Delirio
“…la sangre como le leche hervida siempre están esperando una oportunidad para derramarse…”
La demencia, el trastorno, la enfermedad, el desconocimiento, la ausencia, la simulación, la puta locura. Es el hilo fuerte de la novela de Laura Restrepo, Delirio, en la que una mujer, Agustina Londoño, se pierde en su cabeza.
El segundo hilo, la familia. La familia en Alemania, la familia alemana en Sasaima y la familia de Agustina y Aguilar. La familia por la que todo resume, por la que todos andamos, por sus trochas oscuras y claras, los pasados compartidos y los ocultos. La propietaria de todos los pasados, la legataria de los secretos y las pestes. El origen de la demencia está en la familia. La misma responsable de la acumulación primitiva del narco-capital que hizo posible abrir el mercado a punta de política y negocios, que se tomaron el país y su economía hasta hoy.
Y el tercer hilo, el dinero. Sin el dinero la novela no tendría el flujo de energía que le inyecta todos los motivos que movilizan a los personajes, salvo el motivo del delirio autista, de Agustina, que compromete a Aguilar hasta lo último y a la tía Sofi. El dinero mueve familias, mueve ciudades, mueve al mundo. Detrás de cualquier causa, y entre más noble lo sea, más se hallará la mano negra del dinero. Pablo Escobar se inició en el negocio de la cocaína, después de que conoció a Griselda Blanco, y se abrió al mercado, con los dineros que la burguesía bogotana y paisa le prestó para el arranque. El negocio fue sencillo, pagó exorbitantes intereses a los del dinero, para hacerse a un capital de trabajo que se movió a una velocidad de recuperación tal, que en pocos años hizo ver a los más ricos, como simples carrieludos, al lado de Don Pablo.
Delirio muestra el delirio de Colombia en los setenta. Una novela “setentera” que cruza tres historias: la de la familia de Agustina, la de los socios capitalistas de la mafia, con agente de la DEA incluido, y la de Aguilar, un pobre profesor universitario, que intenta saber qué pasó con su mujer mientras estuvo ausente de miércoles a domingo. Cuando se fue, ella se quedó pintando de verde las paredes del apartamento y al regreso la encontró en el hotel Wellington convertida en un ser aterrado y aterrador.
Es una novela de clara sutileza femenina, el bordado de voces, el cambio de focos, el juego de luces, el aire de la escena, y un narrador que alterna con las primeras personas, salvo Agustina, que siempre se narra en voz de otros, todos hacen foco a ella, pero ella no habla. En un estilo indirecto impecable, el narrador, nos dice a los lectores, lo que Aguilar dice. Tiene un ritmo sostenido, no se cae, es de aire largo, respira bien en esas secuencias escénicas prolongadas, como los párrafos decamétricos de Don José Saramago. Hay un sostenido rítmico que pone el cruce de las tres historias en una relación como la de los movimientos en la sinfonía. Movimientos no lineales en secuencias paralelas que se hilvana como una tela de araña. La novela tiene la mano fina para las sutilezas de edición. Utiliza un lenguaje “colombiano”. Muy colombiano, local, que ambienta la historia en la Bogotá que conoce Laura Restrepo.
Saramago dijo que “cuando el nivel de escritura llega hasta donde lo llevó Laura Restrepo, hay que quitarse el sombrero”. Premio Alfaguara 2004 y Premio Grinzana Cavour 2005.
Una novela que respira como una de esas negras campeonas de salto largo, y acompaña a ritmo sostenido la lectura de un lector cualquiera.
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