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Alberto Rodríguez

En esas andaba cuando la vi

En esas andaba cuando la vi

Fernando Quiroz es un escritor de la primera persona. Y como autor de primera ha hecho carrera en el ejercicio sostenido de una literatura del yo, sin intermediario. Sus primeras personas saben focalizar, distribuir la luz en otros, darle aire justo a las escenas. Y así, en escenas iluminadas, aireadas, asiste a sus primeras personas para que se suelten y se salgan con las suyas, con la suficiente gracia como para caer en la tentación.

He leído Justos por pecadores, la historia de un hombre que se vuela del Opus Dei, a Cartagena, para ver si sobrevive su convalecencia de la maldición de cuerpo. Como un bolero, la historia de un amor juvenil frustrado cuyo protagonista termina vendiendo su amor en la casa de la playa, antes del reencuentro senil. Esto huele mal, un tipo que por estar poniendo cuernos inventa una mentira que las circunstancias lo obligan a seguir, poniéndose en el asqueroso conflicto entre dos mujeres.

Como lector tuve una experiencia diferente con cada novela de Quiroz. Con la primera pasó algo curioso, mi expectativa frustró el efecto. Esperaba una historia interior, en la Casa, con el fulgor maldito de la disciplina; como si Quiroz hiciera novelas como Almodóvar películas. Con la segunda, reeditado el lei motiv de Florentino Ariza y Fermina Daza, en versión pop, no me dejó en el último sorbo un sabor nuevo con aroma propio, quiero decir, como esos aromas de la infancia que jamás se olvidan. Con la tercera, pasó que primero vi la película. El film juega a una variación, explota el lado público de la mentira, mientras la novela se consagra al desgarramiento en privado. Son dos personajes distintos. En el film la mentira tiene consecuencia mediática, en la novela sume al personaje en la privacidad solitaria de una habitación de un hotel de segunda en Chapinero, a que se muera de culpa y de imbecilidad. No pude ver en la novela, más que la variación de la película, aunque de hecho fue la novela la que permitió una adaptación más que libre; aunque no me disgustaría pensar que hubiera films que inspiraran novelas. El desenlace público de la mentira me tocó más que el desenlace privado. Del último hay una saga novelesca frondosa. Del primero se tienen muchas menos novelas, La vida está en otra parte de Kundera, y La posibilidad de una isla, de Houllebecq. Pero no le atribuyo los defectos de mi experiencia lectora a las novelas de Quiroz, sino más bien a mi condición de lector antojadizo.

En esas andaba cuando la vi, es una novela de 72 capítulos breves, en 177 páginas. La comencé a leer en el vagón del transporte masivo un lunes a las seis de la mañana. Salí de clase a las diez y fui a sentarme a la sombra de un samán, con un café, a darle mate. Las cincuentas páginas que ya me había zampado, me dejaron con una ansiedad que sentí en clase. Antonio metido en un hotel de segunda en Buenos  Aires, improvisando cada día un azar, para ver si puede salvarse del dolor. Quiroz me permitió con su Antonio evocar a esos conocidos personajes encerrados en una habitación, de Auster: El libro de la memoria, La música del azar y Fantasmas. Y algo encantador, la aparición de un personaje fantasma. Una mujer de ojos grises que Antonio se ve obligado a seguir, que ve entrar a una casa, y que jamás vuelve a aparecer, pero que jalona toda la actividad de Antonio de ahí en adelante, hasta encontrar a Florencia.

La novela de Quiroz gana como ganan los buenos cuentos, por nock out. Es una novela de dos ciudades, como Rayuela, Bogotá y Buenos Aires. Bogotá se especializa en hacerle perder las mujeres a Antonio. La primera se la matan por robarle. A la segunda la pierde por el empeño neurótico de salvarla. Buenos Aires lo redime.

Primera persona escénica, textual y diálogo. La novela está surcada por episódicos e-mails, por episódicos encuentros en el puesto  de prensa con Morelli. Recurrencias sinfónicas a la melodía, porque si algún texto de Quiroz tiene música, es En esas andaba cuando la vi.       

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