Blogia
Alberto Rodríguez

Palabras mayores

Palabras mayores

Sófocles escribió el Edipo Rey a los cien años. Ernst Junger murió escribiendo a los 102 años. Su última novela, La tijera, la terminó de escribir a los 95. Tennyson escribió las Baladas a los setenta. William Carlos Williams fue hasta los sesenta años pediatra, debió retirarse de la profesión a causa de un accidente cerebro vascular; desde entonces se dedicó a escribir y a los setenta ganó el premio Pulitzer de poesía. Y nuestro tan cercano José Saramago, que estuvo a punto de morir mientras escribía Las intermitencias de la muerte, y luego mientras terminaba El viaje del elefante, es un hombre que se acerca a los noventa.

       ¿Qué es lo que tienen los escritores que la vejez los respeta? ¿Qué es esa cosa lúcida que conservan a pesar de la edad? La lucidez nostálgica de animal caribeño en García Márquez. La lucidez escéptica de un monárquico como Álvaro Mutis, para siempre perdido en los laberintos de democracias tropicales. Y esa otra desesperanzada lucidez de un hombre como Fernando Vallejo, que perdió todas las fuerzas para mentirse. Los dos primeros pasan de los ochenta. Vallejo está en los setenta. Y sin embargo, los tres, a su maldita manera, son la conciencia del país.

Mishima y Kawabata se mataron por honor, a  Bolaño lo mató el cáncer, a García Lorca los fascistas, Andrés Caicedo se mató por pendejo, y Byron murió echando bala por la independencia de Grecia en Misolinghi. Lo primero que demuestran las biografías, es que cualquier cosa puede acabar con la vida de un escritor. Lo segundo, que  la pervivencia tiene que ver más con lo que hace que con lo que come. La ciencia –la biología de la cultura - vino con el tiempo a enseñarnos cosas como que: la lectura y la escritura prolongan la vida cognitiva con calidad.

La respuesta a las preguntas bien podría ser: la lectura y la escritura son prolongadores activos de la vida intelectual y emocional, merced al permanente forcejeo con y entre palabras, que nos ayudan a ensamblar ríos de emociones e ideas que actúan como fuentes de sentido y vida. Y eso es la obra literaria, un manantial de sentido en cualquier lugar, en cualquier tiempo, para quien se acerque a beber. La lengua escrita es combustible simbólico,  que prolonga la vida en la escritura y la escritura en la vida.

No siempre se llega a viejo, pero cuando se llega, se lo hace de dos formas: con o sin autonomía.  Pero la autonomía de la vejez, no es solo una cuestión de ser capaz por sí mismo de caminar, de hacer bicicleta fija, o masticar. Hablo más de la autonomía para hacerse valer cognitiva y afectivamente, en esos períodos en donde se perciben los primeros fríos de una irreparable soledad a la que debemos enfrentarnos cuando desaparecen nuestros contemporáneos, amparados en el calor conocido de la palabra, el alma de la especie al fin de cuentas.  

A finales del año pasado por una iniciativa conjunta del Ministerio de Cultura, a través de Renata (la red nacional de escritura creativa), Coomeva y la Fundación Casa de la Lectura, se abrió en Cali el proyecto Palabras Mayores, del programa para adultos mayores, Vida en plenitud de Coomeva. Palabras Mayores es una invitación de sentido a los adultos mayores, a leer, hablar y escribir.

Palabras Mayores representa una iniciativa de prolongación de la vida cognitiva y afectiva en los “centros de la palabra”, tertulias literarias y talleres de escritura creativa. Las primeras abiertas a toda la población adulta mayor y los segundos a los afiliados a Coomeva. Hace un par de semanas abrimos el primer centro de la palabra en Medellín y en julio estaremos abriendo el primero en Bogotá. La idea es extenderlos a todo el país.

La mayor parte de los programas destinados a ofrecer alternativas a los adultos mayores se proponen el problema del tiempo excedente, el de la cantidad de tiempo disponible que hay que rellenar para que social y terapéuticamente el viejo no termine  girando en el vacío. En tal perspectiva, Palabras Mayores ­- proyecto de utilización letrada del tiempo - introduce una distinción capital entre el ocio griego – creativo, constructivo, artístico – y el ocio taciturno, esa especie de sobrante temporal que obra como un remolino del río del tiempo, al que de no oponérsele la fuerza de ninguna creación, termina consumiéndonos.

Un problema alternativo al del tiempo libre, es el de la recreación, como alternativa de rellenarlo plausiblemente con actividades que recrean en diferentes opciones los espacios del ocio senil. Palabras Mayores admite que su tentativa de utilización letrada del tiempo libre, se instala en un proyecto que va más allá de la recreación. Propone la creación - con todos los conflictos y estímulos que como tal supone – como una ociosa opción de gastarse el tiempo en un ciclo simbólicamente productivo, que en última instancia explicaría la bondad de la prolongación de la vida, merced a la utilización de la lengua escrita como inversora del tiempo excedente. Gastarse creativamente el tiempo  en el levantamiento de una historia de vida, en una correspondencia, en trazar un cuadro de familia, en un retablo de opiniones (que hoy perfectamente sería un blog), en escribir los   cuentos o las novelas, que antes las urgencias de la vida productiva no dieron lugar; es una oportunidad de afirmarnos creativamente, de prendernos con sentido a la vida, que bien lo necesita, porque por si misma carece de él.

Palabras Mayores no es una sencilla recreación del tiempo libre que pudiera transarse con la disponibilidad de un surtido variado de crucigramas, la opción divertida del scrable, o el préstamo de novelas a domicilio, como lo han hecho antes exitosos programas recreativos.  Representa una tentativa mucho más comprometedora de uso creativo del tiempo libre, la utilización de la palabra, como un acto capaz de afectar duraderamente todo lo que somos.

Los textos, tanto el que sale de la mano de un joven escritor profesional, o el que proviene de la solitaria evocación de un viejo sin mayores afanes de publicación, tienen tres efectos conocidos: nos forman, nos deforman o nos transforman. Someternos pues al riesgo vital de escribir y leer no es un acto inocente, impune, tampoco queremos que lo sea, en tanto nos tomamos la vejez en serio, suficiente para reafirmar que el sentido de la autonomía cobra su mayor validez en la figura del anciano protagonista.

  Leer y escribir nos exponen deliberadamente, nos desnudan simbólicamente, nos fragilizan, pero también  nos fortalece, en la medida que al hacerlo estamos exponiendo lo que sentimos, lo que pensamos, lo que somos. Nadie sale siendo el mismo después de haberse arriesgado a tomar el curso del río del tiempo, que a diferencia del de Heráclito, nos deja bañarnos hasta el final de la vejez, donde comienza la eternidad.

 



 

 

0 comentarios