Petróleo sangriento
Upton Sinclair habría aprobado la película. Conserva la almendra de la novela. El guionista tuvo el suficiente cuidado de no leerla para una adaptación, más para contagiarse de la experiencia que provoca. Como lo haría cualquier lector.
"Sangrienta y magníficamente extraña” dijo Todd McCarthy en Variety. Ni tan sangrienta ni tan extraña. Si se trata de comenzar a descifrarla por el tema, como es la mala costumbre, lo grande que Paul Thomas Anderson hace es elaborar un personaje, realizarlo en su condición de capitalista, capaz de someterse a la religión para sus fines y corromper los lazos familiares. Pues bien, Marx, también habría estado de acuerdo. ¿No dijo en el Manifiesto que “la burguesía ha desgarrado el velo de emocionante sentimentalismo que encubría las relaciones familiares, y las ha reducido a simples relaciones de dinero?”.
Olvidémonos de las ocho nominaciones al Oscar, que en muchos casos apenas inflan la mierda. La película se para con los pies en la tierra. Sabe hacer sus escenas. La mayor gracia de una película o una novela: escenificar. De nada vale una buena novela, un buen guión, si el director no lo rueda como una cadena de escenas para la intensifican de la experiencia que propone. Si tiene defectos, sus virtudes los hacen discretos a ojos de los espectadores. Los críticos bien pueden darse a buscarlos. Un periódico de Boston dijo que el final es de un melodramático excesivo, que termina tirándosela.
Daniel Day-Lewis hace bien su trabajo, siempre lo ha hecho. No hace muchas películas, pero las que hace no se olvidan. La insoportable levedad del ser, Pandillas de New York y Petróleo. Toma una caracterización de papel – la novela, el guión, la biografía - , la desarma y con las partes se reconstruye en una auto creación dramática. Daniel Day representa a Daniel Plainview – el petrolero que va comprando tierras por todo Texas, en compañía de su hijo mudo -. Actor y personaje comparten el nombre. La gracia del film se ve en una presentación del personaje en los primeros diez minutos, durante los que lo vemos haciéndose ante nosotros, sin decir una palabra.
Hay una gracia sutil, casi metafísica en el tratamiento del tiempo, de suyo una de las cosas más complicadas de domar para la eficiencia narrativa. Hacer caber el tiempo de la historia en el tiempo de duración del film. En dos horas y veinte de película debe hacer caber una historia que va de 1890 a finales de los veinte. Se puede hacer caber de distintas formas. Embutiendo un tiempo en otro, como quien embute una longaniza en su forro. O de otro modo, sincronizando la velocidad del relato en el texto a la velocidad en el film, para que el espectador no se de cuenta del paso del tiempo, y asista a una progresión diseñada sin sobresaltos, conservando un ritmo que no desacompasa, como un continuo que no afecta la continuidad y conserva al espectador sometido a la magia de la escena.
No darnos cuenta del paso del tiempo en una película, es una muy extraña suspensión, semejante a la que nos sometemos cuando hay algo que intensifica la experiencia, como el juego, el sexo, o el riesgo.
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