del álbum dramatizado de la familia Castaño.

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El vuelo

El vuelo

La escena más visualmente diciente, no es para mí, la secuencia del accidente con final feliz, aunque de ella se derive la polémica moral, que entraña la experiencia de vuelo, convertida por Robert Zemeckis en un film, de esos que se nominan al Oscar. Por el guión, a John Gatis, y por el protagónico, a Denzel Washington.

La escena que más me afectó es la del momento en que el piloto Whip Whitaker, despierta después del accidente en el hospital. Su ojo izquierdo está tapado por un vendaje blanco que le cubre la cabeza. Un gran primer plano a su ojo derecho, que se abre lentamente y deja ver un ojo flotando en el sanguinolento caldo de su cornea.

Whitaker es un personaje un poco prototípico, el alcohólico que lucha por sí mismo contra su alcoholismo y siempre sucumbe. Pero la película de Zemeckis no insiste en el conflicto de voluntad, ofrece un hecho dramático incontrovertible: por haber ido bajo los efectos del alcohol y la cocaína, Whitaker hizo lo que hizo. Una parte de la investigación consistió en hacer una prueba con diez pilotos en un simulador que reprodujo las mismas circunstancias del accidente. Ninguno, sin rastros de alcohol y cocaína, salvó el avión. El avión tuvo un desperfecto mecánico por falta de mantenimiento y fatiga de materiales. La causa establecida del accidente fue mecánica.

En el hecho corporativo, legal y de la investigación sobre el accidente, pesa más el hecho del alcoholismo y la drogadicción, que el hecho de haber salvado a 96 personas. Lo primero es contra el reglamento. Lo segundo está mucho más allá de cualquier reglamento.

Para la escena del vuelo invertido utilizaron un ‘rotisserie rig’ (como los de asar pollos) para trinchar el avión. Hubo que rodar por segmentos breves, no se recomendó que los actores se expusieran mucho tiempo a la posición. Con un acabado de efecto especial se hizo el resto en edición.

Durante toda la película Whitaker y sus amigos, incluyendo a su expendedor y su abogado, intentan ocultar todo para evitar ir a la cárcel. Y a fe que trampeando lo logran, guardando evidencias y orientado incriminaciones. Niega, niega, niega todo, todo el tiempo, hasta el último momento, cuando la investigadora que conduce, lo lleva a un punto crítico, un punto de giro final y cortante. La azafata muerta con la que despertó en el motel del aeropuerto esa mañana – Katherine Márquez – es su salvación. Si dice que él no bebió el par de botellitas de vodka durante el vuelo, todo la señala a ella, y nadie lo puede desmentir, porque ha muerto. Pero no, no más mentiras, se dice Whitaker. Y confiesa todo, todo, llega a decir que ha bebido todo el tiempo y que en el momento está ebrio. Recién su expendedor lo sacó de la borrachera, con una dosis de cocaína de ocho cientos dólares, que su amigo y su abogado compraron para levantarlo y conducirlo al salón.

Y por lo demás, en el film termina no siendo civilmente cierto, que  decir la verdad nos haga libres, Whitaker terminó en la cárcel.

 

 

 

Hitchcock

Hitchcock

Psicosis fue la primera película en el cine norteamericano en que apareció un inodoro. Era 1960 y Alfred Hitchcock se había quedado sin productores. La película nominada al Oscar, debería haberse llevado el Oscar, el mismo que el viejo Hitch nunca recibió. Tacañería sentimental de la Academia.

Hitchcock es una producción en la línea de las biografías, que tantos éxitos han cosechado en los últimos años: Lincoln, Ray Charles, la reina Isabel, Jorge VI, Gandhi, Hoover, JFK, Nizon, Capote, el Che. Pero más que la gracia biográfica de sus honrosos antecesores, la gracia de Hitchcock, está en haber conseguido mucha más actitud en la caracterización.

Hitchcock, el hombre que asustó a Norte América. Un inglés neurótico, rechoncho, de papada virreinal y una ironía que cortaba gargantas.

El secreto del film es el guión. Construir un Hitchcock que le hace sentir a quienes nunca conocimos a Hitchcock, que habla como Hitchcock. Un personaje-persona al que conocemos por su cine. El mismo que en la escena cumbre de Psicosis, cuando el psicópata apuñala repetidas veces a la mujer en la ducha, se levanta completamente poseído, de su silla de director, toma el puñal del actor y le muestra, tras salirse de sí, cómo se  apuñala a una mujer. La mujer entra en un auténtico terror, al reconocer en el director un auténtico asesino, que de no haber sido porque estaban en el set, la habría acribillado.

La escena estaba a cargo de Antony Perkins y Vivian Leigh. Pero el actor no alcanza la actitud, el toque aristotélico de unidad, en el momento de acuchillarla. Así que Hitch se levanta para ir a resolver la escena personalmente, unos minutos después de haber confirmado la relación de su mujer, Alma, con un guionista, amigo de la pareja. Cuestión de motivo, de actitud.

Hitch debió tratar con la censura, con un comité de misioneros peinados al rapé, de camisa blanca y corbata negra, que se opuso a que se mostrara el inodoro, a que hubiera una escena franca de amor y al apuñalamiento, no por la violencia, sino por los pechos de la mujer.

Hitch demostró que el inodoro era indispensable, puesto que era un elemento en el que se habían dejado indicios, indispensables para la trama. Se comprometió a no mostrar a la mujer, a velarla y a editar para que en la edición apenas apareciera la silueta. A cambio pidió libertad para el apuñalamiento. A Hitch y a Alma se debe la edición.

Después de Psicosis Hitchcock se convirtió en su propio productor, el sueño de cualquier director y cualquier actor. Y siguió haciendo cine casi hasta 1980.   

 

Amor

Amor

Una buena nota de una película es que cause alguna emoción, que lo ponga a uno  a tiritar, a volar,  a vomitar, que le cause al espectador algo que le agite la existencia. La mayoría de las películas no causan nada, se consumen como las palomitas y la gaseosa, mientras dura la proyección, pagamos por una forma grata de separarnos de la vida, rellenando el tiempo muerto con distracción. Está bien distraerse, quién diría que no a la industria del entretenimiento, que distrae, distrae y distrae a millones en el mundo. Pero también está bien no distraerse, como decían las mamás, todo no puede ser distracción.

 Amor es una película del francés Michael Haneke que no está hecha para distraer, de esos raros, despaciosos films de minoría, completamente teatral, con un guión inteligente y una conversación tan convincente que involucra al espectador en la escenificación doméstica de una agonía, eso a lo que se le teme más que a la muerte misma, y que bien puede ser la agonía del espectador, de muchos, anticipada en una puesta teatral, que a la manera de las tragedias se resuelve de alguna manera. Durísima, por cierto.

 ¿Pero qué cosa podría ser un film para no distraer? ¿Cómo alguien paga para entrar a concentrarse a sufrir? ¿Cómo alguien se ocupa de hacer una película que no va a distraer? ¿Y si Amor no distrae qué cosa hace? Concentra la historia para hacer posible una experiencia, con consecuencias, con alcance, a prueba del olvido instantáneo en el que caen la mayoría de películas.

 Amor es para sufrir, causa una conmoción que obliga a tomar aire, o a suspender. Es capaz de conducir a un espectador a su propia vejez, a ponerlo en situación, lo mete en un drama universal del que él mismo hace parte, aunque no lo acepte.

Un matrimonio de viejos se ve repentinamente afectado por un accidente cerebral de ella que le deja medio cuerpo paralizado. El guion es portentoso porque sabe manejar el tiempo, degrada la situación vital de ella en un ritmo apenas perceptible, hasta ponerla al borde de la muerte. Pero el borde de la muerte es mucho más ancho de lo que imaginamos. Ahí puede permanecer balanceándose más de lo que el hombre resista. Entonces opta por una salida a lo Betty Blue. 

 Premiada en Canes y postulada al Oscar a mejor película extranjera. Acaba de levantarse con tres premios Lumiére, a mejor película, mejor actor y mejor actriz.

 

 Amor Dirección y guión: Michael Haneke  Países: FranciaAustria y AlemaniaAño: 2012. Duración: 127 min. Género: DramaInterpretación: Jean-Louis Trintignant (Georges), Emmanuelle Riva (Anne), Isabelle Huppert (Eva), Alexandre Tharaud (Alexandre) Producción: Margaret Menegoz, Stefan Arnd, Veit Heiduschka y Michael Katz. Fotografía: Darius Khondji.Montaje: Nadine Muse y Monika Willi. 

Django Desencadenado

Django Desencadenado

Tarantino no utiliza la violencia gratuitamente, es cierto, aunque la adorna. Si algo cuida es la historia. De buenas historias se hacen buenas películas. Django desencadenado es una recreación de un género, de cuando los buenos desparecen y todos se vuelven malos. Es una cobranza al esclavismo, a los señores, a los negros que se les vendieron, una cobranza histórica, invirtiendo los papeles, haciendo que sea el esclavo liberado por un asesino, quien glorifique su destino dramático en el film, matando a todos los malos para salvar por la venganza el amor de la esclava que hablaba un poco de alemán.

 Django es la gana creativa de un loco con talento por hacer un western. Tarantino sabe pulir los personajes como esculturas, cuida sus diálogos y encuentra en sus corazones los motivos, que los mueven en algún sentido.

El doctor King Schultz es un personaje inolvidable. Un alemán en USA – como un yanki en la corte del rey Arturo - , dos años antes de la guerra civil, mitad leguleyo y mitad asesino. Un  caza recompensas ilustrado, perfectamente hablado, perfectamente presentado, falso dentista, asesino repentista, librepensador, que le cuenta a Django la historia de los Nibelungos. Su inglés es de academia, con una pronunciación teatral y una dicción atildada, los rasgos que mejor definen a Schultz. Un caza recompensas bien hablado. Lo que introduce a la historia la novedad, el contraste, una fuente nueva de recreación de una historia re-editada.

A cuenta de mi gusto, Django debería haber muerto. La glorificación del destino del héroe me sabe demasiado dulce en la torta envenenado que ha estado haciendo Tarantino en la cocina de la historia. Su muerte habría sido un anticipo de la muerte que les espera a él y a Brunilda, cuando los señores esclavistas suelten todos sus perros para darles caza. Un tipo como Django no puede estar vivo. Al año siguiente estalló la guerra civil.

Habría preferido vivo al doctor King Schultz, al fin y al cabo quienes son como él, tienen más condiciones para sobrevivir exitosamente, que los que se parecen a Django.

 

 

Sin límites

Sin límites

Que en una residencia de estudiantes de Madrid, se encuentren Salvador Dalí, Federico García Lorca y Luis Buñuel, a principios de los años veinte, es un hecho surrealista, pero cierto. Tan cierto como que Carlos Saura y Paul Morrison, gastaron su talento y el dinero de los productores, haciendo sendas películas para mostrarnos el laberinto afectivo y poético de esos tres hombres, quienes desde la pintura, la poesía y el cine, metieron a España en el siglo XX, y nos dejaron un legado entrañable.

La película de Morrison titulada “Sin límites” del 2008, está demasiado centrada en el enamoramiento admirativo y ambiguo entre Dalí, cuya sexualidad era más ambigua que su método “crítico-paranoico”, y Lorca, cuya homosexualidad tierna e inocente, lo hizo tan odiado para el franquismo como las obras de teatro con que desde La Barraca paseaba por la España anterior a la guerra civil. Una apuesta arriesgada, valiente, quizás suicida. Por supuesto que lo fusilaron por su obra, pero con la intención macha y vindicativa  de los fascistas homofóbicos, que esconden su condición de maricones reprimidos.

Dalí y Buñuel, como todos, querían ir a París. Tenían que ir a París, como Picasso y los artistas españoles, norteamericanos y latinos. El uno y el otro le insistieron a Lorca para que viajara, pero él tenía una misión imperativa, con su obra y su pueblo, recorrer su vieja España con su tablado, sus actores, su poesía.

Dalí y Buñuel rodaron, mientras estaban en París, el Perro Andaluz, la más famosa de las películas surrealistas. Cuando Lorca lo supo no pudo más que sentir que sus dos antiguos amigos le habían mandado un mensaje de amor y desamor, probablemente ajeno a la estética gitana, de quien apenas se acercó al surrealismo francés.  El hombre de mirada profunda y ojos negros, se preguntó ¿Quién más? El de Andalucía soy yo y lo de perro…

El reencuentro de Lorca con Dalí y Gala, quien ya había estado casada con Paul Eluard y Picasso, fue patético. Dali es el mismo afectado y sobreactuado de siempre, solo que ahora ya es famoso y tiene dinero. Su excentricidad apesta, le apesta a Lorca. No obstante le propuso que se fuera con él  a los Estados Unidos. Y Buñuel le rogó que no regresara a su natal Andalucía.

La escena más cautivadora de la película - de fotografía cuidadosa, escenografía pictográfica y actuación honrosa - es la escena cuando Dalí en su estudio se entera del fusilamiento de Lorca. Con su pincel grueso, muy grueso, casi una brocha, salpica la tela de negro puro, insiste con fuerza, con toda la rabia, con todo el dolor del mundo, esparciendo  negro, negro, negro y más negro, y luego la cara, las manos, la camisa, hasta quedar cubierto por el negro del mundo, como la anunciación oscura que destila el dolor por aquel poeta tierno que una vez le leyó sus versos, mientras reposaba su cabeza sobre las piernas del poeta,  a orillas del Mediterráneo.  

 

 

Riverside

Riverside

No es fácil aceptar que Harold Trompetero, famoso por su risa, sea el mismo director del Paseo y de Riverside. Aunque quizás todo director tenga el derecho de mamarse gallo y mamárselo al público que paga complacido para que le mamen gallo. “Yo pienso que la creación es un proceso de experimentación completo en el que uno trata desde diferentes puntos la naturaleza del ser humano, de cómo se refleja y cómo vive. A veces se llega a la comedia, al drama o a la tragicomedia. Con Riverside  las circunstancias se dieron para que fuera una cuestión muy dramática, pero que en el fondo tiene un dulce sabor a comedia”. Dice Trompetero.

Hay un designio manifiesto en el trabajo de Trompetero, no repetirse. La prueba es que cada película es una cosa distinta, nueva. Riverside  es una película como jamás la había hecho, es – dice - su opera prima, “siento que por primera vez aplico todo lo que he aprendido en este tiempo de trabajo”.

Es una película sobre inmigración, pero también de amor y subsistencia. Esas tres irrebatibles condiciones que provocan al alma retada del espectador. Más de amor que de desplazamiento. Amor en el extremo de la subsistencia, en un mundo como el de Nueva York, que Trompetero no alcanza a mostrar en su bruta crudeza, deliberadamente empañada con el aire de ese “dulce sabor a comedia”.

Se rodó bajo los puentes de Manhattan en pleno invierno con temperaturas bajo cero. 16 días con sus noches gastaron en la producción de bajo presupuesto. La mayoría del equipo era de inmigrantes de diferentes nacionalidades. Una película que contó una historia que a su vez se estaba viviendo.

La película se terminó a finales de 2007, pero antes de sacarla se llevo al Festival de Cine de Shangai, el Cannes de Asia. Estuvo en el Festival de Cine de Oaxaca, se presento en el Festival de Cine de La Habana. En Colombia, una vez estrenada, pasó más o menos desapercibida bajo la discreta mirada de los espectadores y con alguno que otro buen comentario.

Vuelve Trompetero:” Es la primera películas en la que dejo a un lado la experimentación y me dedico a hacer un proyecto dramatúrgico convencional guardando los cánones del cine normal, plantear un fenómeno ciento por ciento dramatúrgico con una narrativa muy del común. Uno piensa que hacer cosas dentro del estándar es fácil pero cuando se enfrenta a hacerlas se da cuenta que lo más difícil es manejar el estándar de manera sorpresiva y creo que Riverside lo hace de esa forma. Es como mi primer tiro, como decir que es mi primera película realmente y espero seguir dando tiros así y de pronto otros que no”.

Lynn Mastio Rice es una señora actriz, de New York,  que ha trabajado en Broadway. Tiene la mirada profunda y generosa de las rusas maduras y una voz inolvidable, de acentos bajos y timbre grueso. Diego Trujillo, un señor actor colombiano, dice que lo más importante de la experiencia para él, fue que en la medida en que su personaje, un rico colombiano arruinado en New York, comenzó a ser mendigo en unas condiciones supremamente duras (la calle, el frio, las dificultades, la noche) él mismo se hizo un homeless. Las condiciones se le dieron para que con un inglés acentuado pero bueno, hiciera un personaje completamente creíble y lleno de matices. La escena de su traba con la puta en el banco del parque es de una inocente ternura, memorable.  

 Los personajes encontraron sus actores. Trompetero encontró una forma sostenida de contar su historia. El relato encontró el tono justo, en que debía ser contado, y en el que la patria, llama de allá, muy lejos, bien de Barranquilla, bien de Rusia, de una manera que le pone un poco de color a la inmigración, un poco de amor a la desgracia y un tono de dura  belleza a la tragedia.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

De dioses y hombres

De dioses y hombres

Nunca la maldad actúa con más alegría y fortaleza que cuando lo hace movida por motivos religiosos, dice uno de los monjes cistercienses en la película francesa De Dioses y hombres, citando a Pascal.  

En la escritura del guión de Etienne Comar, intervino Xavier Beauvois el director, en los diálogos, un actor de 43 años que ha dirigido seis películas. Hay dos niveles de tema en el guión, por un lado el de la guerra y por otro el del compromiso eucarístico, el ora et labora,  como forma de vida de monjes franceses en la sierra argelina. Destaca la fuerza de la fraternidad y el servicio comunitario. Que los monjes pertenezcan a la orden cisterciense, en el monasterio de Tibhirine, es una magnífica ironización cristina contra el catolicismo de los banqueros y pederastas de la congregación de la fe.

Las interpretaciones son de una potencia dramática altísima. Al punto que por momentos podría pensar el espectador que está frente a un buen documental, especialmente al principio, cuando la película muestra: dónde están, con quiénes viven, qué hacen. Una economía de palabra religiosa sirve para darle toda la luz a los hechos.

Y una consagración absoluta del poder dramático, la escena en la que los ocho monjes se reúnen la noche de navidad para su frugal cena, igual a la de todos los días, y Luc – el médico – coloca en la grabadora El cisne negro de Tchaikovski. La cámara entonces se queda en el rostro de cada uno de ellos, unos instantes en los que la música, la cofradía, el profundo temor y el valor de una decisión, les arranca gestos íntimos, verdaderos, soberanos, doloroso, que a mí, me condujeron al llanto. El cisne negro, justamente, el amor bueno y el amor malo.

Uno de los monjes asesinados en el monasterio de Tibhirine dejo un testamento escrito: “Si me sucediera un día -y podría ser hoy- ser víctima del terrorismo que parece querer involucrar ahora a todos los extranjeros que viven en Argelia, desearía que mi comunidad, mi Iglesia, mi familia, recordaran que mi vida estaba entregada a Dios y a este país. Que aceptaran que el único Señor de toda vida no podría permanecer ajeno a esta partida brutal”. Y más adelante: “De hecho, no veo cómo podría alegrarme de que este pueblo al que amo fuera acusado indistintamente de mi asesinato. Sería un precio demasiado alto para la que, tal vez, llamarán la «gracia del martirio» debérsela a un argelino, quienquiera que sea, sobre todo si dice actuar por fidelidad a lo que él cree que es el islam. Conozco el desprecio con el que se ha llegado a rodear a los argelinos globalmente considerados. Conozco igualmente las caricaturas del islam que alienta cierto islamismo. Es demasiado fácil tranquilizar la conciencia identificando esta vía religiosa con los integrismos de sus extremistas”.

“Sí: también para ti quiero este gracias y este «a-Dios» por ti previsto. Y que se nos conceda reencontrarnos, ladrones felices, en el paraíso, si así lo quiere Dios, Padre nuestro, tuyo y mío. Amén. Insh´allah”.