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Alberto Rodríguez

Una muerte saludable

Una muerte saludable

Julio Cesar Londoño

Aunque hay matices que las diferencian sutilmente, las posiciones del debate se reducen a dos: los que consideran que la vida es sagrada y que cualquier acto que atente contra ella es sacrílego, sea por mano propia o ajena, y los que pensamos que es crucial defender a toda costa los derechos individuales de las personas.

La eutanasia también se divide en dos: la pasiva, que consiste en suspender los auxilios mecánicos o abstenerse de practicar procedimientos de urgencia a un paciente terminal; y la eutanasia activa, que es la intervención directa de una segunda persona para procurarle una “muerte asistida” a un paciente agobiado por un sufrimiento físico o psíquico insoportable.

La eutanasia pasiva es una práctica corriente en los hospitales del mundo, y ningún médico, agnóstico o creyente, la cuestiona. La activa pisa un terreno tabú. Suministrarle una sustancia letal al paciente sigue siendo un tópico de difícil digestión para el médico y el legislador (y mucho más para el paciente, claro) en casi todos los países del mundo.

Holanda tiene la legislación más laxa. Allá, “cualquier paciente puede pedir la eutanasia activa, así no padezca sufrimientos insoportables. Las peticiones de eutanasia las pueden hacer menores de edad, con el consentimiento de los padres (entre los 12 y 16 años inclusive) y aun sin su consentimiento, aunque participan en la decisión final, para la cohorte comprendida entre los 16 y 17 años” (www.vida-digna.org).

Los opositores a la eutanasia tienen, todos, una fuerte filiación religiosa. Sus argumentos son siempre de orden teológico, con frágiles refuerzos lógicos: “La eutanasia es peligrosa porque puede ser utilizada por parientes inescrupulosos para echarle mano a la herencia del paciente”. Es verdad, pero también es cierto que si nos ponemos a eliminar las leyes sensatas que tienen resquicios para prácticas inmorales, nos quedamos sin ley alguna.

En Occidente, los principales objetores de la eutanasia son los cristianos y los católicos, es decir, los seguidores de Jesús, un hombre que desafió a un imperio y buscó la muerte para redimir a la especie humana. Es un caso particular del suicida heroico, un personaje reverenciado en todos los tiempos, credos y culturas.

Hay una paradoja histórica en esto. El cristianismo es la suma del monoteísmo judío, la filosofía griega (concretamente el idealismo neoplatónico) y el imperialismo romano. Es decir, nace de dos culturas que practicaron los sacrificios humanos para halagar a potencias sobrenaturales, y de Roma, donde el suicidio era una salida honorable reservada exclusivamente a la casta patricia.

A mí me gustan los “eutanistas”. Brindan una salida humana que no es normativa (nadie está obligado a tomarla) y no pretenden imponerle a nadie sus ideas. Los “sagrados”, en cambio, son intolerantes, duros como piedras, y viven convencidos de que su cosmología, una de tantas, es la única verdadera; y que las leyes laicas tienen que estar inscritas en ese marco fabuloso. Mejor dicho, creen que el mito es la Constitución y que los hombres deben limitarse a escribir el Código de Policía.

Yo sólo pido una cosa: cuando esté con la lengua afuera esperando mi dosis personal de cicuta (y el día esté lejano...), que nadie me hable de fábulas mitológicas ni de legislaciones moralistas. Ante un dolor muy intenso, del alma o del cuerpo, la única actitud de verdad humana consiste en suministrar un analgésico temporal... o definitivo. Hablarle en esos momentos al pobre tipo de códigos y fábulas, es un chiste macabro.

 

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