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Alberto Rodríguez

Roma

Roma

 Alfonso Cuarón es una marca en el cine. Hoy se dice de Cuarón, como se decía ayer de Welles. Es el ganador del Oscar 2014 a mejor director. Uno que merece un lanzamiento mundial, en una simultánea en cines de estreno, cineclubs y Netflix. Una estrella certificada que hace una película mexicana (en sentido estricto), de sirvienta indígena en los setentas, en blanco y negro, con actores naturales, con quince millones de dólares y recibe el aplauso del mundo. Si entran a G, por “críticas Roma Cuarón” van a encontrar casi seis millones de entradas. Todos los caminos conducen a Roma.

 Venía de un film del 2013 que ganó siete premios Óscar: Gravedad. Un film que es todo lo contrario a lo que induce su título, un film leve, inestable, en un tiempo narrativo inconsistente. La tecnología no resuelve los problemas de la historia. Es un guión escrito entre padre e hijo. Alfonso y Jonás.

 Hay varias cosas de Roma de las que se debe hablar: su aversión por los primeros planos.  El uso creativo de la estética del blanco y negro. La deliciosa recreación neorrealista mexicana que Cuarón hace con mano firme, de gran director. La recreación de la puesta en escena de las escenas, con el color y el calor, de las De Sica, Buñuel, Scola. La capacidad de hacer escenarios perfectos, hasta el último detalle. La dirección de los actores naturales, de los niños y de las escenas masivas.  El sentimiento de solidaridad entre mujeres, que es una línea suave y a la vez marcada de la historia.

 Técnicamente es un film del plano general que hace contrapunto con los encuadres medios. Se sostiene en esa rítmica distante en la que el rostro como tal, importa menos que la escena.  No pude ver a Cleo, su rostro, su expresión cercana, durante la mayor parte del film, solo al final cuando se ha desenlazado su tragedia, me la muestran en un supremo primer plano, sentada en la cama con el aire de esos retratos de la época de la revolución, un blanco y negro cobrizo, en un plano largo, que finalmente me permitió ver ese rostro intenso, real, creíble, convincente, que Yulitza Aparicio le presta a Cleo. Cuarón como Welles o Renoir apela aquí a los espacios anchos y profundos. La falta de cercanía le concede una virtud teatral en el rodaje. Siempre estamos con Cleo, pero al mismo tiempo ella siempre está en función de todo el resto de personajes. Su dimensión está puesta en toda la esplendidez de la escena de la playa. Cuando los niños no aparecen, ella sin  vacilar siquiera, se arroja a las aguas para buscarlos, sin saber nadar.

 El niño pequeño en la azotea le dice a Cleo "Estoy muerto". Ella lo emula y repite: "Estoy muerta". Una situación de juego, de simulación, contiene todo el veneno simbólico de Roma.

No quiero que el reconocimiento nuble el lado definitivamente débil del film, la historia. Para Cuarón seguramente es un reconocimiento necesario, traer al presente del film a una Cleo, que bien pudo haber sido la que le dijo: “estoy muerta”. La historia es un lugar común: sirvienta indígena embarazada trabaja en casa de señora de clase media alta que se separa de su marido, la sirvienta es reconocida por los niños como alguien de la familia. El niño nace muerto y la sirvienta se pierde en su tragedia. Estalla la revuelta y la sirvienta revienta fuente. La misma historia, sin ninguna variación, contada por otro director, cualquiera de los cientos de mexicanos que hay, habría tenido otro destino. La marca es la marca. Cuarón ya es como Bulova.

La misma historia la ha contado el cine mexicano muchas veces, desde la mexicanada al hígado, el culebrón corrompido, hasta el neorrealismo mexicano. Lo particular es que con una “historia común”, conocida, sin una elaboración particular de los personajes, sin mayor tensión argumental, se pueda  hacer un buen film.

Quiera dios, que el talento en la dirección y la tecnología no vayan a sustituir las buenas historias en el cine. O peor, que los buenos films, ya no llegaran a necesitar buenas historias.

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