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Alberto Rodríguez

La ciudad sitiada

La ciudad sitiada

 Isaías Peña Gutiérrez 

No es fácil, en un país como Colombia, con una democracia tan frágil, escribir sobre esta primera novela de Alejandra Jaramillo Morales, La ciudad sitiada, aparecida a finales del 2006.
Se podría decir que para un país tan contrahecho, Alejandra ha escrito una novela contrariada y contradictoria. Ningún país del mundo, incluido el conflicto árabe-israelí, ha prolongado tanto la solución a sus confrontaciones sociopolíticas. Y, en buena parte, se debe a la falsedad de sus diagnósticos, a la ideologización de sus causas, a los eufemismos y a la necesidad de imponer los intereses y criterios particulares sobre los de la nación. Digo esto porque la novela juzga las dos últimas décadas de la confrontación entre el estado colombiano y las fuerzas insurgentes, mezcladas con el fenómeno del narcotráfico y las autodefensas, poniendo en un mismo nivel a militares, guerrilleros y paramilitares. Partir de ese razonamiento y así asumirlo en la novela –como con frecuencia se hace en nuestros medios-, conduce a incurrir en una serie de contradicciones en el momento de desarrollar el argumento de la misma. La novela trae un epígrafe coherente de Juan Eduardo Cirlot, que luego no se tiene en cuenta: la ciudad me odia, por eso mi única patria es mi corazón y por eso me regocijo con la destrucción de la ciudad. Es todo un argumento. Pero en La ciudad sitiada nadie odia al narrador, ni a los protagonistas, y sí se asume un amor por una patria que se confunde con una bandera de tela y no con un propósito nacional. (El asesinato de Yolanda Izquierdo la semana pasada en Montería, una dirigente pacifista que reclamaba sus derechos legales, demuestra una vez más que sí hay diferencias entre las distintas fuerzas del conflicto social y que hay causas económicas que los sustentan).
El argumento de la novela se divide en dos partes que no son consecuentes, si se mira con cuidado estético. Se construyen unos personajes que van a liberar a esa “patria”, con una intensidad y extensión equivalente al 98% de la novela, para en un paginaje del 2% mandarlos a la picota, sin ningún desarrollo argumental, ni narrativo. Esto conduce al problema más serio que tiene la novela: el narrador, al final de la novela, en dos páginas, pasa a manejar como marionetas a los personajes (en la p. 185, el narrador dice de uno de los personajes principales: “Ay, pero pobre Flora”, y suplanta los sentimientos y los propósitos del personaje y decide lo que él quiere. No se sabe quién es el narrador, pero suena a autor camuflado, porque hasta el lenguaje cambia. Entonces, la novela se desdibuja y se convierte en un argumento narrativo puesto al servicio de una tesis social del autor.
Sin embargo, ¿por qué terminé de leerla y por qué escribo estas líneas? Porque, a pesar del a veces monótono tono monologista y de algunos intereses sociológicos y filosóficos –que en ese tono le van mal a la narración-, el lenguaje literario de Alejandra Jaramillo (no digo del narrador de la novela, para no contradecirme) es excelente y sumamente atractivo. No existe la menor duda de que ella es una escritora. Se deleita uno leyéndola, es de una gran sensibilidad y muy inteligente. En pocas novelas colombianas, de tantas que hay ahora, he leído páginas que recojan con tanta solidez las relaciones entre mujeres y entre mujeres y hombres. Las páginas dedicadas a escenas o situaciones eróticas, le hacen pensar a uno que si Alejandra Jaramillo hubiera escrito una novela, no sobre la violencia colombiana, sino sobre las intimidades del ser humano, fauno o guerrillero, habría producido una novela excepcional. Estaríamos sitiados por su novela. (A propósito, el título no me parece que corresponda a la novela, porque la ciudad no está sitiada, ni está sitiada Flora; parece ser otra de las contradicciones que parten del mal diagnóstico de las fuerzas políticas del país, o del desacuerdo entre la idea del narrador y la propuesta de la autora).
Por último, la novela posee unos capítulos de gran calado, como cuando nos hace recorrer a Bogotá por el centro, por los lados de Marielita, y digo que pega duro ese “Naranjo en flor”, “Sur” y otros tangos de marca mayor. Debo decir que, sin lugar a dudas, tenemos novelista, pero no novela. Y eso me satisface.

 

 

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