Con ustedes Howard Pacheco
Ciego por accidente, negro, 47 años. Los últimos doce los ha dedicado a hacer un programa de radio, nocturno, de madrugada, en el que conversa con las personas del común que llamen por teléfono. Hasta los quince fue alquilado por su padre para que acompañara en el tren a un manejador de mendigos.
Es un conversador; sabe oír; pregunta con exactitud; y responde con generosidad y precisión. Ha hecho de su programa un “fenómeno de audiencia”. La gente quiere oír a la gente por la radio. Gente ordinaria, la que se levanta todos los días a trabajar y lava su ropa. El programa se llama “La Voz” y se abre con una cortina de Héctor Lavoe. En cualquier parte donde haya alguien que no duerme, hay un oyente. Es un programa para trabajadores nocturnos, insomnes y hasta sonámbulos.
Howard vive solo, con un gato barsino, en una habitación amplia, bien amoblada, a unas pocas cuadras de donde emite su programa, todos los días al filo de las doce, hasta las cinco de la mañana. Todos los días recorre a pie el trayecto, antes de la media noche y en la madrugada.
Howard no tiene familia. Su único hermano murió en la guerra. Su madre y su padre lo dejaron hace algunos años. De dos de sus antiguos romances no quedaron hijos. Es un hombre solo por excelencia. Aunque es conocido por millones a través de la radio. En cada programa puede hablar con ocho, diez o quince personas.
El accidente, como tal, su origen, hace parte del misterio. Nunca se ha referido a él, y es el único tema que se rehúsa a comentar. Ha permitido que muchos de sus oyentes indaguen por su vida, pero respecto al accidente no ha soltado prenda. Las hipótesis son dos, en ambos casos accidentales. La primera, Howard intentó suicidarse, pero el tiro no alcanzó a matarle, simplemente le cercenó los nervios ópticos. La segunda, es que no fue un intento de suicidio, fue algo peor, en una reyerta durante un juego de ruleta rusa, alguien le disparó.
Howard es económico al comer, bebe con moderación, de vez en cuando un poco de marihuana. Llega a las cinco treinta a su habitación, se queda un rato despierto, come algo, alimenta al gato, y luego se echa a dormir hasta las dos. Se levanta, toma un baño, sale a comer a un restaurante cercano, donde suele hacer un poco de tertulia. Regresa a eso de las siete y permanece conectado a un radio. Pasadas las once, se abriga, agarra su bastón y sale a la calle, echa a andar tres cuadras hasta el estudio. A las doce en punto inicia el programa.
En el estudio modesto e improvisado desde donde emite la Voz, en un lugar más o menos indefinido, Howard tiene encuentros con una niña de trece o catorce años, que aparece en el estudio, en algunos momentos, no todos los días. De ella no se sabe el nombre, no se sabe casi nada. Entra en los recesos en los que Howard pasa música, o mientras habla con alguien. Y en ambos casos, pese a ser sigilosa y llegar como un espanto, Howard la siente, sin que ella diga nada. Es curioso que él no se refiera a ella por su nombre; como si no lo supiera. Si no fuera porque ella habla, se diría que es como un fantasma. Howard tiene en ella un contacto humano profundo, un encuentro que lo hace vibrar, que lo intranquiliza, que lo satisface, que necesita.
Howard hace el programa porque no tiene otra cosa que hacer en el mundo, pero también porque hablando con la gente, es como todavía conserva contacto con el mundo. Solo que para él, el mundo son las voces de hombres y mujeres que lo llaman para contarle sus desgracias. Voces que buscan consuelo, aunque no lo digan, y que nadie puede darles. Howard los escucha y hace que millones lo escuchen. No da soluciones, comparte comentarios.
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