El exorcista
Una noche de miércoles a la una y media de la mañana, buscando todo y nada, mientras hacía sueño, encontré al azar en un canal, entre una lista interminable, El Exorcista. Estamos con el padre Merrin en Irak a principios de los años setenta.
The Exorcist fue el título del libro aparecido en 1972. Su autor, un escritor como muchos, no hizo una gran novela, hizo un best seller. William Peter Blatty intentó hacer un thriller de terror. Y lo que consiguió fue un diablo de pacotilla, que no obstante, aterrorizó a la generación de los sesenta, mostrándoles en él la mala conciencia norteamericana. El diablo vive con nosotros.
Nunca me quedó claro, ni en el libro ni en la película, dirigida por William Friedkin, en 1973: ¿por qué el demonio escoge un típico hogar norteamericano de clase alta, para tragarse a Megan? ¿Qué coños es lo quiere el demonio en Washington? Y una noche, cuarenta años después de que la vi en un teatro asustado y atestado, encuentro en el film a un diablo de opereta, un maligno muñeco de plástico, una máscara verdosa, una plasta de maquillaje hoy apenas creíble, un arquetipo de plástico, un personaje sin construcción, un esperpento aburridor.
Una maligna deidad atiborrada de poderes: telecinesis, conocimiento del pasado de las personas, exceso de fuerza, el giro de la cabeza 360 grados. Pero aun así, es un pobre diablo, que se deja atar a la cama de Regan, por un médico, o un mayordomo. Y ahí se queda como un perro castigado, mientras el agua bendita de los jesuitas le cae como mierda abrazadora. Se inventaron un diablo con poderes retóricos, al que, para hacerlo manejable en la historia, le cercenaron su auténtica fuerza, la terrorífica credibilidad, el temor mítico.
De una lado los jesuitas, el padre, el hijo y el espíritu santo, y del otro, un diablo amarrado con lazos de lencería. Y solo cuando el padre Merrin cree haber ganado la batalla, el demonio regurgita a Megan y sale para matar al viejo de un pescozón. Y cuando el jesuita psiquiatra, una mezcla completamente diabólica, entra y encuentra al viejo sin vida, precipita un cuerpo a cuerpo final, en el que le pide al demonio que lo posea a él. Y quién es el demonio para no complacer a un jesuita. Así que lo posé y de inmediato se arroja desde el segundo piso al fondo de unas largas escaleras.
A estas alturas se diría que el demonio fue a Washington a cargarse a un par de jesuitas que se le enfrentaron. No sé si sea suficiente para hacer del libro el éxito que fue, en un año vendió trece millones de ejemplares, o de la película, que se cargó un Oscar.
Es ejemplar el film en la creación de tensión, la dosificación, la acumulación interrumpida, el crescendo de antagonismo, el cuidado de los detalles, los indicios progresivos, la intensificación. Sin embargo, cuando al final la tensión revienta y se produce el sismo de la cama y el desdoblamiento, la tensión se pierde. Todo lo que sigue es un inverosímil, risible y cursi exorcismo contra un pobre diablo, amarrado a una cama como un perro.
Lo más parecido al demonio que se tragó a Megan, es el lobo del cuento de Caperucita que se tragó a la abuela.
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