La sombra del caminante
El hijo de Ciro Guerra dijo que a su padre le había tocado hacer la película en blanco y negro porque no tenía mucho dinero. El Mono Osorio aceptó producirla a condición de que Guerra cogiera las tijeras y le cortara la mitad al guión. Los críticos dijeron – cuando se estrenó en el 2004 - que no era perfecta, puesto que es una opera prima, y las operas primas deben recordarse por imperfectas, aunque en el caso de la Sombra del caminante, también por fresca, nueva y sin artilugios para el mercado.
El trabajo actoral de Cesar Badillo (Mañe) e Ignacio Prieto – el silletero – hace de la opera una película de personajes de borde. El uno en la tragedia de ser cojo, desempleado, deber el arriendo y estar solo. La de miles de colombianos. La del silletero - Prieto - encerrado en un pasado criminal, que busca expiar cargando sobre sus espaldas a los transeúntes del centro de Bogota.
Ambos personajes son de borde, Mañe se está precipitando, el sistema lo está escupiendo. El silletero regresa del infierno. No debería haber salido vivo de él, pero lo ha hecho, no se sabe cómo. Se ha puesto al borde por un extraño sentido de expiación, que hace tránsito al bien moral. Así que si el mérito de Guerra, es haber construido una película de personaje, también su mayor problema es el diseño del personaje.
Tendrá que saberse, por la estereotipada y patética confesión del moribundo, al final, el origen de la expiación, lo que al borde bien hubiera podido sobrar. Tal vez como el último vestigio de humanidad, se habrá dicho el guionista, el mismo Guerra. Se debería haber dejado al silletero víctima de su pasado, sin tener que revelarlo. Entonces el silletero habría cobrado una mayor dimensión, porque no se habría traicionado su hermetismo substancial. Se le hizo un poco de trampa al personaje, para que lo que Mañe no estaba pidiendo saber, lo termine sabiendo de chanfle el espectador. Un típico problema de la construcción moral del personaje.
El silletero y Mañe se encuentran el borde, pero vienen en sentidos distintos. Aquel proviene de eso que hay más allá del fondo, del subfondo, es un genocida paramilitar, que termina siendo por esas coincidencias exclusivas de los guionista, el asesino de los padres de Mañe. La dosis de tragedia colombiana que se filtra en ese pasado que urge revelarse, hubiera sobrado en un atmósfera de ficción más libre. Cuando el sargento retirado, dueño de la casa donde vive el Mañe, aparece en la escena como un fantasma alcoholizado, de una manera gratuita, el Mañe le pide al silletero que lo deje morir, y el silletero le dice ¿cómo se le ocurre?, como si jamás hubiera matado a nadie, y como si por principio no pudiera dejar morir a nadie.
No pudo Guerra haber dejado a su silletero sin pasado, sin presente, hermético, sin futuro, como una abstracción urbana del subfondo del abismo, bamboleándose en el borde, sin redención, sin recuperación moral posible. Esa necesidad corrompe al personaje a favor de las intenciones del guionista. Siento asaltada la integridad de una ficción original, con la carga de una culpabilidad que bien hubiera podido tener el silletero, pero que no tenía por qué revelar, sobreimponiendo a su carácter auténticamente inmoral, la moralidad del guionista.
Claro que el silletero debería haberse muerto después de que al Mañe se le ocurrió robarle la matera con la planta que le daba valor para soportar su condición, como un artilugio desperado para ganarse su amistad, una vez la devolviera, simulando haberla encontrado.
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