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Alberto Rodríguez

El violín

El violín Una obra de bajo presupuesto, en blanco y negro, con el estilo de fotografía del Indio Figueroa, en el escenario rural mexicano, con actores naturales. Nominada en Cannes y con cuatro premios más de la crítica cinematográfica en su haber. De Francisco Vargas Quevedo sabemos poco, nunca lo habíamos visto. La película tiene esa extraña sobriedad de los documentales donde la imagen lo dice casi todo. Una película de largos silencios, de rostros adustos que inventaron expresiones para hacerse creíbles. Una historia de familia.  Ha pasado tiempo desde Canoa hasta El violín. Pero igual, tanto la una como la otra caben en la iconografía de las películas de izquierda. La película comienza con una sesión de tortura y violación que los Federales mexicanos inflingen a un campesino y a una mujer en el interior de un rancho de madera. Una escena que pareciera haber sido clandestinamente rodada. Sus ángulos, su plano fijo, el sonido, bien harían pensar que el camarógrafo estaba escondido mientras la filmó.  La película está contada desde la familia: el abuelo, el padre y el hijo, una unidad  dramática, mediada por el juego de un violín. El padre es guerrillero, apoya logísticamente -­ armas y municiones ­- a los irregulares que están en el monte. El conflicto comienza con el éxodo de las mujeres, cuando la familia llega de la ciudad, después de un viaje de un día. Los Federales han entrado a sangre y fuego, incendian los ranchos, matan a los animales, asesinan a los hombres y producen una migración. La munición que está enterrada en el maizal del abuelo, Plutarco Hidalgo, ha quedado bajo el dominio Federal.  Pero, también la película, serviría a los fines de la derecha, si pasando por alto la bestialidad oficial, se reservan los hechos finales, como ilustración de que la guerrilla no es sostenible. Los irregulares son emboscados, hechos prisioneros y conducidos a un rancho. Todo termina resolviéndose a favor del ejército, que en un golpe de invisible inteligencia, logra utilizando el rastro del violín, para dar captura a los auxiliadores y a la columna.  La tortuosa sensibilidad del oficial que comanda los Federales y la ejecución del violín que Plutarco Hidalgo toca atándose el arco con una cuerda al muñón de su mano, se encuentran en un juego lento, mesurado, hasta llegar a una última escena, en donde el oficial le exige al viejo que toque su violín, que ha dejado enterrado en la caleta del maizal, para utilizar el estuche para sacar la munición. El dramatismo de la expresión del viejo y del oficial, la gravedad de los largos silencios, la intensidad con que el director - productor y guionista – resuelve el conflicto particular, en el que el viejo campesino se mete cuando el oficial le entrega el violín para que toque. De una buena historia, aunque no siempre sale una buena película, siempre se tendrán las condiciones para hacer una película inolvidable.

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