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Alberto Rodríguez

El país de las últimas cosas

El país de las últimas cosas

A Paul Auster se le ocurrió, en un ejercicio de ficción apocalíptica, un final, pero no a la manera de la ciencia ficción; ese buen género que tanto gusta a los optimistas. Hizo una escenificación desde el punto de no retorno. El lugar del retroceso que cierra el tiempo social de un organismo vivo, como  el auróboro que se devora por la cola. La sociedad termina comiéndose a sí misma.   

Mi amigo Andor Graut tiene un proyecto de cuento, del que jamás recuerdo su título original, porque tan pronto terminé de leerlo, la primera vez,  debí cambiarle el nombre: El  día antes del fin.

La versión de las últimas cosas, antes del fin, las que al desquiciarse ponen fin a la escena humana. Cuenta entre dos y tres años de la vida de Anna Blume en el país, quien  escribe una carta de 200 páginas, a un corresponsal desconocido fuera del país. Le refiere su viaje en busca de William su hermano, corresponsal de prensa perdido en el país. Pero cuando la carta termina, apenas vamos en el fin de la Residencia Woburn.

La novela es un engendro sobrecogedor aireado por el aroma concreto de la ficción de Kafka. Da cuenta en conjunto de lo que podría ser la última década. La verosimilitud que apuntala el horror, se deriva en gran parte, de la forma como Auster concibe el tiempo, de manera histórica, no a la manera de la ciencia ficción, para la que el tiempo no obedece a leyes humanas.

 

Desde luego no se necesita demasiada imaginación para hacer un cuadro proyectado de la degradación ambiental, económica y humana. Hay mucho de donde agarrar, ejemplos sobran. Lo grandioso de la novela es que sea un infierno a la medida de nuestra propia desgracia agasapada en el presente, sin concesiones, sin atenuantes, sin religión.

 

“La gente  que usa el lenguaje fantástico siempre muere mientras duerme” le dice Anna a su corresponsal. Si la carta se ha publicado es porque la carta salió del país. Un enervante país, que deriva su condición de infierno, del hecho de que no hay salida de él. Cuando Anna pretende regresar, va a los muelles y encuentra que están haciendo una muralla a todo lo largo de la costa para separar el país del mundo. Los aviones ya no existen.

 

Auster, el filigranista de la trama, el más querido de los laberintistas,  encantador en el sentido de las Mil y una noches, en lo que nos refiere, no está inventando – es el mayor horror de la novela - las cosas que le dan el aire al horror, cuenta cosas que ya han ocurrido. ¿No hemos visto acaso la nube de moscas que persigue a las nubes de hambrientos  que huyen de las Eritreas, las Etiopias y los Darfures? Un mundo sin orden, sin ley, sin religión, sin posibilidad, sin esperanza, sin futuro, que va muriendo mientras huye.

El país de las últimas cosas: el que va perdiendo la memoria, donde ya nadie nace (Los niños del hombre, de Cuarón), donde se acabó el combustible,  donde ya no hay aviones, donde las calles son grietas de podredumbre. Un país de riesgo en cada esquina, la ciudad sin certeza, “en donde sólo puedes aprender a sobrevivir si aprendes a prescindir de todo".    

1 comentario

Andor Graut -

El cuento, amigo mío, se llama ¿Dónde está la Manzana de Adán?
Ya tienes el libro de Auster?