El teorema de Londoño
Cuando un libro se salva desde el prólogo, siempre le dará al lector suficientes motivos para terminarlo. Y si además, se deja leer en cualquier orden, que es una invitación al desorden, no habrá como pagarle al autor. Julio Cesar Londoño el autor de ¿Por qué es negra la noche? consigue dos cosas con el libro: un prólogo con teorema incluido y una demostración escrita en 77 artículos.
El Londoño ensayista es una criatura especulativa. En el prólogo insiste que si el ensayo de divulgación tiene alguna gracia es ser especulativo. Pero ser especulativo para un bromista al pie del patíbulo, puede significar varias cosas. Por ejemplo, el ensayo como un pretexto para ironizar, como Diderot, o para llevar la “broma” al límite dramático con que la escenifica Kundera. O que el ensayo sea más manejable que la novela y el cuento, porque se hace a partir de información disponible y abundante, que el ensayista se come y luego vomita, además, no es algo que tome mucho tiempo ni exija muchas páginas. O que el ensayo sea ese soñado mediador escrito, que a él se le antoja interponer entre los humanistas y los callejeros.
Londoño es un tipo inmensamente serio, porque ampara el grueso de sus afirmaciones en la ciencia, la tecnología, el saber, pero al mismo tiempo carece de la seriedad engominada de los teóricos. Aprendió, para bien de sus lectores, a hablar sin comillas. Es tan sensato como para no tomarse en serio a sí mismo, y además con gracia. Lo único que parecería tomarse en serio es la broma, de la que bien vive. Dice no haber leído ni a Ortega ni a Gasset. Y como descendiente de Gargantúa y Pantagruel, da cuenta de su ancestro alimenticio: “A mí, lo confieso, se me hace la boca agua pensando en el sabor de un filetito de Keira Knightley en sus jugos”. Siempre es bueno saber de los apetitos del ensayista, antes de meterle muela a su ensayo. Y aunque preconiza que una de las virtudes del ensayista es olvidarlo casi todo, él parece no olvidar casi nada, como algunas esposas.
En el prólogo de ¿Por qué es negra la noche? Londoño vaticina especulativamente que para sobrevivir a unas vacaciones con la mujer – la de uno se entiende – es preferible una novela – Lolita digamos – que un ensayo de José Obdulio Gaviria. Que para sobrevivir a un canazo, es mejor llevar Las mil y una noche, que a José Ingenieros. Y que para encamarse con una nena más vale abordarla con un poema, que con las Doce tesis de Feuerbach. Nadie podrá decir que a Londoño le falta sentido común, aunque con los notables servicios que prestan los géneros en sus ejemplos, empalidezcan los del ensayo.
Pero lo que le sobra de sentido, la falta de modestia. Así que sin miramiento se nos viene con el Teorema: el ensayo es el género más importante porque interesa a todos, desde el humanista hasta el callejero. Uno, frente a esto ya no sabe si defenderse, o volverse ensayista.
Un defecto de las consecuencias del teorema, el mismo de las tesis de Piglia, es que tiene demasiadas excepciones. El otro, es que termina graduando - por extensión - de ensayistas a los técnicos, los biógrafos, los columnistas, a los autores de superación personal, a los tratadistas exhaustivos, a los que hacen tesis, a los críticos y hasta los científicos. El contra argumento a semejante desmán democrático lo aporta el mismo Londoño, con el esbozo de perfil de ensayista: claro, sintético, literario y especulativo. Un monstruo perfecto. Rara avis.
No es fácil entender en consecuencia, cómo, tratándose del género más importante y de mayor relevancia social, vivamos en un país que no ha dado más de cinco o seis ensayistas memorables, según el perfil: Germán Arciniegas, José Fernando Isaza, William Ospina, Andrés Holguín y Antonio Caballero. Debe ser que el teorema está todavía en periodo de prueba, el libro apenas se lanzó en octubre. Habría tiempo de cacharrearle un poco más.
La exitosa fórmula de Hugh Hefner para Playboy “belleza y buen periodismo, materia y espíritu” es estrictamente aplicable para comprender el libro de Londoño. Muchos de los artículos del libro fueron previamente alumbrados en el afán de terminar la columna para enviarla a la prensa antes del sábado. Tiene el espíritu serio y el espíritu bromista cuya explosiva confluencia alimenta la materia especulativa. De la belleza, Dios y cada lector sabrán.
Una de las especialidades de Londoño en los artículos, es la biografía instantánea. Truman Capote, Santo Tomás, San Francisco de Asís, Voltaire, Kepler, Galileo, Jung y Freud, le sirven de motivos para emprender una hazaña de síntesis biográfica y de escritura. En ambos ejercicios Londoño pasa la prueba del lector más exigente. Podrá ser que muchas almas piadosas no compartan su socarronería ilustrada, con la que confiere gracia especulativa a los ensayos. Pero no será fácil, ni siquiera para un gramático, descubrir dislates, pifias, descuidos en su escritura. Es una escritura límpida, dotada de esa rarísima capacidad, de las “literaturas potenciales”, la de introducir la tormenta en la gota de agua.
¿Cómo no va a ser más divertido, más gustoso leer la biografía instantánea de Truman Capote, escrita por Londoño, que la biografía séptica que aparece en Wikipedia? Para alguien que en su puñetera vida va a empacarse una biografía del Doctor Angélico, la biografía instantánea le informa, lo pone en contexto, lo ilustra, como si se tratara de una ordenada y amena conversación, cuya lectura no le toma más de cuatro minutos.
El libro como las películas de Walt Disney, es “para todos”, como lo es por su naturaleza el ensayo divulgativo, “el que cierra la brecha que separa a esa élite de personas que hacen las ciencias y las humanidades, de nosotros los hombres de la calle”. Por tanto, es aconsejable a toda la gleba de desocupados capaces de proporcionarse regocijo con un libro: a los profesores que dejan de tarea para mañana un ensayo, a los estudiantes que son capaces de traer mañana un ensayo, a los que no quieran hacer un ensayo, a los profesores que no saben hacer un ensayo, a los bibliotecarios que no distinguen un ensayo, a los ensayistas que confunden información con conocimiento, a los periodistas a los que la información les aplasta la gracia, y a los simples “lectores de la calle”, nosotros los callejeros.
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