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Alberto Rodríguez

El arte de contar

El arte de contar

Si escribir un cuento llegara  ser un arte, sería porque cumple tres puntuales condiciones, que harán de él, el designio cumplido de decir algo a alguien alguna vez. Conmover literalmente al lector, tocarle el corazón, la cabeza o las tripas. En todo caso, hacer que no olvide.

La primera. El arte de saber ocultar. No se puede contar todo, eso sería igual que intentar hacer un mapa 1:1, como acontece en el cuento de Borges. Se cuentan las partes sustantivas.  Así que la mayor parte del material que tenemos para un cuento no se usa, es material de referencia. Lo que no se cuenta, no se ve, como la parte sumergida del iceberg. Es lo implícito, lo escondido, lo que el lector solo encontrará una vez aprenda a leer entre líneas. El asunto es el manejo del límite parpadeante, ambiguo, delicadamente impreciso, entre lo que se debe y no escribir. Con seguridad el autor conocerá los ríos pétreos del cuerpo sumergido del iceberg. El lector también, a través de un esfuerzo de imaginación. Aun así el riesgo de intentar contarlo todo, pone el asunto de la escritura de un cuento, entre la información y la literatura. Esa ruda diferencia entre hacer un informe sobre los acontecimientos, y narrar los acontecimientos. Pulir la punta visible del iceberg, darle luminosidad, eficacia, poesía, fuerza, poder, es lo que queda a quienes se arriesgan a ocultar para develar.

La segunda. El arte de saber saltar. La cotidianidad es continua e irrepetible, a diferencia de los relatos, que son discontinuos y repetibles. Esa discontinuidad particular del relato, entre cuyos intersticios está lo no dicho, se logra dando saltos de tiempo/espacio. El arte de saltar se ejercita con la herramienta de la elipsis narrativa. Un recurso que flexibiliza el tiempo, que permite reversibilidad y proyección, que deja jugar, haciendo espirales, grietas, acelerándolo y desacelerándolo, según convenga. Es un arte similar al salto que da el ojo al leer. Solo lee lo que está donde se posa, lo demás lo infiere el cerebro. Someter un relato a una construcción elíptica supone conocer los recursos de la edición: producir una línea de cicatrizaciones entre los fragmentos del relato. Saltar y pegar, saltar y pegar. De qué magnitud sea el salto, solo lo sabrá el autor. En un cuento en el que el asunto es una “grieta en el tiempo”, nos veremos enfrentados al problema de cómo escenificar la grieta. La única posibilidad de mostrar sus efectos, que también los del espacio, es la del cambio de tiempo, bien hacia adelante o hacia atrás del presente referencial del narrador. Pero, y el pero es significativo, la velocidad en que se viaja en el tiempo es variable. No es una constante para todos los que llegan al pasado, ni tampoco lo es la velocidad de retorno al presente.

Tercero. El arte de crear problemas. Un cuento es un problema, siempre tendrá que serlo para alguien. Sin problema no hay cuento. En todos los cuentos siempre hay alguien que se mete en problemas, igual que en las películas. Meterse en problemas es  propio de los personajes de los cuentos. Si en un cuento no pasara nada, no hubiera choques, desacuerdos, desigualdades, injusticias, el cuento no se parecería a la vida. Y todos los cuentos se comparan con la vida. Por eso les pedimos que sean verosímiles. El cuento tiene que hacer creíble su problema, mostrarlo sólido, vivo, en ebullición, sea cual sea su magnitud. Todo el cuento trabaja en función del problema. ¿Qué pasó antes del problema? ¿Se resolverá o no se resolverá? ¿Y si se resuelve, cómo? Más vale partir de un auténtico problema, que dé lugar a un conflicto de la vida, que ponga a prueba a los personajes y haga correr al lector, los riesgos que lo fascinan. 

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