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Alberto Rodríguez

El espectáculo de la palabra

El espectáculo de la palabra

Quienes escuchamos el mundial de fútbol de 1962 en Chile nos quedamos con la versión que nos dio la palabra de los partidos transmistidos por la radio. Primero escuchamos el cuatro-cuatro con Rusia y solo después lo vimos en los noticieros de la época. De entonces ahora los nativos radiales hemos tenido que aprender a hacer un tránsito a lo visual. La magia de la fantasía medíatica consiste en permitirnos, hoy todavía, escuchar el partido,  ver el partido, con o sin volumen, o sin volumen y con transmisión radial.

A un chico de diez años la idea de escuchar el partido de futbol por radio no le aparece en el menú. Sin embargo, los locutores de la tele transmiten los partidos como si lo estuvieran haciendo para la radio. No es que no se les haya ocurrido pensar que narran para quienes ven lo mismo que ven ellos. Lo saben, pero también saben que hay un valor agregado a la imagen, la palabra, que dota el espectáculo visual de una fuerza retórica, que atrapa a las audiencias, tanto como lo hacen los pastores. Quienes tienen la palabra, y en eso son iguales locutores y pastores, gobiernan una fuerza de sentido sobre lo que vemos. Cuando vemos una información audiovisual, por ejemplo en un noticiero o una crónica, siempre tendremos la opción de comprender de una u otra forma, según el discurso con el que se interpretan las imágnes que nos presentan. Porque no es la imagen la que interpreta la palabra, sino la palabra la que interpreta la imágen. Es tal el misterio de la palabra que envuelve el futbol. 

Así podría pensarse que el valor del odioso aforismo, de que más vale una imagen que mil palabras, también puede llegar a ser odiosamente relativo.

La televisión colombiana, en futbol, sigue en la era de la radio. Sin embargo, el hincha que no va a los estadios no se satisface en el futbol con independencia de los medios. Debe haber una relación uno a mil, entre quienes van a un estadio, y quienes no. En Brasil, son millones de personas las que no pueden comprarse las entradas porque no tienen con qué. Para ellos hay grandes pantallas en descampados, donde celebran al aire libre con fiesta, alcohol y samba. El resto, los que no caben en ningún espacio público donde se presenten los partidos del mundial, tendrán, hasta en la última casa de la última favela, un plasma, frente al que apeñuscados en la habitación caerán víctimas de la ilusión optimista o siniestra que la palabra hace de la imagen.

En la narración europea de la tele, el ritmo lo pone la seguidilla de nombres que orientan al que ve. Mencionan el de quien la tiene, el del quien la recibe y el de quien la gana. Una narración lenta, salpicada de comentarios discretos. Hasta hace pocos años, los goles se narraban con una tranquila y monótona flema BBC, que no le daba más sabor al gol del que tiene un saque de banda.  Hoy, el gol es el gol de los jóvenes, tiene mucho más sabor latino, más alma, más orgasmo.

La narración de la televisión colombiana es emotiva, rápida, tentadora, descriptiva, repetitiva, por lo que se da el lujo de narrar como si nosotros en la casa, no estuviéramos viendo el partido. Con la palabra se empuja la acción del campo. Editorializa, juzga, anticipa, vaticina. Siempre es parte interesada del juego. Colombia hizo del futbol y los medios espectáculos gemelos.

Con el efecto de la retórica mediática del futbol - como con la retórica religiosa - el mismo partido, es y no es. Todos no vemos el mismo partido. El imaginario y el inconsciente colectivo del hincha, tanto como el del practicante de una fe, se apoya siempre en la confianza de que locutores y pastores ven algo más que nosotros, aunque todos estemos en el mismo partido.

 

 

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