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Alberto Rodríguez

La madre de casi todos los vicios

La madre de casi todos los vicios

 El ocio representará el problema más acuciante, pues es muy dudoso que el  hombre se aguante a sí mismo. Friedrich Dürrenmatt

 Si como hipótesis ociosa aceptáramos que el ocio es la madre de todos los vicios, habría que interesarse más en el vicio, que en el ocio, porque la madre, sin duda, es Gea. Lo que no sabemos es quiénes son sus hijos declaradamente viciosos.

Gea es madre porque es la primera después del caos, o es la primera porque es madre, como quieran. Ella sola, igual que María madre, da a luz sin intervención ajena, a Urano y a Ponto, los cielos y el mar. En un posterior matrimonio incestuoso con Urano engendra seis hijos, el menor de los cuales es Cronos.  Instigado por su madre contra el hijo/padre con quien lo ha engendrado, Cronos acepta atentar contra él. Así que en la noche, cuando Urano cubre a Gea, Cronos entra a hurtadillas a la habitación de sus padres y le corta las pelotas al viejo. Habrase visto ociosidad.

Se me ocurre, que un origen mitológico del ocio se podría representar en la escena de Cronos, el dios del tiempo - el único que no conoce reposo – que castra a su padre con consecuencias perfectamente inútiles, si se acepta que el interés era evitar la progenie. De nada sirvió, la sangre derramada por Urano terminó fecundando a Gea, por lo que de ella salieron los Gigantes y las Ninfas. Tan inútil hazaña marcó el curso de la historia de los hijos de los hijos  de Gea, capaces de gastar el tiempo en las cosas más disfuncionales, como la poesía, la ensoñación y la borrachera.    

Por las raíces mitológicas del ocio el origen del concepto se sitúa en la Grecia clásica. Y aunque el ocio no es un concepto moderno, hay que reconocer que la modernidad le ha quitado bríos. El ocio griego se denotó con el término skholé, que al latín clásico pasó como otium. Skholé es una palabra que designa las acciones que desatienden la mera subsistencia. Lo cual tiene dos consecuencias notables en el supuesto tácito del ocio: que es posible subsistir sin atender la subsistencia. Y la otra, que alguien deberá encargarse de la subsistencia propia y de la del ocioso. Ambas prefiguran las dos caras de la moneda de una misma perversidad histórica: la sociedad esclavista.

El otium romano se asociaba con la liberalidad, de origen griego, con las actividades libres, independientes, intelectuales, meditativas, contemplativas y poéticas. Era un otium digno. Algo inalcanzable al entendimiento de los esclavos que cubrían el tiempo de trabajo de los patricios, para que ellos ejercieran su ociosa dignidad.

Fue en Roma que se estableció la relación entre otium y negotium. El negotium siempre denotó actividad útil e interesada, la negación del otium, desinteresado e inútil. El negotium se asoció al trabajo, una palabra de tortuoso ancestro que viene del latín tripalium, un sofisticado adminículo de tortura para los esclavos. Lo que hará ver que en la visión greco-romana, tenga mucha más dignidad el ocio que el trabajo. El razonamiento es bien simple, el trabajo está más cerca de la esclavitud que del ocio. Una distancia trágica, cuya conciencia promovió en un ocioso como Nietzsche, un cierto dolor por el progreso.

En la edad media occidental, la iglesia católica, le espichó los cojones, y le apretó el pescuezo al ocio, como hizo con todo lo distinto a ella: el judaísmo, la ciencia y el humanismo. El ocio se vio constreñido a los grilletes de la salvación, un acto compulsivo por lavar las culpas del pecado, rechazando lo inútil y desinteresado; el placer del cuerpo; la ensoñación curiosa y el desinterés mundano, que pasaron a la lista negra de los pecados mortales. Sin embargo, el retiro monástico, la clausura absoluta, la entrega contemplativa total, practicadas por las órdenes, como formas legítimas del ocio divino, jamás fueron condenadas. Cuánto tiempo gastaron los ociosos doctores angélicos buscando el número de ángeles en la punta de un alfiler, o develando racionalmente el misterio alado de la santísima trinidad, sin que una bula prohibiera su ocio. Los campesinos preparaban la tierra, esparcían la semilla, regaban los surcos, recogían los frutos y los llevaban a los conventos, la iglesia era la dueña de las tierras.  Sin siervos y sin ocio, con seguridad, no habría sido posible construir un aparato teológico tan monumental como el de la iglesia de Roma.

El protestantismo fue el más recalcitrante en su condena al ocio, tanto como un medio para la moralización pública, como por la necesidad de condenar cualquier cosa que se opusiera al sentido útil e interesado del modelo de trabajo, que contribuyó a forjar en las sociedades donde ejerció influencia. El negotium no admite el ocio. Conclusión inapelable. En la visión protestante, la ética del trabajo es el bien supremo.

En la modernidad el ocio sigue siendo un bien paradójicamente distribuido. Está en manos de los más interesados, de los más útiles, que a su vez condenan el ocio, porque el “tiempo es oro”, “al que madruga dios le ayuda”, “a juventud ociosa, vejez trabajosa”, “de dios para abajo cada quien vive de su trabajo”, “echar por el atajo no siempre ahorra trabajo”, “quien trabaja con afán pronto ganará su pan”, y cientos de refranes más  que nos martillan como una maldición calvinista, que el ocio es y será la negación del negocio.

Durante la revolución industrial que nos lanzó de lleno a la sociedad capitalista, un obrero inglés trabajaba hasta catorce horas diarias, su mujer trabajaba y sus hijos trabajaban, y apenas obtenían para comer. Todos los excedentes que producía el trabajo de los miles de familias trabajadoras de la naciente industria iban a parar al bolsillo de los dueños de las empresas o a las arcas de los banqueros. Una situación tan dolorosa para los trabajadores en particular, terminó indignando más, a un ocioso radical como Marx, que a las víctimas directas. Así que en un venenoso opúsculo dado a la imprenta en 1848, anunció un método para poner fin a la sociedad dividida entre trabajadores y ociosos, en consecuencia al Estado, para que con conocimiento y productividad, la sociedad entera pudiera dedicar más tiempo al ocio que al trabajo: el “paraíso comunista”.

El Manifiesto Comunista, un ejemplo perfecto de libro de autoayuda para obreros, ha despertado fundadas sospechas, ha inspirado condenas profundas, e instigado toda clase de prohibiciones. Pero percibieron quienes condenaron con tanto ardor el Manifiesto que detrás de la condena cerrada, lo que avanzaba era una rauda cruzada infernal contra el ocio. ¡Horror! La condena tajante al fin último del Manifiesto es una condena al ocio. Condena que aplauden los judíos y los protestantes. 

Un hombre con trabajo es promisorio, responde a lo que de él espera la sociedad productiva y su familia, un ejemplo de adaptación. El desempleado arrastra siempre algún fracaso, no es ni lo que él mismo esperaría ser, seguramente está desempleado porque no puede adaptarse, o por razones que nada tienen que ver con él, porque no hay trabajo. Pero aun así, y para su desgracia no es un ocioso, porque la necesidad que se lo traga no se compadece con el estado de inutilidad y desinterés propio del ocio. Se encuentra en un limbo entre el ocio y el trabajo. Ahora, que un ocioso además de serlo, esté desempleado, es algo comprensible, casi natural. No por nada, Buda le recomendaba a todos sus seguidores que antes de entregarse al interesado trabajo, se dedicaran a la mendicidad, una forma alternativa de hacer que el ocio lo paguen otros. ¡No se empleen! En el desinterés está la dignidad. El sabio ascetismo budista sospechaba algo capital, que trabajar es el tiempo que se le roba al ocio trascendente. Lo entiendo, yo no podría tener la imagen de un monje budista, trabajando como portero de motel, parrillero en un asadero de carnes, o como auxiliar de contabilidad.

Cuando alguien siguiendo el principio budista de la renunciación llega a ser capaz de renunciar a todo lo terrenal, se ha puesto en el grado máximo de obrar con inutilidad y desinterés. Todo devino inútil, ya no tiene sentido el interés. En el extremo de la renunciación, que es renunciar a sí mismo, hay una ociosa luz que se va debilitando a medida que todo se hace inútil, y el interés se difumina. El ocio trascendental.

Es mayo de 1891. Un ex poeta francés, enfermo, que viene de Adén, desembarca en Nápoles y se encuentra en el muelle, en un día cualquiera de trabajo,  a cinco desocupados cómodamente tirados a la sombra y un poco pasados de copas, recordando las canciones de su vieja Italia. Se detiene ante ellos y le ofrece tres liras al más ocioso de todos. Cuatro de ellos se levantan para reclamarlas, así que se la dio al único que no se levantó, porque le pareció el más ocioso, el más desinteresado e inútil.

Quiera Dios que al terminar de leer lo anterior, ninguna asociación del trabajo, congregación espiritual, cívica o de jóvenes, me tomen tan en serio, lo suficiente como para que nadie me demande por incitar al ocio.

Declaro que la educación como incitación es la única en la que creo, a pesar de que el pernicioso y jactancioso Wilde, se le dio una noche al cerrar la velada, por decir una de sus ociosidades, de las tantas que le salían tan naturales, que arruinó mi confianza pedagógica, “nada que valga la pena se puede enseñar”.

 

 

 

 

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