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Alberto Rodríguez

La tierra y la sombra

La tierra y la sombra

Ganadora de la Cámara de Oro en el pasado festival de Cannes, la película colombiana de César Acevedo, La tierra y la sombra, me asombró.

El premio no es para mí, como espectador, un criterio de autoridad. Es una referencia publicitaria salida de un consenso que ganó el film, que sin objeciones, tiene condiciones competitivas.

Yo, como espectador, lo padecí. Los 97 minutos me parecieron mil. Menos mal que los planos son tan innecesariamente largos, que uno tiene tiempo de ir a buscar un café, y volver a tiempo. La desaceleración no consigue el efecto dramático del recurso, como en el suspenso. La lentitud en el film es un artificio aprendido. No es un recurso fresco que transfiera energía al relato, se la quita. Y no es que tuviera que ser contada a esa velocidad, es que el artificio pesó más que la trama.

Salí con la sensación de que todos los personajes están muertos como en Pedro Páramo, o La Hojarasca. Todos, hasta el niño, son personajes fantasmales, pulcramente planos, inexpresivos, sin rasgos elaborados, casi mudos, sin ningún humor. Parecen campesinos lapones de una secta presbiteriana, más que corteros de caña vallecaucanos. No hay un radio en esa casa, un teléfono, se la ha desprovisto de todo, para que parezca sumida en un pasado artificial, en donde los pájaros todavía cantan. Un pasado que se hizo presente, con teléfonos, ambulancias, servicios de urgencia, Sisben, y la película no se dio cuenta.

En el film todo muere, la tierra, la caña cuando la queman, los pájaros, la casa cuando la cierran, ellos ya están muertos, solo falta Gerardo. Y no es que lo dejen morir por indolencia o ignorancia, es que no hacen nada más allá de lo que hacen los muertos. Es una película que cuenta cómo una familia deja morir a su hijo. Lo dejan morir, se le sientan al lado, oyen sus estertores, no duermen, todos sufren, pero lo dejan morir. No por derecho, sino porque los cañeros se rebotaron, un médico aparece cuando no hay nada que hacer. No fueron eficientes sino para llamar la ambulancia.

La escena que habría sido memorable, la del sueño del abuelo con el caballo, se les fue de las manos. Muy poco hemos progresado desde cuando Mayolo trepaba un marrano blanco en un sofá de terciopelo rojo.

Nos dejaron morir a Gerardo en medio de un cañaduzal, tal vez en otro tiempo, no este, donde con seguridad se habría salvado. Bien que le habría valido a Cesar, hacer su film, como los de Ciro Guerra, en blanco y negro. 

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