La libertad del diablo o el recurso de la máscara
Everardo González es un mexicano en sus cuarenta que parece un vikingo extraviado. Lo vi andar solo por las calles de Jardín. Llevaba una chaqueta verde de la navy, jeans y botas de caminante. Me tomé una cerveza con él, como pretexto para preguntarle por las máscaras.
En la Casa de la Cultura nos encontramos doscientas personas, más las que debieron hacerse en el suelo, para el estreno, en el festival, de La libertad del diablo. Everardo se presentó al final para una conversación. Contó cómo había hecho la película. Demoró siete años rodándola. No fue nada fácil encontrar voluntarios entre las víctimas y los victimarios, que quisieran hablar ante cámaras.
Todos contaron desde ellos, sin atenuantes, sin entrevistador, hablándole directo a la cámara. Primeras personas que cuentan una sarta abominable de sufrimientos y crueldades, desde donde les fue dado vivirlas, con un artilugio, todos con máscaras de tela, adheridas, como las del Santo, color mate, con los orificios de los ojos, los narices y la boca, que dan un aire simbiótico de temor y caricatura. Un redondel ordinario por donde salen las palabras con un acento de máscara.
Entre los bloques de declaración se atraviesan secuencias dramáticas de paisaje semiurbano y urbano, yertos paisajes, árboles raquíticos, carreteras polvorientas, cielos contaminados, brumas letales.
Al final, una de las personas se quita la máscara, es una mujer entre cincuenta y sesenta, que hace evidente el impacto efectista de la máscara, el trastorno de identificación. El anonimato que aporta el recurso deja hablar con seguridad en un país sin seguridad. El ocultamiento es bueno para la palabra, para la versión, para el cuento y como en el cuento.
Se mencionan lugares, fechas, actos, pero nadie nunca dice que es México. No hay necesidad. La historia y el acento no mienten. Un aire abstracto se ha instalado como trasfondo de la declaración para que la crónica en cuanto relato se suspenda en lo inespacial. Si el lugar no se nombra, tampoco el tiempo. Los crímenes contra mujeres que Bolaño recogió en 2666, vienen cometiéndose desde mitad de los años noventa de manera permanente, una pandemia que ha configurado cultura de muerte. El semianonimato que asegura la máscara, cambia, tapa a la persona, hasta llegar al ideal griego: persona (máscara) que encubre persona, el teatro, la tragedia.
Todos los declarantes son trágicos, no podría ser de otra forma. Las historias terminan repitiéndose, el esquema víctima/victimario se replica, se auto produce. La declaración es insuficiente, narra, no explica, como en los cuentos. El documental encuentra ahí su límite. Los enmascarados, hombres y mujeres, niños, muchachos, dan cuenta de las dentelladas. Se desnudan, revelan las intenciones, dan cuenta de cómo se hizo, de cómo se padeció. Rememoran. Se los reconoce porque para muchos espectadores están diciendo la "verdad“. Para otros es un “montaje”, una dramaturgia con actores naturales, enmascarados, que siguen un guión.
El efecto, a pesar de lo que se crea, es completamente depresivo. Un enmascaramiento que favorece la versión no evita que si nos sometemos durante ochenta minutos al peso bruto de la declaración y terminemos aplastados.
El film de Everardo no ha hecho más que hacernos doler. El diablo suelto nos ha pinchado el fondillo y nos ha calentado el corazón. ¿Qué cosa buscamos cuando nos sometemos voluntariamente a la “Libertad del diablo” enmascarado?
Se podría utilizar para una clase de psicología en la universidad. Para esbozar una nueva teoría del mal. O para martirizar a señoras altamente sensibles. c
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