Los almuerzos
Evelio José Rosero tiene un talento de economía en la novela, que está entre la sobriedad y la timidez. Algunos hechos en Los almuerzos – escrita hace diez años - apenas se insinúan, las escenas se construyen pero es como si algo quedara faltando. En la novela no ocurren muchas cosas: una albina está enamorada de un jorobado, las tres Lilias cocinan, el cura Almida recibe al mafioso, el cura y el sacristán se van en el Wolkswagen, llega Matamoros, el cura alcohólico – parece un cura de Graham Green - que va reemplazar a Almida. Cuando Matamoros – un misacantano con nombre de trío cubano – canta durante la misa y se produce el milagro, la casa se voltea, las mujeres - menos la albina - aman a Matamoros. Las Lilias ahogan a los gatos en la alberca – en una escena dramática pero inverosímil – el jorobado y la albina tiran debajo del altar. Matamoros canta boleros en medio de las señoras del barrio, en el jardín de la sacristía. Almida y el sacristán amanecen envenenados.
Pero si los hechos son escuetos, económicos, las relaciones implícitas entre los personajes son profundas, ramificadas, una selva de carácter se esparce a lo largo de las 136 páginas. La novela se gasta en construir personajes, en rellenarlos de actitudes, en colmarlos de gestos, que enriquecen la escena, a pesar de que algunas de ellas sean esbozos y otras innecesariamente largas y circulares.
“Al igual que la mayoría de mis obras editadas en Colombia, Los almuerzos no tuvo un solo comentario y menos crítica alguna: silencio absoluto alrededor, algo a lo que ya estaba acostumbrado, pero que en todo caso era difícil asumir”, comenta Rosero y añade: “Con la reedición de Tusquets en España ha ocurrido todo lo contrario, y eso, por supuesto, me reanima”. Los almuerzos había sido originalmente publicada por la Universidad de Antioquia en el 2001.
El trabajo de construcción de personajes, tan propio de la novela, que ocupa a Rosero, nos ofrece los rasgos, los lapsus, las miradas, las sospechas, los giros, los movimientos aparentes, las intenciones que se cruzan, los amores soterrados y los odios entrelazados, con la firmeza y seguridad de un novelista que madura.
Pero los “almuerzos de piedad”, para las putas, los ciegos, los miserables, los desplazados, no se sirven, no se consuman, permanecen como un telón de fondo, sin definición. No era lo que el novelista quería mostrar, pero igual están faltando. Todo lo que da razón de ser a la sacristía, hacia afuera, queda fuera de la escena, solamente cobra fuerza y aparecen los entretelones privados, los matices íntimos del infierno en la sacristía.
Los almuerzos es una novela que a muchos lectores les permitirá “extractar” lecciones morales, que seguramente alimentarán - en uno u otro sentido - su conciencia. Aunque con seguridad, la sagacidad de la trama, el malditismo criollo con que Rocero hurga en la oscuridad de las almas cautivas en la sacristía, jamás será del gusto de la iglesia católica. Una razón de peso, para leer la novela, que si hubiera sido un relato negro, podría haberse llamado “El diablo en la sacristía”.
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