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Alberto Rodríguez

El terror de escribir un cuento de terror

El terror de escribir un cuento de terror

Hace algunos días llegó a nuestro taller una convocatoria a participar en una antología que aparecerá este año, del género de terror. Lo que sin duda fue una noticia inquietante, aunque atractiva. Quienes convocaron tenían la duda de si la primera convocatoria, de lo que es un proyecto anual de publicaciones en distintos géneros, debería ser de terror o de suspenso. Al final se decidieron por el terror.

En el taller se recibió muy bien la noticia, y en principio todos aceptamos de buen gusto la participación. Lo primero que hicimos fue revisar las características del género. Casi ninguno de los miembros del taller hemos incursionado en semejantes pantanales sobrecogedores y alarmantes. Así que buscando nos encontramos con que el terror hunde sus raíces en el llamado género gótico, que tiene su origen en una obra de Horace Walpole, publicada en 1765, El castillo de Otranto, y se cierra en 1815 con la obra de Charles Maturin, Melmoth el errabundo, nombre que por cierto, Oscar Wilde adoptó como su seudónimo en su exilio parisiense, al final de su vida.

Revisamos naturalmente la rica bibliografía que Poe nos dejó en la primera parte del siglo XIX, pero descubrimos que de la misma manera como cambia la literatura, la forma de describir y narrar, cambian los lectores, su gusto, su percepción. Todo el terror decimonónico, anterior al cine, está exclusivamente apoyado en recursos preternaturales y en escenarios estereotipados. La constante del terror clásico – gótico – y del terror decimonónico, encuentra su expresión romántica en lo siniestro, que Rilke explica diciendo que “la belleza es el comienzo de lo terrible”.

Lo terrible, la negación siniestra de toda belleza, románticamente asociada a la vida, es una dimensión más allá de ella, fuente inagotable de todos los miedos atávicos, del terror originado en la incomprensible certeza de la actividad de la muerte. Al punto que la clave de lo gótico, y el primer terror moderno, que comienza con Hoffman y Nodier, reside en la puerta que el universo de la muerte deja abierta a la vida, para que se filtre la incomprensible parafernalia de lo sobrecogedor, sus efectos fantasmales, la imagen de muertos vivos, almas en pena, espectros, entierros prematuros, doppelgänger y vampiros.

La otra cosa que alcancé a considerar fue la “técnica de escritura” de un cuento de terror. Las constantes de su arquitectura, que deben poder seguir conservándose para producir los presumibles efectos terroríficos. Porque de la misma manera que el cuento erótico debe excitar, y el cuento de suspenso suspender, se espera que el cuento de terror aterrorice. Sin embargo, después de haber considerado diferentes opciones argumentales, la creación descriptiva de las atmósferas, con frases largas, y  el asentamiento narrativo con frases breves, encontré que aún a pesar de que hubiera encontrado una trama completamente terrorífica, no hubiera podido producir con la escritura, el efecto atormentador, que en las “sociedades modernas”, es un privilegio del cine y la televisión.

No encontré nada que convincentemente en el siglo XXI pudiera meter miedo a alguien. Revisé la literatura que a mí mismo hubiera podido sobrecoger, y no encontré un solo ejemplo narrativo. Dos consideraciones terminaron por imponerse, tras el intento fallido de hacer un cuento de terror. Los lectores del siglo XXI no se asustan con la literatura. Es el terror cinematográfico, con todas sus variantes, el que por su naturaleza visual, está en condiciones de meter algún miedo a alguien, de introducir subliminalmente imágenes que explotan en el cerebro como bombas siniestras, incluso con los mismos motivos que aterrorizaron al lector del XIX.

Los lectores de hoy, hicimos tránsito definitivo del terror preternatural al horror social, en el que es precisamente la vida misma, lo cotidiano, los seres completamente vivos, lo siniestro urbano,  los que nos meten ese miedo de lo real que está a la vuelta de la esquina.

Me declaro – por tanto - completamente incapaz de escribir un cuento de terror, porque no puedo encontrar una sola trama que asuste a alguien, porque estoy limitado para la construcción de las atmósferas preternaturales, y porque además estoy persuadido que la literatura perdió el privilegio de asustar. La época en que las pálidas y desvalidas muchachas del siglo XIX, víctimas de las conjuras del más allá, languidecían en su triste belleza, comienzo de lo siniestro, terminó. El mal se trivializó, se hizo “vulgar, cercano y fácil”.

 

2 comentarios

Diego Tenorio -

Me gusto bastante el artículo

Fabián Andrés Rueda -

Divertida visión sobre el bloqueo, desafortunadamente vivimos en una sociedad donde las historias de horror casi que se dan silvestres en los árboles y sólo es cuestión de que alguien talentoso les de forma de relato, mientras que la literatura de terror parece haber sido enterrada viva... esperemos que algunos profanadores de tumbas lo encuentren y saquen con vida muy pronto.