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Alberto Rodríguez

Rabia

Rabia

Sirvienta colombiana, albañil mexicano y decadente familia española, todos en un vetusto y feo caserón de cinco pisos, con ático y habitaciones cerradas, oscuras, húmedas, en el claustro alto de la mansión.El entramado es conocido. El celoso inmarcesible, el mexicano absoluto. Indecorosamente enamorado de una sirvienta colombiana, que ya quisiera cualquier mexicano tener en su casa. El personaje es arquetípico, por eso el actor no acaba de refinarlo dramáticamente en toda la primera parte de la película – hasta que se esconde en la mansión -, solo entonces el personaje se desdobla en una especie creíble de Robinson Crusoe, perdido en la isla de la casa, robando comida, caminando descalzo, ocultándose como una rata, durante meses. El único lugar a donde la policía no iría a buscarlo, por el asesinato del jefe de obra donde trabajó, hasta cuando agredió a dos tipos en un taller, a causa de sus celos. 

Sirvienta colombiana preñada por un violento. Un cuadro más que típico. Vive con su amante en la misma casa sin darse cuenta, durante todo el embarazo y hasta después del nacimiento, cuando descubre que las llamadas que le hace, salen de una línea en la casa.

La escena más obscena es el asesinato del hijo de la familia, que actuando como un personaje típico, quiere follarse a la colombiana. Durante toda la primera parte le hace lances, se le insinúa, le improvisa confianzas. En la segunda parte, sus arrebatos son más atrevidos y patéticos, pero minuciosamente espiados por el asesino que lo asecha en su propia casa, sin que nadie lo sepa. Una noche, el hijo está  borracho frente al televisor, aletargado, solo. El mexicano aparece como una alucinación, pero no le da un segundo. Salta y lo aplasta con una almohada a la que imprime una fuerza descomunal, que termina con la vida del tipo en un minuto. Se incorpora, mira el cadáver, da una vuelta, observa los objetos de la habitación, se sienta y prueba una presa de pollo que ha dejado el hijo en un plato, y luego de mascarla varis veces, se la saca de la boca y se la introduce al muerto bien adentro, en la boca. La escena tiene una delicadeza negra, un acabado tarantinesco, que dejan ese agridulce que agrada, el rancio acabado de las resoluciones criminales dramáticamente perfectas.

La cosa termina en una especie de alegoría, de señalamiento metafórico del punto en que la vida se toca con la muerte, en un cuadro de dolor sagrado, donde la madre acerca al niño recién nacido, al pecho de su padre, que en el suelo está viviendo sus últimos instantes.

Yo habría preferido una variante de final a la que nos entregó el director Sebastián Cordero. Que al regreso de la clínica donde ella va a dar a luz, lo encuentren muerto, después de una fumigación que han hecho para eliminar todas las ratas y alimañas de la casa. Que con los ratones que aparecieron muertos en la cocina, hubieran encontrado el cadáver del mexicano, como si hubiera sido un náufrago, tranquilamente acostado en la cama de la sirvienta colombiana.

 

 

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