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Alberto Rodríguez

Santa y Andrés

Santa y Andrés

 En marzo de 2017 el film del cubano Carlos Lechuga fue vetado en la competencia del Havan Star Prize, en New York. La razón: un film de publicidad politizada. Quedó excluido del Festival internacional del nuevo cine latinoamericano, en La Habana. Por razones no dadas a conocer, que para nadie son un secreto. Por el contrario, en los festivales de San Sebastián, Miami y Guadalajara, levantó aplausos y premios. Hay que ver un film capaz de hacer arder la mala conciencia del poder, quizás la única.

La historia es una canallada, Andrés es un escritor independiente, que piensa y escribe lo que le da la gana, a expensas del poder que dicta la escritura, en un acto de ventriloquía al que se prestan los escritores dependientes. Ser independiente le cuesta el exilio, en la provincia rural más lejana en una casa arruinada, gris, de triste aire, el terreno desolado, arenoso, desapacible, polvoriento, salvo por el mar. El color mismo de la película es de un tenue desvaído a mitad de camino entre el blanco y negro y el color.

Santa Rodríguez es  una campesina de la localidad y miembro del Consejo Popular del que recibe la orden de vigilar al escritor. Él es homosexual, como Virgilio Piñera, Reinaldo Arenas y Lezama Lima.  Lo cual agrega a la maldición oficial de ser un escritor libre, la de ser un maricón. Digamos que los motivos del poder cubano pasan por ser los mismos por los que el franquismo asesinó a Federico García.

Ella lleva un asiento, camina por los caminos de ascenso hasta la casa, a donde va presentarse. Pero la vigilancia, el acto de representar el “poder popular”, abre la puerta para que en medio de largos y agrestes silencios, observaciones prolongadas, ella vaya acercándose y acercando a un hombre que por sí mismo no lo haría, hasta el punto de hacerle tambalear su condición de género y ponerlo en el camino de una heterosexualidad que ella excita, que promueve, con el gesto brusco, con el silencio bruñido, con un hablar rápido, entrecortado, nervioso, en medio de un afecto que improvisa, más allá de la tarea encomendada.

Andrés tiene encuentro nocturnos con un mulato mudo de la vecindad que lo acosa y en medio de esa soledad sideral que reverbera en la casa, lo adopta, para que en noches vaya y le haga sentir que todavía está vivo porque puede echarse un polvo. Pero después de que llega la Santa, lo rechaza, él intenta besarlo, en el cuello, la cara, la boca, y lo aleja aunque al final sucumba. Pero aun habiendo sucumbido el daño de la Santa está hecho.

Hay una escena en particular donde la película inventa una especie de auto sacramental en el que se humilla a la víctima, donde se ejercita el vejamen del “poder popular”, como en las comunas campesinas durante la revolución cultural china. Van a la casa, buscan en todas partes, hasta en la letrina que está alejada de la casa, no encuentran nada así que para no perder la ida, someten a Andrés a una humillación medieval, lo atenazan y hacen que ella le arroje huevos. Y luego entre todos lo muelen a patadas. Qué espectáculo tan humillante del poder desperdiciando huevos que bien podrían ir con el desayuno de los colegiales cubanos. El mismo poder que ayer en el acto de reforma constitucional sacó de la carta el programa comunista y le abrió la puerta a la propiedad privada.

El film me aplastó. Creo que para eso fue hecho. No veo qué otra reacción es posible que no sea el malestar. La economía, el silencio, la desolación, ponen un aire de nerviosa tensión para que como espectadores nos acerquemos y sintamos el dolor y su costo en vida que nos causa el poder.

No es un film para ir a ver mientras se engullen palomitas.

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