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Alberto Rodríguez

La imaginación al poder

La imaginación al poder

En mayo de 1968 yo tenía veinte años y quería ser médico. Estaba matriculado en la facultad de medicina, cursando un año básico. La vida por primera vez fuera de la casa paterna en la provincia, me era incierta. Estaba matriculado, pero ya no podía ser completamente solidario con el proyecto familiar de ser médico. Pero si no era ser médico, no sabía qué.

 Había nacido el mismo año en que mataron a Gaitán en la capital y ahora venía de la provincia, a la capital regional, en donde vivía el día en que cayó el General Rojas Pinilla del gobierno, el 10 de mayo de 1957, menos de un año después de que hubiera explotado un convoy militar con explosivos en Cali.

 La imagen que tengo es precisa. Mi padre maneja un Cadillac 1954, descapotado, verde botella, con todos los servicios automatizados. Va mi madre, un tío, mi hermana, mi abuelo, gritan, mientras van sentados en  los bordes y mi padre le da como loco al claxón en medio de un rio de carros que corre por las calles con una consigna: ¡¡se cayó, se cayó!! Tenía ocho años y mi familia parecía estar loca, celebrando que se hubiera caído un tirano. Le pregunté a mi padre qué significaba toda esa locura, y él dijo: hoy ha terminado el terror.

 Nunca terminó el terror. Cuando desde el mes de abril del 68 llegaron las noticia de París, ya otro veneno había comenzado a obrar en mí, las mieles inicuas de la literatura. Había leído a Toreau, a Kierkergaard y a Henry Miller. Tenía un coctel de toxinas suficientemente explosivo como para que al enfrentar y digerir las noticia que nos llegaban atropelladas de París, lo hiciera amparado en la desobediencia, la desesperación y la literatura.

 Fue el año en que nos llegó el “prohibido prohibir”. El éter sagrado del anarquismo. Demoré en convertirme a él, lo confieso, pero finalmente lo hice a finales de siglo.

 Al comienzo pensé que era un levantamiento estudiantil como muchos en muchos países. La guerra en Vietnam servía para que nos moviéramos cada semana. La noticia, bien entrado abril,  fue que los trabajadores franceses se habían pegado. Por primera vez en nuestro tiempo el movimiento estudiantil y el movimiento obrero coincidían en salir a tumbar un régimen. Fue algo que hizo mucho ruido. Agitó todas las ideas libertarias amancebadas con las utopías, los imposibles de la historia, la política del anti poder, y las que se ligaban con la vieja idea de la “huelga general”.

 No fueron solo noticias, nos llegaron propuestas, las consignas de mayo. Fue la publicidad mundial de la revolución que llegó a América. Fue la misma insolente publicidad, retadora, que hizo que se regaran letreros, de Argentina a México, como: USA nos USA.

 Así que cuando el levantamiento se terminó y estudiantes y obreros se sentaron con el gobierno a negociar la reforma, unos acuerdos para tener una sociedad mejor, yo ya sabía que no iba a ser médico. Y me enfrentaba a una especie de vacío de futuro, de no sé qué va a ser de mí, de no sé qué quiero.

 El juego consiste en ponerse en el partidor de las vidas posibles, y seguir, como cualquier caballo, una y solo una. Quien no se entrega a una, no tiene vida. Nunca quise ser algo en particular, tratándose de trabajo asalariado, un profesional en algo. De hecho pasé por muchos empleos que no tenían que ver nada conmigo, pero que me permitían pagarme otro tiempo, el de estar tanteando de qué lado de la vida, es mejor vivir.

 La toxina que me intoxicó fue la ficción. Mayo del 68 es un tumulto venenoso de ideologías, de toxinas parisinas, un flujo desesperado y diverso de hechos que trasgreden. Cada hora, cada minuto, pasaba algo que se transmitía al mundo.  Me contagié antes de los veinte y quedé lisiado. No me puedo inclinar. Años después vine a saber que la toxina estaba concentrada en la consigna política mayor: la imaginación al poder.

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