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Alberto Rodríguez

Críticas de cine

El hombre que nunca estuvo allí

El hombre que nunca estuvo allí

Es una película del 2001. Ambientada en 1949 en un poblado al norte de California. La mayor gracia del film, en blanco y negro, es que el espectador se siente viendo una película de 1949 en 1949, como si estuviera asistiendo al estreno en un teatro de barrio, cuatro años después de terminada la segunda guerra.

El tratamiento atmosférico, climático de época, es quizás la mayor gracia a que accede el film, la de situarnos en una época precisa en medio de una historia con elementos universales: cuernos, venganza, desamor, codicia, asesinato, estafa y suicidio. Elementos clásicos de una historia negra contada sin ningún aspaviento, sin pretensiones y con un aire de tranquilo suspenso que se tensiona en medio de la más tranquila, normal y limpia sordidez, la de la Norteamérica pueblerina.

El asistente del barbero, Ed Crane, es un hombre que prende un cigarrillo tras otro, adusto, hierático, frío, casado con una mujer de la que parece su sirviente. Un hombre humilde callado, respetuoso, sin humor, que simplemente sirve de asistente a su cuñado en la barbería. Sin embargo, detrás de esa apariencia, está el hombre capaz de urdir la venganza, de imaginar la revancha, de olfatear el negocio, de chantajear sin dolor. Una versión urbana y contemporánea de Jekyll y Hyde.

Y como una figura, que parecería no casar en la ensambladura dramática de la historia, Coen introduce una adolescente pianista de música clásica, capaz de conmover la sensibilidad de Ed. Una dulce niña que ocasiona el accidente automovilístico de Ed, en su intento de agradecerle el reconocimiento y la gestión ante un afamado maestro de piano, que descubre que detrás de la ejecución musical no hay ningún talento, con una felación, mientras viajan de regreso. Memorable la imagen de copa de una de las llantas del auto, que gira como un platillo volador a lo largo de la carretera, tras el accidente, y que vincula el texto general con el subtexto enigmático de los platillos voladores, tan en boga en el imaginario asustadizo de las buenas gentes de la nación.

La historia está cargada de un denso aroma negro, una atmósfera viciada, en la que los personajes no pueden ser más que sórdidos, ingenuos, fatales, aburridos, monótonos, indiscretos, casi banales. Sin que en ningún momento, por efecto del guión y la dirección, deba apelarse a los estereotipos con que fácilmente se rellenan las historias de época. Se trata de personajes anodinos, pueblerinos, sin vuelo, metidos en un drama que sobrecoge la aburrida tranquilidad cotidiana, en el que los sentimientos se revuelven, nos excitan y nos incitan, en medio de la tranquila normalidad de un villorrio en el que no solía pasar nada. 

 

Violines en el cielo

Violines en el cielo

La comida y la muerte. Comer y amortajar. La funeraria y la música.  El discreto encanto de manosear cadáveres. La dura tragedia de un chelista que se da cuenta que nunca será demasiado bueno. La hipocresía sobre el ritual de la muerte. Todas las familias japonesas quieren que sus muertos vayan amortajados y maquillados a la otra vida, aun suponiendo que lo puedan hacer después de una incineración que los deja convertidos en una manotada de ceniza. Pero al mismo tiempo desprecian al amortajador, al oficio, que consideran indigno. Ese drama de la indignidad del oficio que se mete en el matrimonio como un diablo disoluto.

Un film de Yojiro Takita que ganó el Oscar a la mejor película extranjera en el 2009. Es de esas películas que dan para hablar mierda a todos los comentaristas serios de cine, que se esfuerzan por encontrar simbolismo, que tratan de trasmitirles a sus lectores. O nos la cuentan, o nos la interpretan, para que captemos “el sentido de la vida”.

Una fortaleza: la armadura de los personajes. La densidad finamente trabajada de sus contexturas, la humanidad expuesta en escala de ficción. Daigo. Ikuei y Mika, son diseños de fantasía, elaboraciones de alta estética en el trabajo de guionización. Se construyen en la exacta proporción dramática que lse necesita para conseguir dos cosas: una historia intensa y una eficacia narrativa al contarla.

Todos los personajes están investidos de esa manera discreta, ritual, exasperantemente prudente y respetuosa, asustadiza de actuar. Nerviosa como la del chelista, sosegada y sabia como la del amortajador y amorosa y triste, como la de la esposa.

Una buena historia sin ritmo cinematográfico, puede perderse, caerse y romper el hechizo sorpresivo entre el guionista – creador de los personajes - y el espectador, mediados por la acción de puesta en escena que hace un director.

Violines en el cielo es una fina conjunción de una historia intensa y vívida, y un ritmo que le permite al espectador caer bajo el efecto de la atmósfera creada por el film. Un film de atmósfera en el que con la música se marca el contrapunto, entre la vida y la muerte.  

 

 

Malditos bastardos

Malditos bastardos

De la forma como Tarantino termina con la segunda guerra mundial con una película sobre una película en cuyo estreno asiste Hitler y los cabecillas de su pandilla y en la que necesariamente se encuentran el cazador de nazis – Aldo Raine - y el cazador de judíos - Hans Landa-. Es la película “más mala” de Tarantino según los críticos, lo peor que ha hecho en muchos años, una deplorable parodia del film italiano, El Maldito tren blindado, de Enzo Castellari.

Tarantino encierra a Hitler y toda su pandilla en un pequeño teatro parisino a donde han ido a ver una película y le prende fuego. Mientras la pantalla arde, pasa la película de la judía dueña del teatro, hecha a propósito, en que anuncia el fin, mientras los malditos bastardos acribillan a plomo a la pandilla nazi. ¿Un horrible sueño pacifista a través de la violencia, para poner fin a la guerra?

A pesar de la independencia, o quizás porque sea una parodia a ella, Malditos bastardos, es el sueño norteamericano de la historia. Una unidad dirigida por Aldo, descendiente de comanche dice él, va a la guerra a cazar nazis. Aldo les exige a sus hombres, como prueba de resultado, la cabellera de cada uno de esos malditos. Tarantino le ajustó cuentas a la historia haciendo una película de una película en un teatro.

Landa representa la inteligencia alemana, el personaje contraparte, antagonista, con el cual se tensiona todo el relato, que a diferencia de lo que dicen los críticos sesudos, pega a los espectadores a la pantalla. Si algo da completa validez ficcional al film, es que no se ahorró en cargar de atribuciones a Landa, aunque al final deba consagrar a Aldo como el héroe absoluto, el soldado norteamericano.

Es un film que desde luego no pierde el aire, demasiado cruel, de la violencia como anzuelo, aunque por momentos sepa mezclarse con aires de comedia ruda. Tarantino prueba, una vez más,  que el mejor tensionador de un relato es la violencia. Pero la violencia y el amor en el cine se han cargado de lugares comunes. Lo que obliga a un realizador a hacer un esfuerzo para vadear el lugar común e instalarse en un lugar de atracción original, una violencia con imaginación, una violencia creativa, una violencia que se sabe reinventar, una violencia que además termina siendo la mejor justificación ideal del sueño norteamericano de la historia.

El tratamiento de la violencia, ligado a la construcción de los personajes, y al juego incierto con que Tarantino hace su film, entre drama y comedia, le da el privilegio de torcer creativamente la historia. El héroe alemán, el que los mata a todos, podría perfectamente ser el héroe de cualquier cultura, porque ninguna de ellas, desdeña el sentido y la dimensión de la violencia, aun en el caso en que por sentido civilizatorio deba negarla.

Que Herr Goebbels y su Ministerio nazi de la propaganda, quiera, necesite, hacer una película de glorificación del héroe, como soporte argumental de la película, entre otras cosas,   como lo haría cualquier régimen y cualquier poder, es una ironización profunda de la violencia cultural, que no tiene nada de raro en sociedades que siempre necesitan héroes, aunque haya demasiados héroes.

 

 

 

El enemigo público

El enemigo público

¿John Dillinger o los banqueros? Han pasado ochenta años, desde que se rodó la primera versión de El enemigo público, dirigida por William Wellman, hasta la última que  llega como estreno, dirigida por Michael Mann. La historia de los catorce rapidísimos meses que transcurren entre el momento en que utilizando  una pistola tallada Dillinger huye de la prisión estatal de Indiana con un grupo de hombres, y su asesinato a la salida del teatro Biograph en Chicago, una noche de 1933. Todavía hay asaltantes de bancos y banqueros, solo que ahora ya no sabemos cuáles son más públicos.

John Herbert Dillinger fue asesinado el mismo horrible año en que el otro asaltador – de  países - es elevado a la condición de canciller del Reich en Berlín.  Dillinger, a diferencia de Hitler, nunca publicitó su negocio revistiéndolo con una causa. A Billie la conquista presentándose como asaltador de bancos. Era un asaltador más honrado, menos hipócrita que Hitler, y menos que los banqueros y sus cómplices de Estado, que provocaron la crisis de los treinta. Los mismos banqueros, que provocaron la crisis de endeudamiento, la burbuja, la caída de la tasa general de ganancia, mientras invertían en el negocio de guerra: el síndrome Bush, la crisis del 2008.

Dillinger conoció en prisión a ex banqueros y gentes caídas en desgracia que trabajaron en el negocio de blindajes, transporte de valores, seguridad, cajas fuertes, consignaciones. Hizo escuela, aprendió, estudió táctica y estrategia, como si hubiera estado en West Point. Así que cuando se graduó y salió a conseguirse el sustento, se dedicó en sus ratos libres a robar bancos, y en los otros, a huir.

Era un negocio nuevo, prometedor, rápido, aunque  arriesgado. Los sistemas de seguridad bancaria eran muy incipientes, rurales. Dillinger fue el gestor del negocio antibanca. Es un líder en el ramo. Jefe de gatilleros, un ladrón galante, que siempre respetó al jubilado que recién había cambiado su cheque. Vino para enseñarle a los banqueros, cómo es eso de hacer dinero.

Dillinger le disparó  al corazón del sistema al darle a los bancos. Su negocio abrió el expediente J. Edgar Hoover, que Mann recrea con juicio histórico en sus personajes.  Robar bancos es al capitalismo, como las cruces a los vampiros y la kriptonita a Superman. Secuéstrenle la mamá a un banquero, y le dolerá menos que si se le llevan todo lo que hay en caja. 

El negocio de Dillinger sembró terror financiero, crisis de seguridad, de iliquidez, desencajó los flujos. Creó condiciones para retiros masivos, agitó el nerviosismo pragmático de las acciones, la vida social de los clubes de banqueros y desacreditó a la policía. Y lo hizo cuando USA estaba apenas saliendo de la crisis del 28. 

El asunto llegó a la mesa del anodino Herbert Hoover, que tenía su corazón puesto en la banca. Dijo públicamente que estaban frente al “enemigo público”, cuando Dillinger apenas llegaba a ser el de los banqueros. Buscó a su hermano, una de las más crueles y siniestras criaturas del bestiario americano, J. Edgar Hoover, y le ordenó que, vivo o muerto, le capturase a Dillinger.

El FBI comenzó como un “bloque de búsqueda”  contra Dillinger. A cargo de la operación, Edgar Hoover puso a Melvin Purbis, que con inteligencia, dinero, gatilleros oficiales de Texas, tortura, consiguió atrapar a Dillinger, a la salida de un cine a donde había ido a ver Manhattan melodrama, con Clark Gable.

 La cámara de Mann es nerviosa, tensa, rápida, a veces recuerda los giros de Dogma 95. Un guión nítido, diálogos acerados, sugestivos, rápidos. Mann sabe jugar con el silencio, como recurso rítmico. Ese largo silencio de la primera escena que molesta a Tomás Eloy Martínez. Un sabio montaje, ritmo sostenido, línea de acción bien templada. Y  un amor a primera vista y hasta la muerte.

Dillinger no fue un mafioso. Fue un ladrón que asaltaba a los únicos que tenían dinero. ¿No le interesa invertir en secuestros? le pregunta un mafioso en la barra de un club de bandidos. El secuestro no le gusta a la gente, responde Dillinger, después de pasar el trago. ¿Y qué rayos tiene que ver la gente en esto? Es ahí donde me escondo, respondió él.

 

 

La sombra del caminante

La sombra del caminante

El hijo de Ciro Guerra dijo que  a su padre le había tocado hacer la película en blanco y negro porque no tenía mucho dinero. El Mono Osorio aceptó producirla a condición de que Guerra cogiera las tijeras y le cortara la mitad al guión. Los críticos dijeron – cuando se estrenó en el 2004 - que no era perfecta, puesto que es una opera prima, y las operas primas deben recordarse por imperfectas, aunque en el caso de la Sombra del caminante, también por fresca, nueva y sin artilugios para el mercado.

El trabajo actoral de Cesar Badillo (Mañe)  e Ignacio Prieto – el silletero – hace de la opera una película de personajes de borde. El uno en la tragedia de ser cojo, desempleado, deber el arriendo y estar solo. La de miles de colombianos. La del silletero - Prieto -  encerrado en un pasado criminal, que busca expiar cargando sobre sus espaldas a los transeúntes del centro de Bogota.

Ambos personajes son de borde, Mañe se está precipitando, el sistema lo está escupiendo. El silletero regresa del infierno. No debería haber salido vivo de él, pero lo ha hecho, no se sabe cómo. Se ha puesto al borde por un extraño sentido de expiación, que hace tránsito al bien moral. Así que si el mérito de Guerra, es haber construido una película de personaje, también su mayor problema es el diseño del personaje.

Tendrá que saberse, por la estereotipada y patética confesión del moribundo, al final, el origen de la expiación, lo que al borde bien hubiera podido sobrar. Tal vez como el último vestigio de humanidad, se habrá dicho el guionista, el mismo Guerra. Se debería haber dejado al silletero víctima de su pasado, sin tener que revelarlo. Entonces el silletero habría cobrado una mayor dimensión, porque no se habría traicionado su hermetismo substancial. Se le hizo un poco  de trampa al personaje, para que lo que Mañe no estaba pidiendo saber, lo termine sabiendo de chanfle el espectador. Un típico problema de la construcción moral del personaje.

El silletero y Mañe se encuentran el borde, pero vienen en sentidos distintos.  Aquel proviene de eso que hay más allá del fondo, del subfondo, es un genocida paramilitar, que termina siendo por esas coincidencias exclusivas  de los guionista, el asesino de los padres de Mañe. La dosis de tragedia colombiana que se filtra en ese pasado que urge revelarse, hubiera sobrado en un atmósfera de ficción más libre. Cuando el sargento retirado, dueño de la casa donde vive el Mañe, aparece en la escena como un fantasma alcoholizado, de una manera gratuita, el Mañe le pide al silletero que lo deje morir, y el silletero le dice ¿cómo se le ocurre?, como si jamás hubiera matado a nadie, y como si por principio no pudiera dejar morir a nadie.

       No pudo Guerra haber dejado a su silletero sin pasado, sin presente, hermético, sin futuro, como una abstracción urbana del subfondo del abismo, bamboleándose en el borde, sin redención, sin recuperación moral posible. Esa necesidad corrompe al personaje a favor de las intenciones del guionista. Siento asaltada la integridad de una ficción original, con la carga de una culpabilidad que bien hubiera podido tener el silletero, pero que no tenía por qué revelar, sobreimponiendo a su carácter auténticamente inmoral, la moralidad del guionista.

Claro que el silletero debería haberse muerto después de que al Mañe se le ocurrió robarle la matera con la planta que le daba valor para soportar su condición, como un artilugio desperado para ganarse su amistad, una vez la devolviera, simulando haberla encontrado.

 

Perro de tugurio

Perro de tugurio

Tapeshwar Vishwakarma, un representante de los habitantes de Mumbai, la barriada de Bombay donde se rodó  Slumdog Millionaire, interpuso una demanda por difamación contra el compositor A.R. Rahman y el actor Anil Kapoor. Según él, la forma como la película muestra a los habitantes de los tugurios es una violación a sus derechos humanos. En la demanda, Vishwakarma alega que el nombre de la película (Perro de tugurio millonario) es peyorativo. Exigió que la palabra perro fuera retirada del título. Las denuncias se apoyaron con protestas en tugurios en varias ciudades de la India.

Slumdog fue galardonada por la National Board of Review (Asociación de Críticos Norteamericanos) como mejor película del año. En el 2009, fue la más premiada en la 66.ª entrega de los Globos de Oro (conocidos como la mejor antesala de los Premios Óscar), y arrasó en la entrega de los Óscar, consiguió ocho estatuillas de las diez a las que estaba nominada (incluyendo los tres premios más importantes: a mejor guión,  mejor película, y  mejor director.

 Simon Beaufov (el guionista) tras leer la novela de Vikas Swarup hizo tres viajes de investigación a la India. Habló con los muchachos y los niños de las barriadas. Caminó el distrito de Mumbai y escribió un primer guión que le presentó en el verano del 2006 a Celador Films y Film4. El mismo que le llegó a Danny Boyle, quien tras la primera lectura rechazó el proyecto. Que  Beaufoy fuera el guionista hizo que Boyle reconsiderara su impresión, y tras recomendar modificaciones se quedó. The Full Monty es su película británica favorita, escrita por Beaufov.  

 El trabajo de Beaufov consistió en conseguir que el fresco de historias de la novela de Swarup, se contara en una sola, articulada en las escenas del concurso, donde se libra una inmensa, invisible, tormentosa lucha de poderes entre Jamal Malik y el conductor y dueño del programa. La misma batalla que Malik tendrá que librar en la comisaría de policía, contra el Estado. El Estado al servicio del dueño del programa, encarcela a Malik para que confiese cómo hizo la trampa que lo llevó a ganar el concurso. Y para comenzar lo torturan, pero no le sacan nada. Y entonces lo interrogan convencionalmente y le sacan todo.

 La película se hace desde el presente del concurso y desde el presente de la comisaría, que son un mismo presente, desde el que Malik cuenta – como si fueran las Mil y una noches – la historia que explica cómo supo la respuesta a las preguntas. La vida se las había enseñado. Los hechos habían sido sus maestros. No necesitó haber hecho trampa para responder las preguntas, las respuestas se has había dado la misma vida, de perro, de rata, de come mierda de barriada.

 ¿Qué por qué fue al concurso? Ah, simple, porque sabía que ella lo estaría viendo. Detrás de la historia de mierda, del montaje cultural que hizo posible el montaje cinematográfico, detrás del mundo de los perros de tugurio, rabiosos, mafiosos, capciosos, hay una historia de amor. ¿Cómo no?

 

 

Niños del hombre

Niños del hombre

Thou turnes man to destruction; and sayest, Return, ye children of men

                         El planteamiento de Alfonso Cuarón – basado en la novela homónima de P.D. James –es perfecto: el asesinato en Argentina de Diego Ricardo de 18 años, el hombre más joven en la tierra. Nacido en el 2009 (año orwelliano) en que ocurrió el último parto del planeta. Bernard Vandermersch, un antropólogo francés, halló en la primavera de 1979 en inmediaciones de St. Césaire - en Francia - los restos de un muchacho neardenthal de 18 años al que le abrieron la cabeza con un instrumento afilado, hace 36.000 años.

 

Estamos en el 2027 y la crisis de fecundidad  nos ha dejado en un mundo de adultos perversos, que ha ido involucionado hasta situarnos en un neardenthal de emigrantes y tropas británicas. El mundo social se está acabando, el color, la sombra, el tono, la angustia, tienen la gravedad del aire terminal y sombrío del anarcoprimitivismo. Todavía hay carros, armas, motos. Pero lo que se respira es sobrecogedor, el mismo aroma envenenado del El país de las últimas cosas, de Paul Auster.

 

La expresión original hebrea (en inglés isabelino en el epígrafe) conoce al menos seis traducciones. La de Reina Valera, la de Nueva versión internacional y la de Hispanoamericana, son descartables, quisieron utilizar la traducción para sus fines. La de la Biblia de las Américas y la versión de Adrian Monleón coinciden en la traducción de la segunda frase: “Volved hijos de los hombres”. Respecto a la primera, se salva la de Monleón, tal vez por literal: “Conduces al hombre a la destrucción y dices…” Evita el sujeto explícito, con lo que evade el vocativo divino: vos Señor.

La novela hace parte de la saga, amaneradamente llamada de las “fábulas distópicas”, un género muy del siglo XX, cuyo icono es 1984 de Orwell. Nacen del fracaso de las utopías modernas, científicas, desviadas, hegemónicas, cuyo resultado histórico es el miedo.

“Proyecto Humano” es una institución clandestina, a la que Theo conduce a Kee, una negra embarazada, la primera en 18 años. Ella termina pariendo en una pocilga, sobre un colchón en el suelo, mientras afuera tropas británicas y emigrantes nos hacen sentir en Cisjordania.

La película no escapa deliberadamente a la recuperación del mito cristiano. Theo – San José-, Kee, María, y el niño al que ella llamará Theo. La escena final con un tono a lo Turner, ocurre entre brumas opacas sobre el océano, donde el barco de Proyecto Humano terminará recogiendo a Kee, minutos después de la muerte de Theo.

El sabor esperanzador que la película nos arroja a la cara, como si fuera necesario, es un amaneramiento mítico que podría suscitar respeto, pero ante todo una traición de calidad al embeleco de las fábulas distópicas.

  

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Las tortugas también vuelan

Las tortugas también vuelan

¿Qué significa para un kurdo ser kurdo? ¿Qué significa para los otros ser kurdo? Ser kurdo no es nada fácil. Los kurdos son doce millones de personas que viven con un país en sus cabezas, que no aparece en los mapas. Es un pueblo sin patria, exiliados y refugiados en el norte de Irán e Irak y el este de Turquía. Ser víctimas de los turcos, del gobierno de Sadam Hussein, del imanato iraní que durante la guerra de los nueve años los trató como a enemigos, no es fácil. Una identidad sin tierra, más dramática que la cosa palestina, que tiene Gasa y Cisjordania. Franjas terribles, pero con un lugar en el mapa.

La película una coproducción franco-irano-iraquí del 2004, ha  obtenido una docena de premios en los cinco continentes. Bahman Ghobadi, el director, fue a Bagdad dos semanas después de la invasión norteamericana. Supo tan pronto llegó, cuál sería el asunto de su tercer largometraje: Las tortugas también vuelan.

¿Cuál es el tema? La guerra, la infancia, la exclusión, el suicidio, la maternidad, las comunicaciones. Entrecruza varios temas, pero todo ligados al hecho criminal de la guerra. No es una película bella, es una película honda, que mete sus dedos en las llagas, que escupe miseria al rostro sacada de la miseria a que hemos llevado a los niños. Explora el drama de la maternidad de una niña que no supera el ataque de las tropas de Sadam, y desde el comienzo traza su suicidio. Si alguien busca una primera escena memorable, sobrecogedora, limpia, efectiva, esa es la primera de las Tortugas.

La película es el drama de los huérfanos mutilados, que sobreviven cazando tortugas (minas), que venden y cambian a los traficantes de armas. La avanzada de las comunicaciones que llega hasta la última aldea, está en manos de los niños. El juego de antenas es una metáfora limpia, del cambio que introduce en las comunidades locales la comunicación masiva.

Agrin abandona el bebé en un campo minado, lo amarra a un árbol, avanza por entre una bruma tóxica, hasta ponerse al filo del abismo y salta. El bebé como puede se desata y camina milagrosamente hasta un lugar donde los otros niños pueden verlo. Alguien tiene que ir a rescatarlo, Kak, el líder, avanza por entre el minado.

Kak satélite es el héroe. Es quien tiene el control y el manejo de las antenas y la televisión, el líder de los niños. Pashow viene de otro pueblo con una profecía: el asalto de las tropas norteamericanas al campo de refugiados. Agrin solo quiere suicidarse.

Entre tres personajes Ghobadi construye la arena del conflicto. Templa los hilos del relato, se desliza entre los vericuetos del campamento: la escuela, el campo minado, las carpas donde están las  habitaciones, para lograr una película dolorosa, reprochante, acusadora, pero sin ningún aire de panfleto.

 

 

 

 

Vicky Cristina Barcelona

Vicky Cristina Barcelona

Para ver lo que vimos en la última película de Woody Allen, nos quedamos con Almodóvar. Es una película que se toma demasiado en serio a sí misma, que no alcanza a ser drama pero tampoco comedia. Un culebrón con promoción turística incluida, que nunca encontró su punto de gracia.

La municipalidad de Barcelona le puso un millón y medio de euros en la bolsa a Woody Allen, para que hiciera su película. Imaginamos que hubo algunas pequeñas contraprestaciones que Allen se vio impelido a aceptar. Por ejemplo, que Barcelona obtuviera un poco de imagen como ciudad, que eventualmente sirviera para que más turistas vinieran a visitarla.

Vicky Cristina es una película, para quienes gustan de las comparaciones, sin la adrenalina de la impunidad criminal, que le inyecta al espectador Match Point. Es una repetición muy poco brillante, del único tema de Allen, las eternas ganas de los hombres y las mujeres entre sí.

El marco de la historia: un matrimonio imperfecto, como todos. Una histérica y un mucho mejor seductor que pintor, ahora separados. Un par de turistas americanas. Un matrimonio que comienza, y un matrimonio aburrido, el de los anfitriones de las turistas. La película es el intento de aparearlos a todos, o a casi todos, sin mayores consecuencias.

Cuando  María Helena entra como una loca con el revolver a casa de Juan Antonio, que finalmente va a llevarse  a la recién casada Vicky a la cama, lo que le hubiera servido al guión, es que efectivamente matara a la gringa. Así la película habría terminado con Maria Helena en la cárcel, y Juan Antonio y Cristina en el entierro de Vicky, en un cementerio barcelonés, que debería haberse incluido en la promoción. Al menos habría ganado tono de drama, un mal drama desde luego, refritado de la mejor tradición de culebrones latinos.

 ¿El comienzo de la decadencia de Woody Allen? Ningún artista está obligado a ser regular en la producción de sus obras. Al fin y al cabo él hace su cine, porque es lo único que lo hace feliz. Y si lo hace feliz rodar culebrones en Barcelona, pues qué se le va a hacer. Los espectadores fieles  sabrán  soportar las infidelidades para con la calidad de las resultados, de quien ha sido capaz de hacer algo como Startdust memories (Recuerdos) o el Testaferro.      

 

Petróleo sangriento

Petróleo sangriento

Upton Sinclair habría aprobado la película. Conserva la almendra de la novela. El guionista tuvo el suficiente cuidado de no leerla para una adaptación, más para contagiarse de la experiencia que provoca. Como lo haría cualquier lector.

"Sangrienta y magníficamente extraña” dijo Todd McCarthy en Variety. Ni tan sangrienta ni tan extraña. Si se trata de comenzar a descifrarla por el tema, como es la mala costumbre, lo grande que Paul Thomas Anderson hace es elaborar un personaje, realizarlo en su condición de capitalista, capaz de someterse a la religión para sus fines y corromper los lazos familiares. Pues bien, Marx, también habría estado de acuerdo. ¿No dijo en el Manifiesto que “la burguesía ha desgarrado el velo de emocionante sentimentalismo que encubría las relaciones familiares, y las ha reducido a simples relaciones de dinero?”.

Olvidémonos de las ocho nominaciones al Oscar, que en muchos casos apenas inflan la mierda. La película se para con los pies en la tierra. Sabe hacer sus escenas. La mayor gracia de una película o una novela: escenificar. De nada vale una buena novela, un buen guión, si el director no lo rueda como una cadena de escenas para la intensifican de la experiencia que propone. Si tiene defectos, sus virtudes los hacen discretos a ojos de los espectadores. Los críticos bien pueden darse a buscarlos. Un periódico de Boston dijo que el final es de un melodramático excesivo, que termina tirándosela.

Daniel Day-Lewis hace bien su trabajo, siempre lo ha hecho. No hace muchas películas, pero las que hace no se olvidan. La insoportable levedad del ser, Pandillas de New York y Petróleo. Toma una caracterización de papel – la novela, el guión, la biografía - , la desarma y con las partes se reconstruye en una auto creación dramática. Daniel Day representa a Daniel Plainview – el petrolero que va comprando tierras por todo Texas, en compañía de su hijo mudo -. Actor y personaje comparten el nombre. La gracia del film se ve en una presentación del personaje en los primeros diez minutos, durante los que lo vemos haciéndose ante nosotros, sin decir una palabra.

Hay una gracia sutil, casi metafísica en el tratamiento del tiempo, de suyo una de las cosas más complicadas de domar para la eficiencia narrativa. Hacer caber el tiempo de la historia en el tiempo de duración del film. En dos horas y veinte de película debe hacer caber una historia que va de 1890 a finales de los veinte. Se puede hacer caber de distintas formas. Embutiendo un tiempo en otro, como quien embute una longaniza en su forro. O de otro modo, sincronizando la velocidad del relato en el texto a la velocidad en el film, para que el espectador no se de cuenta del paso del tiempo, y asista a una progresión diseñada sin sobresaltos, conservando un ritmo que no desacompasa, como un continuo que no afecta la continuidad y conserva al espectador sometido a la magia de la escena.

No darnos cuenta del paso del tiempo en una película, es una muy extraña suspensión, semejante a la que nos sometemos cuando hay algo que intensifica la experiencia, como el juego, el sexo, o el riesgo.

Sin lugar para los débiles

Sin lugar para los débiles

Sin lugar para los débiles es como un disparo con silenciador, en la noche de una pesadilla transparente, por la que fluye la luz.Los hermanos Coen conforman una buena máquina narrativa. Ajustada, engrasada, efectiva. Los une una misma inteligencia narrativa, repartida en las justas proporciones de adrenalina. Si fuera posible dar una fórmula, una receta de “Sin lugar para los débiles”, de Ethan - el filósofo – y Joel – el cineasta – diría: economía, limpieza, contundencia y ritmo. La película se llevó cuatro Oscares, tantos como Fargo.

Los Coen han llevado el género negro al punto de mayor efectividad estética. Son cocineros - en el guión, el rodaje y la edición - de crudas estéticas negras, de personajes abominablemente humanos (no necesariamente psicópatas como se ha dicho de Chigurh), a lo que agregan la finura de su condición de gourmets de argumentos. Son capaces de inventar mundos –segundas ediciones de la realidad – con consecuencias emocionales rotundas, con la veracidad de las complicaciones que seducen, a la luz de esa peligrosa ilusión de riesgo que siembran en el espectador dispuesto a seguirlos.

Sin lugar para los débiles es una estrella brillante de la galaxia negra de la narrativa audiovisual norteamericana. Una mezcla en distintas proporciones de los mismos materiales con que está hecha toda la galaxia: talento, dinero, muerte, y poder. En la película el peligro se siente, se respira el riesgo de origen ficticio, que da el tono comprometedor a la historia, que no queda más remedio que ver.

Los Coen leyeron con ganas la novela de Comarc McCarthy, la desbarataron como quien desarma un reloj, midieron las atmósferas del relato, diseccionaron los personajes, olfatearon los ambientes, y se sentaron a inventar mientras padecían la temperatura de la historia. Luego ensamblaron las partes seleccionadas en un guión que le da vida nueva a la historia original, una animación recreada en un mundo en el que no sobra ni falta nada.

Javier Bardem, Tommy Lee Jones y Josh Brolin, son la otra cara de la efectividad narrativa del film. Un asunto definitivo en el arte de los Coen, el casting. Comparten en algo la filosofía del casting de González Inárritu. Los personajes se crean y se sueltan al mundo, el trabajo consiste en salir a encontrar en él las personas – actores naturales y profesionales –que los calcen. (El guión es una teoría para saber cómo se van a mostrar) Los actores se ponen a los personajes como si fueran una segunda piel, no es que entren en ellos, los hacen entrar en sí mismos, y una vez adentro los adaptan en extenuantes jornadas de búsqueda de rasgos y tonos. Dan todo lo que tienen para que los personajes encuentren su único modo de ser en el mundo: imparables. Antón Chigurh y Llewelyn Moss, no esperan que el destino se cumpla, necesitan forzarlo porque es la única forma de vivir la vida.

Sin lugar para los débiles consagró “El asesinato como una de las bellas artes”. Tomás Eloy Martínez, dijo del film, es implacable.

El General Naranjo y el “Cartel de lo sapos”

El General Naranjo y el “Cartel de lo sapos”

El General Naranjo creyó, que el seriado producido por Caracol, adaptación del libro de Andrés López - no el de la Pelota de letras -, contribuiría a “unos mínimos de verdad”. Pero el libro de López no cuenta nada que no supiéramos, recrea la saga de los narcos, en la perspectiva de los narcos, y desde su punto de vista. Pero aún presumiendo como el General, que el libro y por tanto el seriado son tentativas apologéticas, más de medio país se sienta diariamente a ver la apología de los hechos que todo el país vivió y vive en carne propia, o a través de los medios, por acción de las víctimas y los aliados, por el gobierno, y por las consecuencias políticas y sociales en los últimos treinta años. Eso debería preocupar más al General, que la “verdad”.

El General se queja que la serie ha transformado a los villanos en héroes. Por ejemplo, al Coronel Danilo Guzmán. También protesta porque “se caricaturice la vida ejemplar de Presidentes” como Samper, Fiscales como Luís Camilo Osorio, Gobernadores como Hernandito Araujo, Trino Luna y Pablo Ardila, periodistas como Fernando Londoño, candidatos como Carlos Holguín, soldados como el coronel Byron Carvajal, o la nómina de Generales que trabajaba para Jabón. No General, Caracol no llegaría a tanto, por ahora lo que ha hecho es darle voz a quienes siempre o casi siempre fueron subterráneos. Ese es el gran pecado que agita el gusto de las audiencias.

Pero aún con toda la indignación, el General Naranjo y los narcos coinciden en algo. “Razón tienen los delincuentes en señalar casos particulares de funcionarios que se degradaron frente al poder perverso de la mafia” dice el General. Si bien no todos sus policías son malos, la mafia necesita de los que sí lo son, de funcionarios vendidos, de policías comprados, de jueces venales, de políticos corruptos, porque necesita Estado para subsistir. La serie en este sentido no confunde a nadie. Si le vamos a atribuir defectos, comencemos por señalar que está ensamblada sobre una ristra de lugares comunes, con una nómina de actores completamente dispareja.

General Naranjo, no es solo por acción de los policías buenos que los mafiosos han terminado entre rejas o muertos, también por acción de sus malos policías, que son más de los que usted quisiera – y no me vayan a preguntar cuántos – y desde luego por propia voluntad, cuando el sometimiento es parte de la negociación. Todo es negociable.

A los narcos no hay que convertirlos en héroes, la fuerza, el billete, la crueldad, la sagacidad, el espíritu de empresa, el arte de coronar y llegar a ser alguien, han calado tanto en el imaginario de cientos de colombianos, que cambiaron de héroes, sin que usted se diera cuenta. Ese es justamente el drama del legado de la cultura mafiosa. ¿Por qué el seriado es tan exitoso? Más que por su fidelidad o por ser estéticamente bueno en sí mismo, porque nos recrea en el dolor, de manera poco seria, y aún así nos proporciona una cotidiana catarsis a bajo precio.

Nadie está confundido, duerma bien General. Y a sus muchachos – los “desprevenidos patrulleros” – que son los únicos confundidos y no entienden, cómo en la serie los buenos se volvieron malos y los buenos malos, dígales que siempre ha sido así. Que llega un momento en el conflicto en que los límites también se degradan.

Todos reconocemos a los personajes, con nombres cambiados, para que se pudiera argumentar coincidencia, si la ficción, como lo saben algunos abogados, pudiera llegar a ser causa penal. En lo único en que coincido con el General Naranjo, es que la serie convirtió al “mejor policía del mundo” – el General Rozo – en una deplorable caricatura, que quizás no se merecería. Jamás pudo haber sido tan chato, tan tonto, tan ineficiente y sin manejo como el personaje de la serie. Los productores, no sé si deliberadamente, lo convirtieron en el hazmerreír de semejante tragedia.

Se equivoca usted General, los policías sí tienen más de un camino.

Balzac y la pequeña costurera china

Balzac y la pequeña costurera china

Era entonces un país de libros prohibidos, de libros quemados, de libros doctrinarios, de solo libros rojos, de manuales, guías de partido, y cartillas. La China de la revolución cultural es una versión real de la ficción pirómana de Fahrenheit 451, la novela de Ray Bradbury, en la que los bomberos buscan libros para quemarlos. En China no fueron los bomberos, fueron los políticos locales, regionales y nacionales, que siguiendo órdenes del Partido Comunista, incitaron a las hordas semi analfabetas de guardias rojos a perseguir los libros, la palabra escrita y la literatura del mundo. Los que no alcanzaron a quemar los prohibieron. Hicieron lo mismo que las huestes nacionalsocialistas, que arrojaron a Marx, Freud, Einstein y Mann a la hoguera.

La película de Dai Sijie, una coproducción franco china del 2002, es una película de la edad media roja. Toda la inmensa brutalidad cultural, apalancada en esa tormenta plomiza de los sueños anticapitalistas, que condujo a la proscripción de la literatura, por un decreto más que imperial, que produjo en China un paréntesis histórico de atraso y ostracismo, roto al cabo de los años. La película es la historia de una persecución a la historia, en la que el afecto y la amistad, terminan pesando más que el dogma y la disciplina.

La película está basada en la novela del mismo director, publicada originalmente en francés, que al momento de hacer la película no había encontrado traducción al chino.

La revolución cultural puso como ejemplo de vida, la de los campesinos, que eran mayoría en China. Exaltó su laboriosidad, su sufrimiento, su resistencia y sus sueños. Y para que los pequeños burgueses ilustrados de la ciudad, los estudiantes y los intelectuales, aprendieran, el Emperador los envió al campo.

En una maleta, el estudiante miope, el mismo que pierde sus gafas mientras ara con un buey en el pantano, esconde libros prohibidos, los franceses: Balzac, Flaubert y Sthandal. Ella, la pequeña costurera, analfabeta, incita a los dos estudiantes que han ido a reeducarse, a que los roben. Y los roban porque son los libros los únicos que podían salvarlos de ese inmenso infierno rojo al que han sido enviados. Deben ir a esconderlos a una gruta lejana, en donde clandestinamente se reúnen a leerlos, a encontrarse con esos hombres de otro tiempo y otra lengua, cuyas palabras llegan a ellos para unirlos, iluminarlos, salvarlos o perderlos.

La literatura como refugio es un lei motiv de Balzac y la costurera. El mundo cifrado, como una construcción laboriosamente humana, que sin que la costurera lo sepa, allá en el último rincón rural de la China, habrá de servir para auto reconocerse en el derecho – clandestinamente ejercido - de leer a otros hombres, de otra época, prohibidos, para que cientos de miles de campesinos no pudieran leerlos, cuando aprendieran a leer, si alguna vez les enseñaron.

Una película del afecto posible, del amor sencillo y directo, de humor casi agropecuario, con una trama en clave de trío, en medio de una sociedad agobiadoramente agraria. Una sociedad prometida, "nueva, curada de los vicios del pasado", que aún así, los obliga al aborto, a esconderse para leer y a renunciar a la música del mundo. Pero esa luminosa promesa de sociedad en construcción, por la que debieron ir a reeducarse, es también la instauración de un mundo deliberadamente rezagado, donde la superchería (el paludismo se cura a garrotazo limpio) pesa más que la ciencia, el analfabetismo más que la libertad de expresión, y el dogma más que la literatura.

El violín

El violín Una obra de bajo presupuesto, en blanco y negro, con el estilo de fotografía del Indio Figueroa, en el escenario rural mexicano, con actores naturales. Nominada en Cannes y con cuatro premios más de la crítica cinematográfica en su haber. De Francisco Vargas Quevedo sabemos poco, nunca lo habíamos visto. La película tiene esa extraña sobriedad de los documentales donde la imagen lo dice casi todo. Una película de largos silencios, de rostros adustos que inventaron expresiones para hacerse creíbles. Una historia de familia.  Ha pasado tiempo desde Canoa hasta El violín. Pero igual, tanto la una como la otra caben en la iconografía de las películas de izquierda. La película comienza con una sesión de tortura y violación que los Federales mexicanos inflingen a un campesino y a una mujer en el interior de un rancho de madera. Una escena que pareciera haber sido clandestinamente rodada. Sus ángulos, su plano fijo, el sonido, bien harían pensar que el camarógrafo estaba escondido mientras la filmó.  La película está contada desde la familia: el abuelo, el padre y el hijo, una unidad  dramática, mediada por el juego de un violín. El padre es guerrillero, apoya logísticamente -­ armas y municiones ­- a los irregulares que están en el monte. El conflicto comienza con el éxodo de las mujeres, cuando la familia llega de la ciudad, después de un viaje de un día. Los Federales han entrado a sangre y fuego, incendian los ranchos, matan a los animales, asesinan a los hombres y producen una migración. La munición que está enterrada en el maizal del abuelo, Plutarco Hidalgo, ha quedado bajo el dominio Federal.  Pero, también la película, serviría a los fines de la derecha, si pasando por alto la bestialidad oficial, se reservan los hechos finales, como ilustración de que la guerrilla no es sostenible. Los irregulares son emboscados, hechos prisioneros y conducidos a un rancho. Todo termina resolviéndose a favor del ejército, que en un golpe de invisible inteligencia, logra utilizando el rastro del violín, para dar captura a los auxiliadores y a la columna.  La tortuosa sensibilidad del oficial que comanda los Federales y la ejecución del violín que Plutarco Hidalgo toca atándose el arco con una cuerda al muñón de su mano, se encuentran en un juego lento, mesurado, hasta llegar a una última escena, en donde el oficial le exige al viejo que toque su violín, que ha dejado enterrado en la caleta del maizal, para utilizar el estuche para sacar la munición. El dramatismo de la expresión del viejo y del oficial, la gravedad de los largos silencios, la intensidad con que el director - productor y guionista – resuelve el conflicto particular, en el que el viejo campesino se mete cuando el oficial le entrega el violín para que toque. De una buena historia, aunque no siempre sale una buena película, siempre se tendrán las condiciones para hacer una película inolvidable.

Colombian Dream

Colombian Dream

 Este comentario no refleja mi apreciación global sobre la película de Felipe Aljure, porque confieso que por momentos me dormí, aunque la estaba viendo a las ocho de la mañana. Es posible que lo bueno me lo haya perdido.   

Colombian Dream es una pepera, pero una mala pepera, repetida, circular, ahíta de lugares comunes, alrededor de una corrompida historiecita de compra venta de pastillas. Felipe Aljure, del que siempre podrá uno acordarse por la  Gente de la Universal, lo que hizo fue tomar una historia lánguida y aburrida y salpicarla con caricaturas negras de la sicariesca y luego agitar su cámara y hacer planos como loco, más de 1300. Moverla con osadía y sollarse la edición. Eso está bien, aun siendo la primera obligación de un espectador exigir historias buenas y bien contadas. En eso está toda la gracia.  

Pero un historiecita, de muchachitas lánguidas, sicarios negros, caricaturas sicilianas, bebés que narran, amas de casa ratas y gomelitos y gomelitas, por mucho que se estire no logra, a punta de caricaturas negras y cámara loca, ser una buena película. Lo que sí podría ocurrir en algún caso, en la situación contraria. Aljure quería sollarse su película, ponerse al borde de la ruina, quedarse un rato más en Girardot, y lo hizo, y eso está bien.  

 Me pareció muy curioso lo que los muchachos me dijeron de la película. De hecho esperé a verla después de haber acercado la oreja en la opinión de la generación de los veinte. Es áspera, rara, dijeron. Es una pepera, pero chévere. Un agite, superrápida. La historia es una mierda pero de lo que se trata es de jugar. Eso quedaría bien en animación, quedarían más parecidos los personajes. La historia es una mierda, pero Aljure quería jugar con mierda, como si fuera plastilina. Y bueno, estas y otras opiniones, me terminaron influyendo, cómo podría negarlo. Lo que vendría a probar, que un comentario sensato no depende siempre de las malas influencias. Me quedó con la película de Fito Páez.   

Mientras Kim Ki Duk hace una cosa como el Espíritu de la Pasión (prosaicamente también traducida como Hierro 8) y los Coen, hacen algo como, El hombre que nunca estuvo, y Gonzáles su Babel, Aljure está como un bachiller al que el papá le regaló su primera cámara, para que ruede todo lo que quiera, mijo. Desde luego Aljure es un bachiller aprovechado, aunque hizo mejores cosas mientras estudiaba, que esta que ahora nos presenta en su graduación. Más que una historia negra, le quedó como una historia rosa de subterráneo.   

El amor en los tiempos del cólera

El amor en los tiempos del cólera

                       No ha habido un autor más desventurado que Gabriel García Márquez en las adaptaciones que de sus obras se han hecho para el cine y la televisión. Es cierto que siempre ha sido renuente a vender los derechos, lo saben los agentes del negocio que en ocasiones han debido insistir por años. Ninguna de ellas, hasta donde se recuerde, ha ganado el derecho a ser mejor o igual que el libro, si es posible que tal cosa alguna vez sea posible con cualquier película. (Aunque no encuentro otro motivo distinto a la implícita presunción de que -en efecto – lo sea,  a juzgar por la comparación que nos vemos obligados a hacer. Al menos, los que leímos el libro, que apareció en las navidades de 1985).    

 

Aún así, de todas las adaptaciones, esta de Mike Newell, 27 años después, es la que más se aproximaría a eso que esperaríamos algunos lectores-espectadores, una adaptación decorosa.  Una aproximación decorosa, que no obstante deja el sabor metálico de esa barrera entre la lengua del texto y la lengua del cine, que ningún realizador ha podido transgredir. Falta quien, un día venga y descubra al fin, el feliz tránsito entre la poética extensiva del texto y la poética lapidaria del cine. El amor en los tiempos del cólera, podría ser la película que menos desgraciado haya hecho al autor del libro.      

Al comparar las adaptación con el libro, la película termina pagando los costos de la desadaptación, a cuya cuenta van aparar los reclamos y el sinsabor de quienes lo han leído. El infortunio de Gabo es que no ha encontrado todavía el guionista. El guionista que pueda olvidarse del texto literario para hacer su trabajo. Hasta ahora los guionistas han sido incapaces de olvidarse del Gabo, de prescindir del tono marcado de la obra escrita,  para construir su propia obra, así se trate de una adaptación. Los guionistas a los que ha caído en desgracia hacer las adaptaciones, no han encontrado una poética visual propia, independiente, capaz de recrear visualmente la poética de los libros.  

El amor en los tiempos del cólera acierta en la puesta en escena, apelando a una dramaturgia calculada, una dirección de arte atildada, una ambientación fresca y colorida. Shakira ha sobreimpuesto con calidad el tono lírico de su canto a los grandes planos paisajísticos, a las escenas de viaje. Pero aún así, los personajes del film no pierden esa hibrides entre el tono poético de la prosa y el tono instantáneo y rotundo del diálogo, que los condena a no terminar por ganar su independencia estética, que los hace completamente creíbles.    

Las escuetas declaraciones de gusto del Gabo, después de la exhibición en privado de la película, resultan forzadas y comprensiblemente laudatorias. El sabe que una opinión suya en contra, no favorecería  el acuerdo comercial sobre el recaudo de sus propios derechos. Gabo nunca en público ha denigrado de los resultados de “sus” películas, ha sido generoso y respetuoso del trabajo de los otros. No obstante, llegó a decir, que ni un solo fotograma de todas las películas hechas corresponde a la situación tal como la imaginó mientras escribía.  

El amor en los tiempos del  cólera resulta inmerecidamente tacaña con la duración de las escenas, más allá del proverbial conflicto de meter  330 páginas de prosa en dos horas de película. Resulta inverosímil, aunque en el original no lo sea, la calentura de la viuda Montiel, que en medio del estruendo y las explosiones de los cañones de la guerra civil, pueda llegar hasta la habitación de Florentino y soliviantarlo con el ardor frenético de un polvo, que se echan mientras los techos se vienen abajo. Son poco creíbles los ritmos comparativos de envejecimiento de los personajes. Y el lunar central: el casting fallido del Doctor Juvenal Urbino.    

Antonioni 2: “Filmar es mi vida

Antonioni 2: “Filmar es mi vida   

El amor sensiblemente contradictorio, el claroscuro del deseo, entre el silencio y la palabra. El código del silencio sincopado, el grito quebrado, los susurros inconducentes, la interrogación truncada, el lapsus amanerado, los subtextos que como redes intrincadas subyacen al relato.

 Las imágenes están abiertas a la interpretación, de la que se espera sirva para entrelazar las lenguas y las imágenes. Antonioni estaba convencido del poder comunicativo de su cine, pese al esteticismo que siempre le endilgaron.

Hay lugares del cine de Antonioni sin espacio narrativo, sin mayor representación pictórica y visual, que parecerían conducir a una repentina disolución de la acción en la acción. En Antonioni no existe la clásica causalidad lineal de la acción, ella y sus consecuencias no parecen ensambladas de acuerdo a un modelo. "Los eventos futuros no son indiciados y por tanto nada es auto evidente. El espectador debe poder entrar en una relación emocional no atenuada, que gire menos en el desarrollo particular de eventos y más en el estado del arte de la historia” (Chatman 1975).

Antonioni despliega su maestría, en el manejo entre la toma y la producción informativa del relato. Un ejemplo: los últimos siete minutos del Pasajero. Un lenguaje más cifrado en el silencio que en lo verbal, más en la contemplación, que en la acción.

Los films de Antonioni son primero textos, en sentido estricto. Interactuamos con ellos durante toda la exhibición. Siempre quedaron incompletos, son textos abiertos, serán para siempre incompletos si alguien no los completa.

Ya sin Becket, sin Cioran, sin Ionesco, sin Calvino, sin Bergman, sin Antonioni, no tenemos ángeles que canten al babelismo de la lengua. Pero si ya no se necesitan ángeles, estamos en el siglo XXI, despertad porque aquí no hemos venido a dormir. Lo que el espectador quiere es adrenalina, super acción, movimientos extremos, persecuciones y acción corporal. ¿Incomunicación? ¿Qué es? Alguien ha oído hablar de esto, es chistoso mencionarlo en la época de la hiperinformación y el hipertexto. Aquí todos nos comunicamos perfectamente.   

… uno más del clan de Babel

… uno más del clan de Babel   Los diálogos de las películas de Antonioni nunca fueron garantía de comunicación entre personajes, ni entre personajes y el espectador, y eventualmente, tampoco con el director.

Igual que en Bergman, Antonioni trabaja sobre emociones, con emociones, que elabora visualmente valiéndose de una gramática, que dicen, fue diseñada por él para él. Una gramática antigua, que privilegia para el cine el valor rotundo y autónomo de la imagen.  A pesar de la vana y porfiada interpretación “culta” del cine de Antonioni que han hecho los “críticos”, el cine de Antonioni no es un programa, ni un modelo, ni siquiera un estilo, es algo distinto, un gran fresco de las emociones ordenadas y desordenadas de la sociedad italiana heredera del Mayo parisino.    Antonioni tenía una preocupación muy acentuada, aún en su vida privada, acerca de cómo es que los seres humanos no nos comunicamos. Deberíamos hacerlo, tenemos lenguajes, codificamos y decodificamos, elaboramos símbolos en común, hacemos acuerdos signados. Pero ni aún así la comunicación concurre para lograr acuerdos universales y ciertos, pactos de especie, reglas éticamente inviolables para todos.   El trabajo de Antonioni se ocupa de su propio demonio: la incomunicación, que se ve en la expresión truncada, apenas sugerida o detenida, en la alusión inconclusa, en la mirada sin acabar, en el corte impertinente y arbitrario. El quiere darle un sentido al efecto de la incomunicación.  Claudia en La Aventura no puede expresar su amor con palabras. En Il Deserto Rosso, Giuliana sostiene una conversación con un marino desconocido en la que el hecho de que no se entiendan parece irrelevante. Blow-Up es una perfecta ilustración de cómo las palabras se substituyen por las imagines de las acciones captadas por un fotógrafo fortuito.  El deseo de Antonioni de encontrar, ensayar, un sentido para la incomunicación, a veces toca lo absurdo. Pero no importa, como Fellini, tampoco él teme al ridículo. Sus personajes no pueden decir lo que sienten, no pueden siempre hacer explícita la emoción, tampoco siempre sienten lo que dicen. Antonioni, un miembro más del clan de Babel. 

El hombre al que deprimían sus películas

El hombre al que deprimían sus películas                            Ingmar Bergaman nació en 1918, al final de la guerra. Su padre era un pastor luterano que lo castigaba dejándolo encerrado en el cuarto más oscuro de la casa. A los ocho años perdió la fe. “Soy un niño. Ya lo dije una vez: toda mi vida creativa proviene de mi niñez. Y emocionalmente soy un crío. La razón por la que a la gente le gusta lo que hago o hacía es porque soy un niño y les hablo como un niño”. Fue un hombre de seis mujeres y nueve hijos.

                          “Creo que es bueno estar en contacto con el niño que llevas dentro todos los días, en pequeñas proporciones. Poder enfadarte y caminar por la orilla del mar y gritar. Eso es bueno. Y si ves una gaviota mirarte mientras gritas, es maravilloso. De pronto conoces tus proporciones. Ahora tengo 71 años y he hecho muchas cosas pero no he podido hacer todas las que me gustan así que he decidido ponerme a ello. Empezaré leyendo. Quiero leer libros”.

                          El cine de Bergman es para ser visto y escuchado con el corazón y con las emociones. En teoría, no tiene mucho que ver con el intelecto. “Todo lo que he hecho en mi vida ha sido emocional y lo emocional se lo he entregado a mis películas. Pueden crear emociones para la gente que las ve y recibe. Pero no son mis emociones”. 

                          “No soy un hombre de palabras. Las palabras me resultan muy, muy difíciles. He trabajado durante cincuenta años y nunca me he fiado de las palabras”. “Toda mi vida he pensado que los grandes escritores usan las palabras como un abrigo para sus emociones y a veces las palabras pueden ser muy enigmáticas. Estoy pensando en Ibsen o en Shakespeare. He luchado para comprenderles toda mi vida y cada vez que los leo el significado de sus textos cambia. Ser músico es mucho más simple”.

                          Abandonó la carrera de literatura por el cine. “No me siento escritor. Para nada. Me siento un hombre de teatro, de películas. A pesar de haber escrito toda mi vida porque escribí todos mis guiones e incluso he escrito guiones para otros, el hacer películas y hacer teatro me resulta más preciso que escribir porque tiene que ver con mis emociones y yo al público no podría dárselas directamente”.

                          Los Comulgantes (1962), Persona (1966) y Gritos y Susurros (1972) son las películas que Bergman consideraba las más importantes. “Cuando haces una película trabajas ocho horas al día para conseguir tres minutos buenos de material. En el cine no puedes arriesgarte a mostrar ni un minuto malo. En el teatro es más bien un proceso. Si no sale bien, intentamos mejorarlo y cada día sale mejor. Pero el cine es distinto”.

                          “Creo que es muy importante que el cine europeo se defienda del americano, aunque esto tiene mucho que ver con las distribuidoras, y hay tantas decisiones políticas por medio (…). Es horrible depender sólo de películas americanas”

                          “Los buenos directores, sobre todo los genios, tendrían que estar administrando sus sueños y ambiciones en lugar de estar sentados con políticos porque luego no les queda mucho tiempo para hacer películas y eso es peligroso”.  

El perfume

El perfume

                          Jean Baptiste Grenouille nació entre la mierda de un nauseabundo mercado parisino cerca al Cementerio de los Inocentes, a donde desde hacía 800 años llevaban los cadáveres de las parroquias vecinas. A pesar de lo cual era un hombre sin olor, inexistente para sí mismo (lo que no huele no existe), por tanto inepto para tener sentimientos morales y experimentar el amor. Un hombre sin moral que actúa como un científico, que se propone –nada menos que –la captura y síntesis destilada de la naturaleza odorante de las cosas. La condición inmoral y su necesidad científica lo llevan a convertirse en un asesino. Desacertaron tanto el libro y la película, con ese deshonroso y escandaloso subtítulo publicitario, que debería haber sido: El Perfume: la historia de un científico. (Seguramente no habrían vendido tanto pero habrían sido más veraces).     

                     De la misma manera que el hombre perdió la capacidad muscular de mover las orejas, perdió la capacidad olfativa de percibir el aroma de su especie, como determinador directo de la acción sexual. Eso, en particular, que nos distingue de los perros y los burros. La cultura reemplazó el grueso de las formas animales de atracción sexual olfativa, por una sexualidad susceptible a la palabra, la moda, el dinero, la juventud, la simpatía.  

               En 1986 leímos en Colombia la novelita de un alemán desconocido que hizo escupir a la prensa sonoras exageraciones: un monstruo de escritor sin precedentes desde el Tambor de hojalata (Stern). En Francia se dijo que el mundo editorial no se había sentido tan atraído por una novela desde El nombre de la rosa. (Buchreport). Una novela irresistible (Kurier). Una obra de arte estremecedoramente auténtica (Weltwoche). Se le concedió el premio de la American Book Seller Association de 1985. Pero misteriosamente la carrera de Patrick Süskind, se terminó después de dos obras menores, La paloma y El contrabajo. Salió del mundo literario, de la misma discreta y exitosa manera como entró. Desapareció a lo Sallinger. Doce años antes del Perfume, Roald Dahl, en su libro El gran cambiazo, incluyó un mal cuento largo titulado Perra, el perfecto antecedente de la búsqueda del olor perdido. 

                 

                 Grenouille se propone hallar el Perfume del amor. El perfume que sintetiza tras el último asesinato y resulta capaz de provocar una orgía de plaza pública en Grasse, que ya hubiera querido Sade imaginar, y que a ojos de la multitud que espera para crucificarlo, lo hace ver como un ángel.  

                 El Grenouille científico necesitaba experimentar con el cuerpo de mujeres bellas, pero como el método científico no podía ser comprendido por las campesinas francesas del siglo XVII, se vio obligado a matarlas, inspirado en el olor de la primera mujer hermosa que mató en París, casi sin darse cuenta. 

                 De la película de Tom Tykwer – el mismo talentoso director alemán de Lola corre Lola - se pueden decir tres cosas: es de un realismo pictórico que colma la escena de pintura: luz y color. Reproduce con creativo respeto la esencia temática de la novela: el hombre sin olor que busca la fragancia absoluta del amor. Y es un relato rítmicamente encabalgado, no en la serie de asesinatos como en el Nombre de la rosa, sino en el esfuerzo inmoral por hallar la esencia animal del olor perdido.