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Alberto Rodríguez

Mi padre

Mi padre

Mi padre perteneció a la generación de profesionales liberales de un país semifeudal, que adquirió plenamente el derecho a leer.  No diré que fue un “hombre  extraordinario”.  Fue un hombre como otros que me envenenó con la lectura. Siempre supo que el colegio no bastaba, que probablemente lo más importante que yo debía aprender, tenían que enseñármelo él y los libros.

Me condujo al mundo cifrado del texto donde terminé por perderme. Él fue el responsable de mi perdición, por eso lo evoco de una manera un tanto ambigua, lo recuerdo siempre de una misma edad, y lo sueño con una regularidad que impide que lo olvide. Fue él quien me sentó en sus piernas y abrió un libro grande para niños, con ilustraciones coloridas, en el que se contaba la Odisea, me leyó sin que yo supiera hacerlo, señalando con su dedo las palabras que se prolongaban en líneas horizontales a lo largo de la página. Y de la misma manera la Iliada, y si mal no recuerdo la Eneida.

Fue él, quien un día en un pequeño apartamento que compartíamos con mi madre en Bogotá, tuvo la ocurrencia de escribir en hojas de papel amarillo, con tinta muy azul, el nombre de todas las cosas que  nos rodeaban: ventana, puerta, mesa, matera, libro, olla, juguete, plato, radio, reloj, porcelana, asiento, camisa. A mi madre también le pegó una hoja en la que había escrito: mamá. Y fue leyendo con sosegado deleite cada una de las palabras conque había cubierto los objetos que podía tener la pequeña familia de un médico a principios de los años cincuenta. Así creyó que podía enseñarme a leer, y así fue como aprendí antes de ir a la Escuela.

Fue él quien me introdujo, una vez a aprendí a leer, a su biblioteca. Me presentó a los autores, los temas y las ediciones. Me dijo cuáles eran sus libros amados, me contó la historia de los escritores, me enseñó que en cada una de las secciones había un género, un mundo, una aventura, me compartió el orden singularísimo con que un lector ordena su biblioteca y me dio las claves para que entrara a ella por donde más gustara.

Fue él quien algún día llegó con madera y herramientas para hacerme personalmente una pequeña biblioteca donde colocó los libros infantiles, los diccionarios y todos los cuentos que había reunido. Y me instó a que los ordenara y los desordenara como quisiera. Encima del mueblecito colocó un mapamundi.

Fue también él quien una vez a la semana dio en llegar con tres o cuatro revistas policromas de comics de la época, cuentos que yo coleccionaba. Superman, Tarzán, Archi, Roy Rogers, la Pequeña Lulú y Dick Tracy. El día que llegué a tener algo más de quinientos, los saqué a la calle y a manera de protesta contra una medida de mi madre, los quemé públicamente.

Fue él quien a los catorce años me leyó por primera vez. Me había estado acompañando en el ejercicio de copiar literalmente fragmentos de novelas, un poco de Daudet, Hemingway, Steimbeck, Quiroga, Tolstoi, Dumas. Un ejercicio que hice durante un par de años, antes de atreverme a escribir mi propia historia. La hice para darle una satisfacción a él, lo hice porque de tanto haber leído, me había entrado la gana de hacer lo mismo que los autores que admiraba, lo hice porque aún no sabía  que para escribir es necesario tener algo que contar.  Cuando después de varios meses de estar encima de la historia, hice un limpio en una máquina portátil de escribir -Hermes Baby- que me había regalado, fui a entregarle diez cuartillas mecanografiadas con el índice derecho, durante varias jornadas. Se caló las gafas, interrumpió lo que estaba haciendo, y se dejó llevar en el rio de palabras que le había entregado.  

Siendo tan joven, siendo la primera vez que alguien me leía, era natural que estuviera muy nervioso. ¿De dónde sacaste la historia? Preguntó. La inventé, dije. No, no la inventaste, lo que has hecho es reunir hechos de todo lo que has leído. No es algo tuyo y debes saberlo. Y así se dio a mostrarme algo que yo ya sabía, que muchos de los pasajes venían de libros que se tomó el trabajo de enumerarme. Pero no importa, es otra manera de copiar, dijo. Y luego tomó un estilógrafo de tinta negra y me corrigió la ortografía y la puntuación. Cientos de errores encontró y los señaló, para que fuera otra vez a escribir la historia con el cuidado de no repetir uno solo de ellos. Fue su manera de enseñarme la ortografía. Sin reglas, sin normas, en el trabajo mismo de corrección.

Fue a él a quien tantas cartas escribí y quien tantas cartas me escribió. Era un hombre más cercano a los “Manifiestos” de Bretón que a los de Marx. Más cercano a “piedra y cielo” que al liberalismo, a pesar de haber sido liberal y no haber sido poeta.   Él –para entonces–  ya tenía resueltos los problemas con Dios, así que nunca intentó inmiscuirme en la polémica sobre la duda, aunque me legó el más profundo desprecio por los curas y el catolicismo, que a su vez le venía de la historia de su padre, que después de un sermón de un cura en Susacón (Boyacá) en el que había dicho que matar liberales no era pecado, mi abuelo tuvo que huir del pueblo a la media noche.  

En materias de fe, siempre en mi casa bastó con la de mi madre, generosa e ingenua.  A la edad de él se está en paz con Dios, porque ya no se cree  en él, o porque ha sobrevivido la resignación.  

El me dio todo lo que tenía  –incluso su lado más desafortunado–  pero de manera auténtica, con toda la gracia y todo el dolor con que se necesita para formar a un hombre.   Llegó a creer  –en los inicios de su desolación escéptica– que los libros habían hecho de mí, algo que él ya no podía comprender del todo, aun así  un poco antes de morir, me pidió dos cosas: que cuidara de la biblioteca y que al momento de expirar hiciera sonar a todo volumen la Sinfonía del Nuevo Mundo.

5 comentarios

Caleña -

Por fin una pesquisa de la historia de un hombre del que a veces nada se sabe. Por fin, algo que confirma lo que a veces nos inventamos y contraria también otras tantas versiones.
Que lindo este texto, es otro vos el que leo...

maria del rosario -

La sinfonía del nuevo mundo, que resuena cada que nos guias en el laberinto de leer y descubrir, leer y descubrir y leer

Atalanta del Mar -

Alberto, me llegó tu relato, resuena con mi sensibilidad, tiene el encanto de las cosas íntimas, como si corriéramos una cortina para develar el misterio. Linda tu experiencia de vida, rica y sabia.

Patricia Rodriguez -

Alberto que belleza tu relacion con tu papa, ahi esta la esencia de tus conocimientos y sabiduria. Con razon te admiro tanto, con razon tienes por esposa a Olga, con razon ese olor a papel que respiro cuando voy a Casa de la Lectura y me reconcilia con la vida. Abrazos.

Rosa Matilde Nieto -

Querido Alberto, me cayo bien tu padre.