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Alberto Rodríguez

La vejez, el último demonio

La vejez, el último demonio

Sobre los viejos y los niños se han dicho las tonterías más elocuentes, y aunque de buena fe, no menos tontas. Mucho menos se ha hablado del problema con que tienen que lidiar el niño y el viejo, en su relación cotidiana con el adulto, en el que se centra el lugar de referencia, para juzgar, tanto al uno como al otro.

En una mesa redonda a la que me invitaron, en el encuentro nacional de Relata, el moderador inició, cuando fue mi turno, planteando el asunto del tiempo no convencional de los viejos. Lo primero que dije, es que en el supuesto de que el tiempo de los viejos y los niños fuera un tiempo no convencional, con relación al del adulto, sería en el caso de los viejos, porque el reloj ya no marca lo que ha transcurrido, sino lo que falta. Dos días después, le escuché decir a Fernando Vallejo lo mismo, en un conversatorio sobre Casa Blanca.

El problema es el mismo para el niño que para el viejo: falta de reconocimiento. Aunque desde luego, la sociedad moderna, su psicología, ha caído en cuenta que el desarrollo de los niños demanda reconocimiento. Hay que leerles antes de que nazcan, ponerles música, hablarles todo el tiempo, estimularlos con sonidos, colores, formas. Reconocerlos como sujetos acreedores de estimulación permanente. Así se han hecho merecedores del más alto reconocimiento, desde luego no todos los niños, los de la clase media, en particular. Al punto que de la falta de reconocimiento de los niños en el pasado, cuando ni siquiera había un concepto de niñez, se ha pasado a un sobre-reconocimiento que los ha convertido en adictos demandantes de todo lo que se les antoje demandar, el centro incorregible de la vida cotidiana. Es, como si le dijeran al adulto, usted está aquí solo para satisfacerme. Hemos llegado con los niños a una especie perversa de culto desaforado del principio del placer, a nombre del desarrollo.

Por el contrario, de la privilegiada situación de reconocimiento de los niños, los viejos, que no son promesa de futuro, con los que la inversión ya no se hace en desarrollo, la falta progresiva, algunas veces sutil, casi cariñosa, y otras, tajante y sin miramiento,  de reconocimiento, los ha puesto en los niveles más altos de riesgo y exclusión. El hecho básico de la jubilación es un acto indirecto de exclusión. Se lo saca de la “vida útil” del trabajo, para darles un “merecido descaso” y se quedan sin lugar. Lo primero que se les desconoce es la palabra, su anécdota repetida no despierta interés, nadie la escucha, se queda sin interlocutores, los contemporáneos se mueren, o es como si ya lo estuvieran, las familias los llenan de cuidado pero nadie se ocupa de su ego. Su opinión se acepta sin chistar, disparatada o no, igual no determina nada. Y como si algo faltara, a alguien se le ocurre condecorarlos, por la más anodina de las causas, entonces los visten, los peinan y los trepan en un estrado, en donde se les chanta una medalla con discurso y champaña barata, después de lo cual ya no queda sino morirse.

La soledad, la mayor y definitiva asechanza de la vejez, no viene porque sí, viene por la pérdida gradual de reconocimiento. Lo que dice, lo que piensa, lo que hace el viejo, o es una chochera, una excentricidad o una güevonada. Su palabra dejó de ser influyente, su recordación parece una obsesión, su incapacidad para manejar la tecnología le hace perder participación cotidiana. Si no sabe prender el DVD no podrá ver la película; si no sabe usar un celular, no llama; si no sabe usar la tableta, bien que podría picar cebolla encima de ella; si no saben usar el ayudante digital de cocina, no podrán picar la carne. Y si a la consecuencia social de la vejez que es la exclusión, le agregamos las celadas de la biología, tendremos el cuadro completo de la soledad. Un viejo es alguien que se pierde en el silencio de su propia especie.

Ser viejo equivale a no ser sujeto de reconocimiento, aunque todos los cuidados materiales estén a su disposición. Se es viejo cuando se deja de ser para los otros. Dicho de otro modo, ser viejo es aproximarse a la condición de insignificante, en todo el estricto sentido de la palabra.

Todo conduce a pensar que el reconocimiento perdido tenga una oportunidad, si entre los viejos se hacen pactos colectivos contra la soledad y por la vida.

Palabra Mayor: un ensayo de reconocimiento.  

2 comentarios

Alvaro J. -

Asi es la vida que nos toco.¿Por que?... Por nuestra falta de cultura. En otras sociedades la condiciòn de viejo es de respeto y fuente enorme de consejos sabios. Una enorme montaña de conocimientos que tomò muchos años para conseguirlos. Esperemos que con el tiempo nuestros jòvenes consigan esa cultura y disfruten lo que hoy se desecha.

Carolina Velásquez -

Si, es triste. Lo tenaz es que a los jóvenes la sociedad prácticamente nos obliga a ser efectivos profesional y académicamente entre los 20 y los 30, porque más allá seguramente nuestras oportunidades se verán reducidas. Muy típico en Colombia.