De Vaugelas a Heidegger
Emil Cioran
Heidegger sólo me interesó realmente hacia 1930, en la época en que yo era estudiante de filosofía en la Universidad de Bucarest. Sus textos Sein und Zeit, y sobre todo Was ist Metaphysik me habían seducido. Pero dos hechos, uno menor y otro capital, calmaron mi ardor por el filósofo germano. Yo acababa entonces de publicar un artículo sobre Rodin escrito con un estilo más o menos heideggeriano que exasperó con razón a un periodista. La violencia de su ataque contra mi texto, ataque que fue una verdadera ejecución, me sirvió de lección. ¡No más verborrea... genial!, me dije. El segundo hecho fue el descubrimiento de Simmel, pensador cuya claridad me curó para siempre de la jerga filosófica.
La voluntad de ser profundo, de dedicarse a lo profundo, consiste en forzar al lenguaje evitando a cualquier precio la expresión normal, la expresión inevitable. Ninguna lengua favorece tanto como el alemán ese exceso, ese abuso. A todas luces, el genio de Heidegger es un genio verbal. Su habilidad para evadirse de callejones sin salida procede de su facilidad para disimularlo utilizando todos los recursos del lenguaje, inventando expresiones insólitas, con frecuencia atractivas, a veces desconcertantes, por no decir exasperantes. Según Rivarol la probidad en Francia; Simmel, sí. Sin embargo, el primero goza aquí de una verdadera gloria, el segundo es desconocido. Semejante anomalía merecería un largo comentario. Según Vaugelas, ni el gramático galo más importante del siglo XVII, ni siquiera el rey (¡y era Luis XIV!), tenía derecho a inventar palabras. ¡Qué hubiera dicho entonces de un filósofo que en un país vecino iba a crear una cantidad impresionante de vocablos, los cuales deslumbrarían a los descendientes de Pascal!
¡Crear palabras hasta la provocación, hasta el vértigo! Hay algo de alarmante en semejante demiurgia verbal, la cual equivale casi a reemplazar a Dios. Tal orgullo me parece excesivo en un pensador, pero lo acepto sin problemas en un poeta o en un demente.
1989
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