El club
Es un pueblo de pescadores y de pecadores, lejano, frío, gris, en la costa de Chile, donde se escucha en las noches ladrar a los galgos, los únicos perros mencionados en la Biblia, en medio de vientos polares que husmean los alares. En una casa en las afueras del pueblo, regentada por una monja, viven cuatro curas infractores, criminalizados, que la iglesia ha separado de sus funciones y ha reunido en la casa de retiro, no se sabe si para salvarlos de la justicia ordinaria, para salvarlos de sus propios demonios, o para poderlos controlar mejor.
Son cuatro bandidos que viven a costa de la iglesia, o sea, de los fieles: el pederasta, con cara de pederasta, que entrena a su galgo para las carreras. El catatónico que va y viene de su infierno de largos olvidos y entrecortadas palabras. El transgresor, izquierdista, rojo, malevo, respondón. Y el que siempre fue el capellán castrense en los regimientos. Unas hombres marchitos, a los que más allá de la fe, la subsistencia los ha enclaustrado a su edad, en la casa del galgo y de la monja, más viva que los curas, sobre la que también pesa un expediente.
Algunos días se acerca al otro lado de la calle un muchacho que hace labores de puerto, lleva y trae cosas, pobrecito, un pobre loco logorreico que sin más se despacha a hablar duro, muy duro, con un vozarrón terrible y sin poder parar hasta por una hora; adentro en la casa ya no saben qué hacer con el loco, que no dice locuras, sinsentidos, sino que cuenta su historia con los curas; generosos detalles como si estuviera satisfaciendo al curioso confesor de manera explícita pero al mismo tiempo con una sonoridad que resulta poética, con los que se comprende cómo fue que se le cruzaron los cables entre la santidad y el sexo. Una manía entre el culo y la fe.
La película de Pablo Larraín que “ganó en Berlín”, nominada al Oscar por mejor película extranjera, es el resultado de un guión de exploración, de reconstrucción narrativa, de construcción de character, necesariamente teatral por momentos, con diálogos tonificados y precisos.
La muestra de mayor virtuosísimo es la realización del personaje del loco, estupor causa el monólogo logorreico de alcance desesperante. Debí interrumpir en dos ocasiones, para respirar. Se logra toda la tensión posible con una voz sostenida que habla del pasado, de lo que sucedió, hasta el punto de obligar a uno de los curas, el recién llegado, a salir y hacer algo con ese loco, persuadido con un arma que el cura rojo le entrega. Sale, avanza por el corredor, se acerca y antes de decir algo se suicida. Lo que desde luego da lugar a una investigación interna de la iglesia, por la que llega el “jesuita investigador”, frío, taciturno, racional, la máquina de la verdad.
Qué lindas las escenas donde el cura pedófilo entrena su galgo en la playa, con la luz marchitándose, en una danza circular de agilidad y cuerpo, que parece un ballet del animal y el hombre.
Larraín nos deja una película que provoca el perfecto estado de suspensión estética, nos atrapa como en un paréntesis de tiempo, nos abre la puerta que lleva a la escena donde al detalle se participa de una cruda historia, llena de detalles, gestos, matices, maravillosamente bien contada.
No, no es una película contra la iglesia católica, como se dijo en algunos medios cuando se estrenó. Es una película que nos muestra lo que pasa en una casa alejada del mundo bajo el efecto uniforme de una fe corporativa y retocada. A la iglesia católica no hay que descalificarla ni desacreditarla. Eso es algo que ella, mejor que nadie, hace con fervor y humildad, todos los días.
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