Blogia
Alberto Rodríguez

Críticas de cine

Green Book

Green Book

Así como la novela es un género de personaje, en el cine también hay películas de personaje, en el sentido de que se ocupan del perfilado de carácter con mayor énfasis, acierto,  o visión estética, que de las circunstancias, a pesar de que los personajes sean inseparables de las circunstancias.  

 La película, Green Book (la guía sureña de hospedajes donde los negros pueden pernoctar) de Peter Farrely se ha llevado el Oscar a mejor película, a mejor actor de reparto y a mejor guión. Un consenso tal en la academia, quizá tenga muchas explicaciones.

 Es posible que la originalidad de una historia que invierte los roles, del blanco y el negro, sea una buena razón. Un matón italiano del Bronx y un negro virtuoso del piano, con títulos, dinero y poder. El viaje, siguiendo el itinerario de conciertos es la circunstancia marco, pero más allá de poner el énfasis en el entramado, se dedica a llenar de humanidad a los personajes, en el forzado intercambio en que los ponen las circunstancias de “amo y esclavo”.

 También es posible que la resolución amistosa, afectiva, comunicativa entre un racista homofóbico y un musulmán negro y homosexual, sea esa lección de convivencia y reconocimiento, por el que la Academia premia el “cine de “valores”.

 He oído críticas, las especializadas y las aficionadas, diciendo que el final es de moraleja, que la salida de la cárcel, apelando a Bobby Kennedy, es forzada. La revista Semana le dio apenas un aceptable.

A pesar de las críticas, hay algo que marca, que se le abre al espectador, la calidad humanizada de los personajes, el contraste profundo, el espesor de la crisis que los va definiendo, que los reperfila a lo largo de una historia que nos salpica desde el comienzo, no nos deja ser impasibles.

 Las cartas de Tony Lip a su mujer y la intervención, a la manera de Cyrano de Bergerac, del Doctor Shirley, son una secuencia perfecta de construcción del personaje por la escritura. Tony, apenas un alfabeto, le escribe cartas a su mujer. En un momento, de la última carta, Shirley se la arrebata en un acto del mayor autoritarismo, y Tony le dice, que no es necesario que la corrija, porque él ya aprendió el truco.

 El momento cardíaco, de mayor tensión es la declaración del Doctor Shirley bajo la lluvia a Tony Lip: los blancos solo me aceptan mientras toco el piano, y para los negros es como si fuera un blanco. ¿Quién soy?  

Entrañable film de personaje

El día llegará

El día llegará

 The day will come es un film sueco danés del 2016 dirigido por Jesper Nielsen. Una historia cien veces contada, que se regocija mostrándonos a los personajes en el escenario siempre cruel de orfanato. Lo particular y atractivo, es que en el clima escénico que traduce en actuación la historia se pone un especial cuidado en los detalles del conflicto entre el poder y la inteligencia.

 1967. Elmer y Erik llegan a Gudbjerg, un hogar para niños hijos de trabajadores que se han quedado sin familia. Gudbjerg está regido por Heck, su santuario cerrado donde ejerce de dios, de un grupo de niños sin familia, a los que según dice les ofrece un programa de educación y adaptación a la sociedad. Sus métodos son fascistas, violencia corporal continua. Pero no solamente ejerce como un miura camisa parda, sino que además tiene un discurso, una lógica discursiva de poder. Es un SS de civil más de veinte años después de terminada la guerra. O un jesuita regente de un hogar de niños en la Irlanda rural de los años de Pio XII. La idea escenificada ofrece una imagen agresiva del poder, frente a una imagen silenciosa y discreta de la inteligencia.

 Es la imaginación astronáutica la que mueve a Elmer. Es su capacidad de leer. Ambas cosas lo sintonizan de una manera singular y diversa con su realidad. Llegó a convertirse en lector público de las cartas, las notas, los mensajes, las revistas que recibían los internos en el hogar, sirvió de estafeta, tuvo acceso a la biblioteca, y mientras tanto su imaginación ya iba tan lejos que estaba llegando a la luna cuando un buen día por la tele, todos pudieron asistir al momento en que el primer hombre pone su pie en la luna. Un 20 de julio.

 Y en la mediación de fuerzas dramáticas, la Señora Laerer, humillada y completamente sometida mientras estuvo en Gudbjerg, hasta que lo último que le quedaba de dignidad, le dio para abandonar el reino de Heck.

 Luego, los hilos de la historia van a terminar en que la sociedad civil a través de los recursos de ley está en condiciones de intervenir la situación, a pesar de las dificultades, cuando los dos niños están corriendo riesgos de morir. La sociedad institucional consigue salvar la situación, a los niños, y remover un poder, también institucional, que resulta tanto más peligroso, no por la fuerza que puede matar a un chico, sino por la resistencia que levanta para el ejercicio de la inteligencia.

 El corazón de un conflicto entre el poder de concentración de fuerza y la inteligencia como reguladora de fuerza. Para hacer posible el film, su puesta en rodaje, fue necesario un trabajo intenso de formación y dirección de actores, que todavía recoge el aire gris y profundo de las escenas de Bergman.

 No llevar a los niños, tampoco palomitas de maíz.  

La librería

La librería

Una rara pieza en el cine de hoy, económica en recursos y rica en diálogos y situación. En algún villorrio de la costa inglesa en el norte, a una viuda venida de Londres, se le ocurre abrir una librería en una pequeña casa abandonada.

En el año que termina, La librería se estrenó en todo el mundo. Fue aplaudida en Paris, Madrid, Roma, Berlín, Londres. Ámsterdam. Luego vino a América, Brasil, México, donde la rebautizaron como “Libros, amores y otros males”, se estrenó en USA y la prensa del espectáculo se despachó en elogios. En Madrid en un par de semanas pasó de 300.000 espectadores. En la Berlinale arrancó aplausos cerrados.

La directora es una española de casi sesenta años, Isabel Coixet, con un historial bárbaro. Esa señora tiene toda la experiencia para hacer una “película inglesa” en sentido estricto, igual a como Cuarón hace una película mexicana, estricto sensu, aunque Cuarón es mexicano. Está basada en una novela de una escritora inglesa, llamada Penélope Fitzgerald.

En la atmósfera literaria necesariamente invocada por el tema, la librería –Bookshop, en el original- hay merecidos honores a dos autores que son demonios en un cielo de autores que nadie lee. Salvo el Señor Brundish, probablemente el único cliente que podría tener el negocio. Un señor, venido a menos, que habita una casa Usher y todo el día lee, libros que ya no le dicen nada, no le hacen nada. Hasta que la Señora Green, atendiendo a su solicitud, le permite conocer Fahrenheit 451, Crónicas Marcianas y Lolita.  

Nabokov y Bradbury son dos tensos hilos que le inyectan adrenalina al film de una viuda que abre su librería en el lugar menos indicado para abrirla, porque era el viejo sueño con su esposo. El Señor Brundish quema en su chimenea las cubiertas y las portadas que traen las fotos o las pinturas de los autores, hasta cuando la Señora Green le hace llegar envuelto en papel kraft con lazo, Fahrenheit 451. La temperatura a la que arde el papel de celulosa.

 Es una película de personajes, cada uno de ellos ha sido tallado a mano en un guión con particular espesor, están cargados de sentido dramático, de sentido inglés, de sentido pueblerino, al mismo tiempo que del sentido que se deriva de los libros, bien porque los leen o no los leen. Lolita es causante de que una multitud, a finales de los cincuenta, se agolpe frente a la vitrina de la librería para comprar el libro, del que la Señora Green, se ha arriesgado a traer 250 ejemplares.

 Y Fahrenheit, además de lo que significa para la cultura escrita y la memoria, se convierte en la cuerda maestra del film. Todo, desde que llega la viuda, desde que llega Bradbury, está enlazado con magistral cuidado, para que todos los hilos conflictivos que se enredan ante nuestros ojos, tengan un destino vivo y terminal. Como que si de verdad hubiéramos tenido que aceptar que la literatura tiene consecuencias necesarias en la vida. Y por ello, haya sido necesaria quemarla, desde que existen libros.

Al hombre de la barcaza que ha traído a la Señora Green, y al que ella, una tarde en que le ayuda a sujetarla al muelle, pregunta ¿usted lee? Y él le responde que no, tras lo que agrega, con la realidad tengo.         

Roma

Roma

 Alfonso Cuarón es una marca en el cine. Hoy se dice de Cuarón, como se decía ayer de Welles. Es el ganador del Oscar 2014 a mejor director. Uno que merece un lanzamiento mundial, en una simultánea en cines de estreno, cineclubs y Netflix. Una estrella certificada que hace una película mexicana (en sentido estricto), de sirvienta indígena en los setentas, en blanco y negro, con actores naturales, con quince millones de dólares y recibe el aplauso del mundo. Si entran a G, por “críticas Roma Cuarón” van a encontrar casi seis millones de entradas. Todos los caminos conducen a Roma.

 Venía de un film del 2013 que ganó siete premios Óscar: Gravedad. Un film que es todo lo contrario a lo que induce su título, un film leve, inestable, en un tiempo narrativo inconsistente. La tecnología no resuelve los problemas de la historia. Es un guión escrito entre padre e hijo. Alfonso y Jonás.

 Hay varias cosas de Roma de las que se debe hablar: su aversión por los primeros planos.  El uso creativo de la estética del blanco y negro. La deliciosa recreación neorrealista mexicana que Cuarón hace con mano firme, de gran director. La recreación de la puesta en escena de las escenas, con el color y el calor, de las De Sica, Buñuel, Scola. La capacidad de hacer escenarios perfectos, hasta el último detalle. La dirección de los actores naturales, de los niños y de las escenas masivas.  El sentimiento de solidaridad entre mujeres, que es una línea suave y a la vez marcada de la historia.

 Técnicamente es un film del plano general que hace contrapunto con los encuadres medios. Se sostiene en esa rítmica distante en la que el rostro como tal, importa menos que la escena.  No pude ver a Cleo, su rostro, su expresión cercana, durante la mayor parte del film, solo al final cuando se ha desenlazado su tragedia, me la muestran en un supremo primer plano, sentada en la cama con el aire de esos retratos de la época de la revolución, un blanco y negro cobrizo, en un plano largo, que finalmente me permitió ver ese rostro intenso, real, creíble, convincente, que Yulitza Aparicio le presta a Cleo. Cuarón como Welles o Renoir apela aquí a los espacios anchos y profundos. La falta de cercanía le concede una virtud teatral en el rodaje. Siempre estamos con Cleo, pero al mismo tiempo ella siempre está en función de todo el resto de personajes. Su dimensión está puesta en toda la esplendidez de la escena de la playa. Cuando los niños no aparecen, ella sin  vacilar siquiera, se arroja a las aguas para buscarlos, sin saber nadar.

 El niño pequeño en la azotea le dice a Cleo "Estoy muerto". Ella lo emula y repite: "Estoy muerta". Una situación de juego, de simulación, contiene todo el veneno simbólico de Roma.

No quiero que el reconocimiento nuble el lado definitivamente débil del film, la historia. Para Cuarón seguramente es un reconocimiento necesario, traer al presente del film a una Cleo, que bien pudo haber sido la que le dijo: “estoy muerta”. La historia es un lugar común: sirvienta indígena embarazada trabaja en casa de señora de clase media alta que se separa de su marido, la sirvienta es reconocida por los niños como alguien de la familia. El niño nace muerto y la sirvienta se pierde en su tragedia. Estalla la revuelta y la sirvienta revienta fuente. La misma historia, sin ninguna variación, contada por otro director, cualquiera de los cientos de mexicanos que hay, habría tenido otro destino. La marca es la marca. Cuarón ya es como Bulova.

La misma historia la ha contado el cine mexicano muchas veces, desde la mexicanada al hígado, el culebrón corrompido, hasta el neorrealismo mexicano. Lo particular es que con una “historia común”, conocida, sin una elaboración particular de los personajes, sin mayor tensión argumental, se pueda  hacer un buen film.

Quiera dios, que el talento en la dirección y la tecnología no vayan a sustituir las buenas historias en el cine. O peor, que los buenos films, ya no llegaran a necesitar buenas historias.

Pájaros de verano

Pájaros de verano

 Cuando salí del teatro con mi mujer de ver Pájaros de verano, tuve una sensación de intachable incertidumbre ante la película. Ella, en cambio, disparó un juicio cortante, se quedó en un limbo raro entre el argumental y el documental, dijo.

Dos días después abrí la Arcadia “No mirar atrás” (155), y encontré a Carolina Sanín, enjuiciando renglón por renglón, a velocidad de crucero, la película de Cristina Gallego y Ciro Guerra. “Es tramposa”, dice para comenzar. No alcancé a ver el regusto alusivo a la trampa, ni la trampa misma, porque es una película “tan inconsciente”, que resulta moralmente ingenua. Es “estrepitosamente mala”. Le “preocupa ver que su asunto compromete el gusto del espectador”. Lo cual hablaría bien de la película. ¿Qué película no quiere comprometer con su asunto al espectador? Se me ocurre que es al revés, la película no es capaz de comprometer estéticamente al espectador, lo que vendría a probar que “las ovaciones parezcan obligatorias”. Hay sinuosidades entre lo que muestra y no debe mostrar y entre lo quiere mostrar y no puede, que pervierten la HD dramática de la historia. Como si en medio de la acción se hicieran pequeñas propagandas étnicas, insertando sentencias, “en formato sapiencial”, o símbolos que convierten el film en “una obsesiva propaganda de sí misma”.

“Pájaros de verano es como el borrador del esquema de una gran película”. Como quien dice, el borrador del borrador, un film todavía en “blanco y negro”, una versión sucia de lo que sería, si se vuelve a escribir y a rodar. Como hizo Sergio Cabrera con Águilas no cazan moscas.

Que sea el borrador de una “gran película”, no es algo que se pueda decir todavía. Siento la afirmación de Sanín como el elogio agazapado y solitario, que le hace a lo que han hecho Gallego y Guerra. Y vale.

 No recibe bien el color a Ciro Guerra. De su blanco y negro sacó una poética visual con la que infestó sus relatos, como si de haber ocurrido algo de lo que contó en sus películas, hubiera tenido que ocurrir en blanco y negro. Una atmósfera que tocó a los personajes y a los largos y cortos silencios con que escribió sus films.

No pudieron hacer una buena película de acción (los norteamericanos como precursores del mercado internacional de marihuana y el efecto que tuvo sobre los clanes guajiros) ni un buen documental. No consiguieron el acento étnico que tan bien funcionó en El abrazo de la serpiente. Un sincretismo narrativo entre la cultura que sirve de matriz a la historia en particular, no logrado, hizo trastabillar el alma de la película, la lengua, la actuación y la magia de los camaleones de la “matriarca absolutamente monolítica y tiesa”, que “ni hace, ni quiere, ni dice”. “Es una “mala escritura dramática”, sigue diciendo Sanín. Lo cual le quita prerrogativa de arquitectura, de unidad de drama, de credibilidad de voz.

Algo cambió en el cine de Guerra. Perdió conciencia con sus Pájaros. “Es tan inconsciente…” sigue  ella, que no se percata de su moralismo. “Que como todo los moralismos estriba en la oposición entre pureza y contaminación…”. Hablo de consciencia cinematográfica, de consciencia de los balances en la historia, en el rodaje, en la edición. La película está desbalanceada, por inconsciente. Por no haber confiado plenamente en la historia, o por no haber encontrado el alma del documental.

Pájaros es una película apta para el mercado del entretenimiento, tiene su lugar en Netflix. Era claro qué quería Guerra, o al menos, qué buscaba en sus películas anteriores. En Pájaros, es como si ya no buscara, porque tal vez encontró. ¿Cuál es la diferencia con su filmografía anterior? Es lo que buscaba responder sin alcanzar una respuesta. Una  amiga venenosa, como si de siempre hubiera sabido la respuesta lo dijo en dos palabras: Cristina Gallego.

Hay una escena que paga la película, los hombres del clan desbaratando una avioneta que dejaron los narcotraficantes gringos, pieza a pieza, para darle cristiana sepultura en la misma playa.  

Quizá en la versión definitiva de la película que tendrá que hacerse -porque según Sanín, lo que vimos fue el borrador de una “gran película”-, ya hayan pasado, el verano de Ciro Guerra y los pájaros de Cristina Gallego.  

La libertad del diablo o el recurso de la máscara

La libertad del diablo o el recurso de la máscara

 Everardo González es un mexicano en sus cuarenta que parece un vikingo extraviado. Lo vi andar solo por las calles de Jardín. Llevaba una chaqueta verde de la navy, jeans y botas de caminante. Me tomé una cerveza con él, como pretexto para preguntarle por las máscaras. 

En la Casa de la Cultura nos encontramos doscientas personas, más las que debieron hacerse en el suelo, para el estreno, en el festival, de La libertad del diablo. Everardo se presentó al final para una conversación. Contó cómo había hecho la película. Demoró siete años rodándola. No fue nada fácil encontrar voluntarios entre las víctimas y los victimarios, que quisieran hablar ante cámaras.

Todos contaron desde ellos, sin atenuantes, sin entrevistador, hablándole directo a la cámara. Primeras personas que cuentan una sarta abominable de sufrimientos y crueldades, desde donde les fue dado vivirlas, con un artilugio, todos con máscaras de tela, adheridas, como las del Santo, color mate, con los orificios de los ojos, los narices y la boca, que dan un aire simbiótico de temor y caricatura. Un redondel ordinario por donde salen las palabras con un acento de máscara.

Entre los bloques de declaración se atraviesan secuencias dramáticas de paisaje semiurbano y urbano, yertos paisajes, árboles raquíticos, carreteras polvorientas, cielos contaminados, brumas letales.

Al final, una de las personas se quita la máscara, es una mujer entre cincuenta y sesenta, que hace evidente el impacto efectista de la máscara, el trastorno de identificación. El anonimato que aporta el recurso deja hablar con seguridad en un país sin seguridad. El ocultamiento es bueno para la palabra, para la versión, para el cuento y como en el cuento.

Se mencionan lugares, fechas, actos, pero nadie nunca dice que es México. No hay necesidad. La historia y el acento no mienten. Un aire abstracto se ha instalado como trasfondo de la declaración para que la crónica en cuanto relato se suspenda en lo inespacial. Si el lugar no se nombra, tampoco el tiempo. Los crímenes contra mujeres que Bolaño recogió en 2666, vienen cometiéndose desde mitad de los años noventa de manera permanente, una pandemia que ha configurado cultura de muerte. El semianonimato que asegura la máscara, cambia, tapa a la persona, hasta llegar al ideal griego: persona (máscara) que encubre persona, el teatro, la tragedia.

Todos los declarantes son trágicos, no podría ser de otra forma. Las historias terminan repitiéndose, el esquema víctima/victimario se replica, se auto produce. La declaración es insuficiente, narra, no explica, como en los cuentos. El documental encuentra ahí su límite. Los enmascarados, hombres y mujeres, niños, muchachos, dan cuenta de las dentelladas. Se desnudan, revelan las intenciones, dan cuenta de cómo se hizo, de cómo se padeció. Rememoran. Se los reconoce porque para muchos espectadores están diciendo la "verdad“. Para otros es un “montaje”, una dramaturgia con actores naturales, enmascarados, que siguen un guión. 

El efecto, a pesar de lo que se crea, es completamente depresivo. Un enmascaramiento que favorece la versión no evita que si nos sometemos durante ochenta minutos al peso bruto de la declaración y terminemos aplastados.

El film de Everardo no ha hecho más que hacernos doler. El diablo suelto nos ha pinchado el fondillo y nos ha calentado el corazón. ¿Qué cosa buscamos cuando nos sometemos voluntariamente a la “Libertad del diablo” enmascarado?

Se podría utilizar para una clase de psicología en la universidad. Para esbozar una nueva teoría del mal. O para martirizar a señoras altamente sensibles.      c

Matar a Jesús

Matar a Jesús

 El título es una provocación. En el equívoco hay un veneno dosificado. ¿El Jesús que todos conocemos? No, Jesús el sicario. Ella ve matar a su padre, baleado por el parrillero de una moto que se cruza al momento de llegar a la casa. Algo que en Medellín no ha dejado de suceder. A Laura Mora, la autora y directora del film, le mataron al papá en Medellín.

Ha tenido más de doce premios en todos los festivales a donde ha entrado. Una ópera prima con actores naturales que cuenta una historia de Medellín. Segunda generación de los directores que le deben a Víctor Gaviria.  

Laura y los dos actores estuvieron acompañándonos el día de la presentación en San Antonio. Natasha Jaramillo y Giovanni Rodríguez, Paula y Jesús en el film.

Fue profesional y cuidadosa Laura Mora en la selección de los actores. No convocó a una audición. Lo que hizo fue comenzar a seguir personas. Primero encontró a Jesús que viene de un barrio difícil y sabe cómo actúan los chicos difíciles, puede hablar como ellos, porque los conoce. Haber aparecido en la película lo metió en problemas con los de su barrio. Creyeron que se había ganado un resto de billete. El asunto se creció hasta el punto en que debió trastearse a otro barrio. Después encontró a Natasha, en lo que bien podría ser un cuento.

La vio pasar en bicicleta un día, como un aire feliz y fugaz, y supo que era ella. La localizó y luego durante días la siguió por detrás. Un día entró al mismo teatro a donde la futura Paula había ido, se hizo detrás, la escuchó hablar, la vio gesticular y reír. Durante todo el tiempo en que demoró haciendo un acercamiento invisible no hizo más que encontrar lo que en un comienzo sintió que era ella. Y más tarde la abordó y Natasha se negó. Tuvo que acercarse más y “venderle” la película y hacerle entender que el personaje era solo para ella.

Laura Mora cuenta una historia sin estridencia. Sencilla y ruda. Con personajes/personas que pueden ponerse en situación. Y tras tensionar el film con un asesinato temprano echa a rodar lo que parecería ser una venganza de Paula, después de comprobar que las autoridades no pueden hacer nada, nada resolverá una oficina a la que llegan cinco casos diarios como el de ella. Y es una venganza, para la que necesita un arma. Y hace todo, hasta querer vender su cámara de fotografía para hacerse al arma. Pero no será ella la que con sus propias fuerzas desencadene las condiciones de la venganza, será Jesús, quien gracias al azar se le aparece en una rumba. Será él quien le enseñe a disparar y será con su propia arma que ella llegue al punto culminante de lo que creía ser el juego y la fuerza de una venganza a muerte.

Rítmica, dolorosa, elocuente, sincera. Es el comienzo de la carrera de una mujer en el cine, que sabe lo que quiere y lo cuenta como se debe. Un par de errorcillos en la continuidad temporal no opacan la luz que poner en la escena.

Para ir en combo y luego hablar largo.

La dictadura perfecta

La dictadura perfecta

Toda sátira induce a gracia. La satirización de una situación de poder en un film mexicano, La dictadura perfecta, causa estupor y una risa ácida. Cómo no reírse de Carmelo Vargas, que más que un personaje es la caricatura del “gobernador de estado”. “Mi Gober”. Pero es una risa muy complicada, porque a pesar de reírnos de lo grotesco prototípico de muchos gobernadores mexicanos, terminamos riéndonos de las víctimas de esa “dictadura perfecta”, que también somos nosotros. El film de Luis Estrada es una compota envenenada.

La cinta, al contrario de Santa y Andrés, vetada por la oficialidad cubana,  fue elegida por la Academia mexicana de artes y ciencias cinematográficas, para representar a México en los Premios Goya en el 2015.  

Luis Estrada es el mago que hace todo, produce, dirige y escribe. Tomó como referencia casos de la vida mexicana durante el periodo Peña Nieto: los vídeo-escándalos de Ahumada, Salinas y Bejarano; “El Gober Precioso”; la desaparición de Paulette; las aventuras de "El Chueco"; la simulada captura de Florence Cassez. Con la intención declarada de denunciar la alianza siniestra entre los medios (Televisa) y el poder estatal.  

Para los medios la “realidad” y la “verdad” (lo que dicen que es su compromiso, su razón de ser), se traslapan a unos escenarios móviles, cambiables, como si todo no fuera más que un reality. Reducen la distancia entre los hechos y la ficción de los hechos, hacen montajes, hacen pasar dramatizados como documentos, someten los hechos al efecto de la “caja china” (consagrada como metodología por los medios).

La caja china es un leitmotiv del film, porque más que el efecto de pequeña percusión asordinada del instrumento musical, es el poder de magia oriental de la caja, que desaparece, opaca, cambia, transmuta, invierte los hechos, objeto de información. Ni más ni menos que lo que haría Mr. Trump, si fuera el dueño de un medio.

Mientras el poder político local provincial en su conjunto es caricaturizado en su violencia estructural, en su corrupción, en su impunidad, en su virtuosa imbecilidad,  en su forma mafiosa de divertirse, el poder de los medios es mostrado seriamente, con personajes perfilados, sin ánimo de gracia, sin exageración, sin escenas relamidas.

Estrada obliga a los mexicanos a reírse de su condición de víctimas de la alianza que denuncia. El veneno estético que ha inyectado al film ayuda a que la realidad que muestra satirizada nos lleve al dolor, no hay ningún motivo para la alegría, pero también a que el dolor nos haga posible alguna forma de reaccionar.  Si no fuera una sátira, si no se hubiera caricaturizado una buena parte del film, el peso dramático nos aplastaría. Ha tenido que amortiguar el efecto corrosivo de lo que muestra, con un desparpajo cínico que le permite la recreación del “grotesco mexicano”.

No es una película para el viernes en las noche con la novia.

El hombre más buscado

El hombre más buscado

La contradictoria inteligencia occidental. La guerra entre agencias. El combate entre cualquier versión y la versión. La inteligencia y el poder, que como demuestra el libro y el film, no van necesariamente juntas, a dios gracias.

Había dicho que el testamento de P.S.Hoffman era  El bolsillo de dios. Y ahora agrego, que El hombre más buscado, hace parte del legado final.  La primera se estrenó en enero de 2014 en New York, la segunda en junio del mismo año, en Eslovenia.

El autor: John Le Carre, una firma en la novela. P.S.Hoffman, otra firma de la actuación, le da su sello al film. En la primera escena, Gunter, el jefe de una unidad de inteligencia anti islámica asentada en Hamburgo, parece un alcohólico, un ser decadente y abandonado, pesado, aletargado, manteco. Sostiene una conversación telefónica en la que se delata al “contacto islámico”.

Un chechén de apellido ruso, Karpov, ingresa subrepticiamente a Hamburgo. Una vez detectado, prende todas las alarmas en Alemania. Hay una historia debajo de otra, un buen ejemplo para el “teorema de Piglia”. La historia generacional, el padre de Karpov y el padre del Banquero Brue. La historia que interesa a Gunter.

El hilo que mueve las distintas tramas, es la relación entre Gunter y la Jefe de Inteligencia de la CIA en la embajada en Berlín. Un juego tensionado de inteligencia y sobrentendidos, desde que se conocen, pero que aporta el punto de giro para la resolución.

No hay disparos, no hay torturas físicas, pero la maldita película tiene una dosis de violencia simbólica, psicológica, retórica, tan alta, que el espectador termina siendo su víctima.

Ni siquiera hay trompadas. En la escena del bar, los lugares oscuros que gustan a Gunter, a donde ha llevado a la norteamericana, un hombre grande se levanta y ataca a su mujer que ha estado bailando sola, la abofetea, tres, cuatro veces. Gunter interrumpe la conversación, avanza pausado, se acerca al hombre y con el borde doblado del antebrazo lo impacta una sola vez, se derrumba de inmediato. Regresa, sin haberse agitado siquiera, y continua la conversación tal donde se había interrumpido.

Silencio

Silencio

Silencio, o de la lucha contra el cristianismo. Un proyecto que a Martin Scorsese le costó casi treinta años hacer posible. Probablemente la película que más le ha exigido, la más osada narrativamente. Un film políticamente incorrecto que muestra la forma como se corrompió la fe cristiana en Japón. El film es una muestra histórica de que la vida vale más que la fe, con lo cual Scorsese bien que se gana el título de un realizador de carácter. Alguien capaz de contar la historia de una avanzadilla de jesuitas, puestos por el vaticano en Japón, con la cruz y sin la espada. Es el más complejo de los films que ha hecho (Hugo, El aviador, Buenos muchachos, El rey de la comedia, Taxi Driver y Alicia ya no vive aquí)y el más difícil de producir: la transposición de la novela homónima de Shûsaku Endô sobre dos jesuitas portugueses que llegan al Japón en 1643, buscando a un tercero que aparentemente ha desertado.

En lugar aparte, siempre pienso en Pandillas de Nueva York. La fuerza, el poder, la política, el negocio, el caldero de inmigrantes, la pelea, la moda, todo reunido en cinco esquinas hacia 1846. La Europa inmigrante vomitada en Norteamerica, contaminando el nuevo continente con todas sus apestosas enfermedades. Y luego, Lobos de Wall Street. Lenin no hubiera podido sugerir al gran comisario cultural producir un film más anticapitalista que el de Scorsese.

El primer asunto a ver es la religión: catolicismo y sintoísmo (sincretismo cósmico natural). Una disputa de fe, dos dioses bien distintos. El dios de occidente y de oriente. Poderes constituidos. En La última tentación de Cristo, Scorsese había incursionado en un campo de pensamiento adherido a una fe. Lo que consigue con Silencio, estrenada en noviembre pasado, es escenificar el conflicto de la fe cuando de por medio está la vida. ¿Cómo sostener la fe si de por medio está la vida de otros?

Los padres Rodrigues (Andrew Garfield), Garupe (Adam Driver) y Ferreira (Liam Neeson), llegaron en tiempos distintos al Japón. Ferreira cuando el cristianismo había conseguido tener cien mil creyentes. Los otros dos en medio de la más dura tiranía política contra la infiltración cristiana. Justamente detrás de Ferreira, de quien se tiene noticia que ha abjurado para pasarse del lado japonés.

El personaje más importante, causante de los puntos de giro, y ante todo un actor, es el judas, que terminará cumpliendo la tarea de ayudar a la abdicación de la fe, por un motivo ajeno y superior a la fe, la vida. Con él, Scorsese introduce la pieza maestra de toda la armazón narrativa, un accionante que aparece y desparece, pero está ahí desde el comienzo del viaje hasta la consumación del destino real de quienes con el estandarte de la fe católica llegaron al Japón.

La abjuración era algo sencillo, poner el pie derecho sobre una imagen de “nuestro Señor”, y ya. Pero la fe que no se sabe de dónde resiste tanto, se rehúsa a pisar lo más sagrado. La película escenifica la forma triunfante como se termina con la fe, poniéndola en una situación en la que no valida sino se valida de la vida, evitando la muerte de terceros. Una abdicación humanitaria que terminó siendo en término de vidas humanas más valiosa que la fe.

Tiene mucho de cine de aventuras, tensión consistente, caracterizaciones creíbles y una fortaleza plástica en los antagonismos. Muestra un país, una época, un poder. Creo que se ganó, en mi escalafón, el tercer lugar en el top.

 

Paterson

Paterson

 William Carlos Williams, poeta imaginista de Rutherford en New Jersey, creía que no es la imaginación la que activa la “realidad objetiva”, sino al revés. Gastó años escribiendo un canto al condado de Paterson, donde “funde en concreto” prosa, poesía, collage, prensa, publicidad y citas.

Marvin es el perro de Paterson, un chofer de bus en Paterson, que todos los días conduce el mismo bus, sobre cuyo timón todos los días antes de echar a andar escribe versos. Un hombre bueno, discreto, apocado, casi humilde, complaciente, que además hace poesía. Un personaje de Jim Jarmusch.

Paterson se levanta a la misma hora, conduce el bus todo el día, regresa, saca a Marvin a dar un paseo, entra al bar, se bebe una cerveza con el cantinero, regresa, cena, escribe y se va a la cama con Laura, su mujer, que cose, decora, pinta, dibuja, diseña y quiere aprender a tocar guitarra. Ella reconoce y estima la poesía de Paterson, lo incita a que publique. Él reconoce y estima el trabajo de ella y la apoya con su salario. Un personaje de Jim Jarmusch.

El chofer poeta que trabaja para la artista del diseño, en Paterson, 1963. A partir de ellos y el perro se construye una película de rutina, de repetición, lunes, martes, miércoles, jueves, viernes, sábado…pero que cada día agrega detalles que le dan cuerpo a la trama. Cada día una parte de un poema, unas pocas líneas,  reiteraciones, comienzos, largos silencios. Poemas tan buenos como Paterson. Todo en la escena de Jarmusch lleva a la tragedia que finalmente ocurre el 4 de marzo de 1963. El día que se altera la rutina y Paterson y Laura salen de la casa.

Paterson inexpresivo en la banca del parque. Un japonés se acerca y entablan una conversación que los lleva a William Carlos Williams. El hombre está muy lejos de casa, ha hecho un largo viaje para ver personalmente el condado que Williams dejó en cinco entregas, entre 1946 y 1958. En el trance de la conversación, al borde de los silencios, un tipo de oriente que ha venido a buscar el condado de Williams se encuentra, como si hubiera sido chuleado por el destino, con el poeta Paterson que vive en Paterson y conduce el bus urbano de las ocho.

Tal es el Paterson de Jarmusch, en el que Paterson y el japonés, que busca al Paterson de Williams, se encuentran la misma mañana en que Paterson había pensado ir a comprar un cuaderno. El japonés se anticipa y le dice que tiene un libro para él.

El libro que Paterson recibe está por escribir. Lo que sí ya fue escrito, fue el fragmento de Paterson que Williams incluyó en la parte del “Viento sube”, que Paterson y el japonés conocen:  Dios mío, qué es un poeta, si es que los hay.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

El club

El club

Es un pueblo de pescadores y de pecadores, lejano, frío, gris, en la costa de Chile, donde se escucha en las noches ladrar a los galgos, los únicos perros mencionados en la Biblia, en medio de vientos polares que husmean los alares. En una casa en las afueras del pueblo, regentada por una monja, viven cuatro curas infractores, criminalizados, que la iglesia ha separado de sus funciones y ha reunido en la casa de retiro, no se sabe si para salvarlos de la justicia ordinaria,  para salvarlos de sus propios demonios, o para poderlos controlar mejor.

Son cuatro bandidos que viven a costa de la iglesia, o sea, de los fieles: el pederasta, con cara de pederasta, que entrena a su galgo para las carreras. El catatónico que va y viene de su infierno de largos olvidos y entrecortadas palabras. El transgresor, izquierdista, rojo, malevo, respondón. Y el que siempre fue el capellán castrense en los regimientos. Unas hombres marchitos, a los que más allá de la fe, la subsistencia los ha enclaustrado a su edad, en la casa del galgo y de la monja, más viva que los curas, sobre la que también pesa un expediente.

Algunos días se acerca al otro lado de la calle un muchacho que hace labores de puerto, lleva y trae cosas, pobrecito, un pobre loco logorreico  que sin más se despacha a hablar duro, muy duro, con un vozarrón terrible y sin poder parar hasta por una hora; adentro en la casa ya no saben qué hacer con el loco, que no dice locuras, sinsentidos, sino que cuenta su historia con los curas; generosos detalles como si estuviera satisfaciendo al curioso confesor de manera explícita pero al mismo tiempo con una sonoridad que resulta poética, con los que se comprende cómo fue que se le cruzaron los cables entre la santidad y el sexo. Una manía entre el culo y la fe.

La película de Pablo Larraín  que “ganó en Berlín”, nominada al Oscar por mejor película extranjera, es el resultado de un guión de exploración, de reconstrucción narrativa, de construcción de character, necesariamente teatral por momentos, con diálogos tonificados y precisos.

 La muestra de mayor virtuosísimo es la realización del personaje del loco, estupor causa el monólogo logorreico de alcance desesperante. Debí interrumpir en dos ocasiones, para respirar. Se logra toda la tensión posible con una voz sostenida que habla del pasado, de lo que sucedió, hasta el punto de obligar a uno de los curas, el recién llegado, a salir y hacer algo con ese loco, persuadido con un arma que el cura rojo le entrega. Sale, avanza por el corredor, se acerca y antes de decir algo se suicida. Lo que desde luego da lugar a una investigación interna de la iglesia, por la que llega el “jesuita investigador”, frío, taciturno, racional, la máquina de la verdad.

Qué lindas las escenas donde el cura pedófilo entrena su galgo en la playa, con la luz marchitándose, en una danza circular de agilidad y cuerpo, que parece un ballet del animal y el hombre.

Larraín nos deja una película que provoca el perfecto estado de suspensión estética, nos atrapa como en un paréntesis de tiempo, nos abre la puerta que lleva a la escena donde al detalle se participa de una cruda historia, llena de detalles, gestos, matices, maravillosamente bien contada.

No, no es una película contra la iglesia católica, como se dijo en algunos medios cuando se estrenó. Es una película que nos muestra lo que pasa en una casa alejada del mundo bajo el efecto uniforme de una fe corporativa y retocada.  A la iglesia católica no hay que descalificarla ni desacreditarla. Eso es algo que ella, mejor que nadie, hace con fervor y humildad, todos los días.  

El custodio

El custodio

Hoy ya se puede decir que El Custodio, una obra escrita y dirigida por Rodrigo Moreno, es un viejo film. Las películas hoy envejecen más rápido que hace cincuenta años. Hay muchas más que entonces y la memoria, es cierto, es más dada a tapar unas imágenes con otras.

Es una producción estrenada en 2006 en la que se juntaron Uruguay, Argentina, Francia y Alemania, para hacer una película silenciosa, austera, económica. Bajísima en tensión. El día a día del escolta del ministro de planeación del kirchnerismo gobernante. El oficio de un hombre que solo mira, a ambos lados, atrás, adelante, que recibe órdenes y sabe a qué horas entra al trabajo pero nunca a qué horas sale. Un Don Nadie al que se le paga para que cuide a Alguien.

Una película que nos muestra a Don Nadie, sobre el que se ha puesto toda la luz, donde se lo rescata y se lo exhibe en la infamia, la monotonía, el silencio, la alerta, la humillación. Es una película mordaz que recrea la diferencia de clase, la distancia diaria entre unos y otros, los que cuidan y los que son cuidados: la relación con la familia del ministro, las esperas interminables sin descanso y sin algo de comer. Y la humillación suprema, cuando al escolta se le pide que se acerque a la mesa donde el ministro atiende a un invitado internacional, con el que están departiendo en el jardín de la mansión, y se le solicita que haga un retrato del invitado. Con mucho menos rango que un bufón.

Se llevó al menos cinco premios internacionales y otras tantas menciones. Tiene un sello particular en el que se mezcla el estilo sureño agudo y penetrante del cine argentino, con la sosegada lucidez del cine europeo.

95 minutos de una lentitud elaborada, propia de un personaje de largas esperas en las que se  le va la vida. Inescrutable, siempre con el mismo vestido. Se lo pone a prueba, y entonces sabemos que está vivo, que reacciona, en un acto familiar en un restaurante a donde va con su sobrina y su hermana en compañía de amigos.

Una pequeña obra maestra de construcción de personaje en el género de “no acción”.

 

 

 

El bolsillo de Dios

El bolsillo de Dios

El bolsillo de dios es un pequeño suburbio blanco de Nueva York, donde se juntan todos: los alcohólicos que viven en el bar de la esquina; los trabajadores de la construcción; el sepulturero; los ladrones de carne; los compradores de autos; los carniceros y el apartamento de la señora Scarpato. Todos se conocen.

Mickey Scarpato vino de otro lado, pero hace mucho tiempo vive ahí con su mujer y su hijo, León. León es un ser salido de alguno de los cantos de Maldoror. El instinto de agresión lo tiene tan vivo, tan activo, que parece un perro amarrado de pelea. Bien que vería en él la caricatura siniestra de un exitoso presidente blanco elegido por los fracasados.

Leon Hubbard: es el escritor alcoholizado que toda la vida ha querido escribir la novela de Nueva York y no lo ha hecho. Sobrevive de vender mediocres columnas a un editor, que más por amistad que por profesionalismo, no lo ha echado. Al conocerse la muerte de León Scarpato, el editor le da la última oportunidad para quedarse en el periódico, le pide que vaya y traiga la historia. Pero Hubbard está muerto, arrastra su cadáver de judío newyorkino entre los sopores de alcohol con que le da combustible al acto de respirar. Es un escritor fracasado y se sabe fracasado. Y por un incidente del pasado y un adecuado estímulo de su editor, acepta ir al “bolsillo de dios”. Y se encuentra con la señora Scarpato, que hace que el cadáver reviva, resuelle y pierda el aliento, desde el momento en que la ve entre las sábanas recién lavadas que penden de las cuerdas. Ha ido por la historia, pero ya no le importa la historia. Desde el momento en que renace, solo ella lo moverá, hasta la muerte.

León muerto, y Hubbard es capaz de llevarse a Jeannine a un paraje de verde estival, bajo sombreados robles, bajo los que tiende una cobija en la que se estiran para asistir a una tarde de paraíso en el infierno.

La película es una joya de la escenificación. Cada escena es un cuadro narrativo de imaginación y cuidado, en términos de puesta en acción, diálogo, intención, sentido. Se muestra el alma de los personajes en cada una de las cosas que hacen. Nos entregan lo que son.

Todos los personajes son recreaciones elaboradas, pulidas y precisas de la paleta social, que se encuentran enredadas en una trama viva y muy dolorosa, así sea en el último pliegue del bolsillo de atrás de mi dios.

Desde luego que no es una comedia. Los críticos bobos insinuaron que lo era. Por escenas como las de la madre italiana de “Bird” Capezio, deshaciéndose con la naturalidad de quien barre bajo la alfombra, de dos rufianes que el acreedor irlandés mandó para que le recordaran la deuda a su hijo.

Es el maldito drama del hombre integralmente fracasado: A Scarpato le matan el hijo, pierde el dinero de la colecta pública para enterrarlo, en las carreras, no tiene con qué pagar al sepulturero, se roba una carne y no puede porcionarla, el sepulturero le tira el cadáver maquillado de León a la calle, Mickey no tiene más que meterlo en el camión refrigerado junto con la carne que intenta vender desesperadamente, nadie se la recibe, así que debe ir a vender el camión. El comprador le pide a su asistente que pruebe le vehículo que está negociando, y cuando Mickey se da cuenta el camión se ha ido, así que sale desbocado y corre por cuadras detrás del camión. Y cuando lo alcanza se produce un estrellón y toda la carne y el cadáver de León quedan tirados en la calle.

Hubbard tras publicar una columna apresurada sobre el caso, que no gustó para nada en la comunidad, se atreve a ir a tomarse una cerveza  al bar, donde estuvo la primera vez que fue al barrio; entonces todos lo saludaron con admiración. Los blancos desocupados, radicales, xenófobos y racistas lo sacan a calle, y delante de todo el mundo, hasta Jeannine, lo matan a patadas.

De haber podido, Mickey Scarpato habría votado por Donald Trump como lo hicieron muchos otros fracasados.  

 

Lincoln

Lincoln

La Corte Suprema de los Estados Unidos afirmó todavía en 1857 que los esclavos eran "tan inferiores que no tenían derechos que el hombre blanco debiese respetar". La Declaración de escisión de Texas en 1861, afirmaba que el abolicionismo pretendía "imponer la infundada doctrina de la igualdad de todos los hombres, independientemente de la raza y el color" aunque "la raza africana parece y es inferior y dependiente". Y en los debates para la aprobación de la Enmienda 13, uno de los senadores anti-abolicionistas afirmó:”Si hoy llegáramos a aceptar que los negros son iguales, mañana nos veríamos obligados a aceptar que las mujeres son iguales que los hombres”. Tal era el clima político y social que reinaba en la época que data la película Lincoln, de Steven Spielberg.  

Lo que Spielberg nos ofrece en su película estrenada en Colombia en el 2013, doce veces nominada a los premios Oscar, y que consagró con el de mejor actor, al archiconsagrado Daniel Day Lewis, es la historia desde el punto de vista de Abraham Lincoln, de tres fenómenos que se sucedieron simultáneamente y convulsionaron la vida de los Estados Unidos: la abolición de la esclavitud, la guerra de secesión, y su periodo presidencial.

El abolicionismo desde William Lloyd hasta las épocas de Lincoln se amparaba en la declaración de Jefferson, de que todos los hombres son creados iguales. La llegada de Lincoln al cargo de presidente de la Unión, el 4 de marzo 1861, fue el desencadenante final de la guerra de secesión. El primer acto de guerra fue el asalto confederado (sureño) a la guarnición de Fort Sumter el 12 de abril.

La "enmienda Corwin" que le negaba al gobierno federal el poder de abolir la esclavitud y el "compromiso Critenden" (limitaba al gobierno federal para interferir en la esclavitud y le obligaba a compensar a los dueños de esclavos fugitivos), no fueron suficientes para que los señores del sur durmieran tranquilos. Sabían que Lincoln tenía un solo propósito, llevar la esclavitud a su extinción. Los estados esclavistas ya por entonces eran minoría en la Cámara de Representantes.

En su discurso inaugural Lincoln declaró legalmente nula toda secesión. Afirmó que no tenía ninguna intención de invadir los estados sureños, ni acabar con la esclavitud donde aún era vigente, pero que usaría la fuerza para mantener la Unión. La Decimotercera Enmienda a la Constitución de los Estados Unidos fue propuesta a la legislaturas, el 31 de enero de 1865. Abolió oficialmente la esclavitud y se aprobó por 132 votos a favor y 68 en contra.

Cinco días después de que el comandante general del ejercito de la confederación, Ulysses Grant, rindiera sus tropas al general  unionista, Robert Lee, Lincoln fue asesinado el 14 de abril en el teatro Ford, a manos de un actor shakesperiano, católico y simpatizante de la confedeación, que tras disparar su revolver a la cabeza, en el palco principal, se precipitó al escenario mientras lanzaba el mismo grito de Bruto: “sic semper tyrannis”, se llamaba John Wilkes Booth. (La película, obviamente no entra en la dramatización del asesinato, hace una elipsis de la obra en el escenario, a la cama donde finalmente muere, un día después).

La película no es una película de entretenimiento, ni más faltaba, tanto por el tema como por la puesta en escena, es teatral, de parlamentos macarrónicos y veloces, de diálogo permanente y sostenido, que exige del espectador mucha información previa para no perderse. No recuerdo que haya sido más que un fracaso en los cines del país. Matiza la trama política y de guerra con la historia de Lincoln y su mujer, Mary Tood, una mujer enfermiza, astuta, dominante, inteligente, capaz de sostener una prédica política convincente ante un Senador del que dependía una buen parte de la votación para aprobar la enmienda, y capaz de caer en estados de melancolía o acudir a chantajes afectivos, para impedir que su hijo se enlistara para ir ala guerra. A finales del mismo año en que él murió, ella se también se despidió del mundo.

Una lección de lobistas de vieja data, utilizada por Lincoln y que se sigue utilizando en todos los congresos del mundo: la compra de votos. La película muestra cómo y a qué precio se negociaron 23 votos, de los que hubieran podido depender el fin de la esclavitud en Norteamérica.

La mujer del animal

La mujer del animal

Salí apachurrado, con asco moral, tras haber asistido a la función de La mujer del animal, una película que se me hizo eterna, como puede serlo cualquier sufrimiento por breve que sea. Al “personaje”, de mi misma especie y de mi propio género, cien mil años de evolución inteligente, no le sirvieron para salir del cretácico.

Víctor Gaviria dijo de La mujer del animal: es un homenaje a la mujer. Creo que la película no es un homenaje a nadie, es una bofetada contra los animales, las mujeres y la comunidad. A todos nos recuerda de manera lacerante que somos responsables por cobardía o complicidad.  

El animal tiene un léxico restringido, quince o veinte palabras a lo más, es repetitivo, circular y olfativo. De una libido con garras y puñal, asesino primitivo, de poca visión, que escucha y huele a cuadras. Hay una cierta somnolencia inhumana en el aura de toda su actuación. Sería completo si ladrara. A su mujer la arrastra como lo hacían los trogloditas con las suyas, del cabello. Ella se lo corta, como el gran acto de rebeldía de la cholita de quince años que cae atrapada por mañas de una bruja en las fauces al animal, que huye con ella a los bosques. Para el animal su mujer es un animal, que crece y se reproduce. A diferencia de otros animales, los pájaros por ejemplo, el animal jamás lleva comida a casa. La hija del animal no habla, qué va a hablar, si cada vez que su mamá habla, el animal la muerde. La “ideología de género” que el animal practica, revela una intuición instintiva respecto a las mujeres. Si nace niña le dice a la madre embarazada, primero me la como yo y luego que se vaya a putear. El día en que el animal en calzoncillos se lleva a la niña de cinco años a la cama, la chola como un animal enfurecido, reacciona y se la quita de las garras, como una hembra a la que le tocan lo que más le duele. Al animal solo le fala ladrar.

Víctor Gaviria ha confirmado con La mujer del animal que a su manera, hoy todavía se puede ser como los documentalistas rusos de la revolución, directores que militan en las filas de quienes van mostrando la realidad, la vida, imbuidos de que si no se muestran, historias como la del animal, podría ser como si nunca hubieran sucedido, o fueran ficción. El cine como memoria ha tenido dos caminos para mostrar la vida: el documental y el argumental. “…insisto porque, además, tengo un compromiso de contar lo que realmente pasa en Medellín y en Colombia”, interrumpe Gaviria. Mostrar a la manera del documental significa trabajar como cronistas, mostrarlo argumentalmente significa, poner en escena. El documentalismo en la película transgrede la información directa sobre los hechos, porque probablemente por rigurosa y extensa que haya sido la inmersión, no lograría los efectos del argumental. La estética, la recreación de los hechos en     condiciones narrativas de escenificación, llevan a que las personas del documental se representen por personajes del argumental.

Gaviria trabajó como un cronista durante varios años, haciendo inmersiones selectivas en las personas y los entornos que son parte de la historia, especialmente con Margarita, la mujer de Libardo, el animal. Rueda en unos tiempos y en unos saltos que son de ficción, con un punto de vista, el de la mujer. Crea la escena, abre la matriz atmosférica para alojar hechos reales, más verdaderamente sucios que los que da cuenta el realismo sucio. Y sus resultados los proyecta a una sociedad enferma, más enferma todavía que la de la época de la historia, finales de los años setenta.

Entre los intersticios y los albañales se esconden muchos Uribes Nogueras, como animales que reptan, se esconden, atacan, muerden, matan y huyen.  

Libardo en el film es un nombre de perro, en todo caso no de homo sapiens. Lo dicho, al animal solo le falta ladrar.

 

Azúcar

Azúcar

Las familias de siempre, dueñas de las tierras donde se cultiva la caña en el Valle del Cauca, descendientes de terratenientes, acomodadas en el diario vivir de la renta agroindustrial y enquistadas en una economía endogámica que gira alrededor del problema dinástico de la sucesión. Igual que en las piezas de Shakespeare. Dulces rentistas conservadores y católicos, que antes se ponían al frente de la producción, y hoy  alquilan sus tierras a los ingenios. Estamos en los años sesenta y como en cualquier serie familiar, la familia es el centro de la historia. Azúcar: una familia blanca y propietaria, cruzada por la maldición de una negra. El motor en las dos versiones que se han hecho, es el  poder de los esclavos. 

Si yo fuera un rentista vallecaucano de la tierra, un azucarero por herencia, emparentado por tradición familiar con el negocio, convendría que si somos como nos pinta la serie, nadie tiene el derecho de convertirnos en material para el espectáculo de televisión que está pasando RCN, desde hace cuatro meses. Siento que me están mostrando a mí, a los de mi familia, a mis ancestros, sin falsearnos. Lo que me molesta mucho más que si lo hicieran. El argumento de que es una caricatura dramatizada no solo no disuade, las caricaturas trágicas suelen ser muy agudas.

Azúcar nos muestra como a unos tontos endogámicos y arrechos capaces de traicionarnos en familia por la propiedad, el hilo social de toda la historia. Las mujeres, o son perversas sin contemplación, buenas e inútiles, brujas o esclavas.

Nos muestra racistas, prendidos a las faldas del cura, corrompidos hasta con nuestro negocio, manipuladores, indolentes, traicioneros, ingenuos, malos administradores, obsesionados por la sucesión. Más reproductivos que productivos. Una ristra de uniones prohibidas y forzadas, de las que vienen los hijos negros y blancos, que se cruzan en toda la historia, desde la noche en que el Manuel María Solaz engendró un hijo en la negra Sixta. Negros y blancos copulan entre sí, tal vez lo más democrático.

Ya una vez, años atrás, la serie se había transmitido, dirigida por Mayolo, al que hubo que aguantarle todas sus perversidades, porque era Mayolo.

Estoy convencido que nunca la TV se había solazada tanto a costa de nosotros los rentistas de la caña. Es una fotografía demasiado cruda, tendenciosa, de la vida privado de una familia de familias. Se metieron con nuestras familias, con la tradición, con lo más sagrado. De alguna manera los medios nos han convertido en una especie de hazmerreir cultural. A nosotros que no hemos hecho más que crear riqueza por generaciones. Y se supone que debemos estar agradecidos porque la serie es una promoción de un canal nacional, del Valle del Cauca.

Si la producción de la serie hubiera estado en manos de un surdo, de esos que hacen cine tendencioso, con seguridad nos habría mostrado con menos saña que RCN.

Por favor alguien que hable con los Ardila.

La caravana de Gardel

La caravana de Gardel

Confieso que leí con dificultad la novela de Fernando Cruz. Imaginé que con una historia como la que había encontrado, la novela tendría que ser de aventuras, la última de un hombre, de cuyos restos calcinados, rescatados dentro del avión, nadie puede dar certera y definitiva fe. Pero me encontré que la acción se interrumpía, además donde no se podía interrumpir, por las evocaciones y dolores que consternan la intimidad y el pasado de unos personajes, que a mí no me importaban. Yo quería que el novelista me contara lo que sucedió con la caravana. Tenía entre manos un material explosivo, entre la historia, el relato y el mito.

Hoy en Palabra Mayor, vimos La caravana de Gardel, la última película de Carlos Palau, con él. Es un realizador independiente con un historial productivo. Su opera prima, A la salida nos vemos, un film de 1986, es para quienes la recuerdan, una “viva la música” en cine. La primera impresión, al prenderse las luces, es que la Caravana de Palau tuvo que prescindir de toda la interioridad animosa de los personajes de Cruz, para hacerse posible. Lo que la novela cuenta en dos planos, el film lo cuenta en uno. Tuvo que prescindir hasta de las mulas y los arrieros, por los costos. Así que al estilo viejo norteamericano, puso al chofer y al ayudante paisa a andareguear desde Medellín hasta Buenaventura, en un pintoresco camioncito por caminos solariegos, en el que llevan, en un catafalco blanco, los presuntos restos de Gardel. Pero como si lo fueran, Cruz sabe que el mito le da la fuerza a la historia, Palau también.

Es el mejor film que ha hecho Palau. Me concedió la gana de espectador, que la novela no me dio como lector, la gana de la historia. Hay un entramado sobre la circunstancia por la cual el gobierno argentino, comprometido en el asesinato de un senador de la oposición, quiere utilizar la repatriación del mito para ocultar sus porquerías. Pero curiosamente quiere que se lo transporte por tierra, hasta el puerto, y de ahí a Nueva York. Quizá no quería que un nuevo accidente pudiera calcinar los restos calcinados del mito, que como tal podían estar en cualquier catafalco.

Palau, con recursos que le da la novela y suyos, sabe animar el film, darle discreta tensión, sabe hacer creíbles las atmósferas. El robo de los presuntos restos de Gardel, por parte de quienes dicen que los restos son de Medellín. Y el falso matrimonio, como coartada para llevarlo a cabo. Y cierra la película con una virtuosa ceremonia de alabao en Buenaventura. Los presuntos restos de Gardel son conducidos por una procesión de negras y negros que cantan, y una mujer adelante que lleva un retrato de Gardel.

Los actores que hacen los personajes de la tanguería no acaban de soltar, el tango que se bailan es magnífico, pero los diálogos, los tonos, el gesto, eso que le da perfil emocional al personaje, no deja de salir afectado por un aire de teatralidad, como si los actores no acabaran de sentir y comprender que están en una película. El chofer y el ayudante van soltando, van aprendiendo a hablar, como se habla en cine, se van calentando, y hacen que uno se caliente con el film. Más trabajo de actores, una dirección de actores más acentuada, habría conseguido un tono actoral más cinematográfico.

Palau ha hecho su mejor film. Nos ha mostrado lo que puede hacerse con un presupuesto de 250 millones, en digital. Tenía la fortaleza de una novela que se permitió escindir para escribir su guión. Se tomó las libertades que quiso. Pero hizo posible que todos nos metiéramos en una aventura mítica con acento paisa y ceremonia negra. 

 

La tierra y la sombra

La tierra y la sombra

Ganadora de la Cámara de Oro en el pasado festival de Cannes, la película colombiana de César Acevedo, La tierra y la sombra, me asombró.

El premio no es para mí, como espectador, un criterio de autoridad. Es una referencia publicitaria salida de un consenso que ganó el film, que sin objeciones, tiene condiciones competitivas.

Yo, como espectador, lo padecí. Los 97 minutos me parecieron mil. Menos mal que los planos son tan innecesariamente largos, que uno tiene tiempo de ir a buscar un café, y volver a tiempo. La desaceleración no consigue el efecto dramático del recurso, como en el suspenso. La lentitud en el film es un artificio aprendido. No es un recurso fresco que transfiera energía al relato, se la quita. Y no es que tuviera que ser contada a esa velocidad, es que el artificio pesó más que la trama.

Salí con la sensación de que todos los personajes están muertos como en Pedro Páramo, o La Hojarasca. Todos, hasta el niño, son personajes fantasmales, pulcramente planos, inexpresivos, sin rasgos elaborados, casi mudos, sin ningún humor. Parecen campesinos lapones de una secta presbiteriana, más que corteros de caña vallecaucanos. No hay un radio en esa casa, un teléfono, se la ha desprovisto de todo, para que parezca sumida en un pasado artificial, en donde los pájaros todavía cantan. Un pasado que se hizo presente, con teléfonos, ambulancias, servicios de urgencia, Sisben, y la película no se dio cuenta.

En el film todo muere, la tierra, la caña cuando la queman, los pájaros, la casa cuando la cierran, ellos ya están muertos, solo falta Gerardo. Y no es que lo dejen morir por indolencia o ignorancia, es que no hacen nada más allá de lo que hacen los muertos. Es una película que cuenta cómo una familia deja morir a su hijo. Lo dejan morir, se le sientan al lado, oyen sus estertores, no duermen, todos sufren, pero lo dejan morir. No por derecho, sino porque los cañeros se rebotaron, un médico aparece cuando no hay nada que hacer. No fueron eficientes sino para llamar la ambulancia.

La escena que habría sido memorable, la del sueño del abuelo con el caballo, se les fue de las manos. Muy poco hemos progresado desde cuando Mayolo trepaba un marrano blanco en un sofá de terciopelo rojo.

Nos dejaron morir a Gerardo en medio de un cañaduzal, tal vez en otro tiempo, no este, donde con seguridad se habría salvado. Bien que le habría valido a Cesar, hacer su film, como los de Ciro Guerra, en blanco y negro. 

La juventud

La juventud

Ya no recuerdo quién lo dijo, pudo haber sido Russell, la juventud es maravillosa, lástima que esté en manos de los jóvenes. Un par de artistas, el músico y el cineasta, amigos de siempre, pasan una temporada en un hotel de lujo en los Alpes. El músico ha ido con su hija, Lena, que actúa como su representante. El cineasta está terminando su último guión, ambos están en los ochenta.

Es tan elegante el film, que más allá del conflicto de la juventud perdida, de la viudez, el asunto que lo tensiona, es una solicitud de la misma reina, para que el músico acceda a dirigir la orquesta sinfónica, una vez más. Un pobre emisario, es el encargado de transmitir los deseos de la reina, a un viejo cínico, desparpajado, que vive como si ya hubiera vivido todo. Un conflicto comprometedor en segundo plano, la reticencia “definitiva” a dirigir la orquesta, que desenlaza el film, dando a conocer la razón personal, que se ve forzado a compartir con el emisario. El conflicto que tensiona el presente del film. Y que cierra justamente con el músico dirigiendo la orquesta sinfónica.

Se juntaron Paolo Sorrentini, el director italiano, y dos figuras inolvidables, Harvey Keitel y Michael Caine, para hacer un  tributo cínico y desenfadado de la vejez. El hotel me recordó la edificación donde moran los tuberculosos de la Montaña  Mágica.

Tiene cuatro escenas memorables, que ya es mucho decir de un film, ahora que de manera tan fácil pueden prescindir de las escenas memorables. La de la confesión de Lena a su padre, agresiva, adolorida, punzante, sobre su infancia y la vida de su madre al lado de él. La de los dos viejos quietos en la piscina, a la que Miss Universo llega desnuda, entra al agua, avanza, so pone frente a ellos y sigue. La de Maradona dándole con la pata izquierda a una pelota de tenis, que se eleva y cae, con la misma fluidez con que el balón sube y baja, al comienzo de Lola corre Lola. Maradona lleva un tatuaje de espalda entera de Marx. Tiene una barriga pontifical y unos horribles pantalones azules. Y la del masaje, el músico, voluminoso, blanco, boca arriba, es atendido por una chica de 16 años, que en algo recuerda a las orientales, que le da un masaje y una lección de cómo hacerlo.

Los críticos han dichos que es "una película demasiado ensimismada, en la que todo suena petulante y ampuloso”, bah, porquerías de los reseñistas de periódico. (Sergi Sánches, La Razón).

"Casi todo es falso en este filme, que parece hecho de cara a la galería de espectadores sensibles a los hechizos de la pomposidad arty y el vacío ostentoso. ’Youth’ se parece bastante a la película de un farsante." (Carlos Reviriego: Diario El Mundo). Y si todo es falso, y si es hechizo, y si es vacía, una farsa, con mayor razón habrá que verla, solo por esa condición tan íntima, de habitación, de mirada, con que se muestran los personajes, el espectro sensible de la condición humana.  

 Sorrentino no sobrecarga la escena, tiene un diálogo impecable, cada vez que los personajes hablan, dicen algo, el tratamiento de la realización  tiene el ritmo y el tempo propios del drama de la vejez no cerrada, cuando la creación y el arte, todavía los comprometen, a su edad. Además, las reflexiones de Ballinger (Caine) con su música, o Boyle (Keitel), con su película testamento, son recreaciones creíbles de la condición del artista. Sorrentino se para con la minuciosidad británica y el espíritu italiano, para hacer un film de alta ironía, de humor, de drama sin aspaviento, de juegos tan sutiles como los de Tornatore.

Hay que ver Juventud. Para mayores de cincuenta.