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Alberto Rodríguez

“Condenado a morir de buen amor”

“Condenado a morir de buen amor”

 “Era por fin la vida real, con mi corazón a salvo, y condenado a morir de buen amor en la agonía feliz de cualquier día después de mis cien  años”                                                                   Memoria de mis putas tristes. Gabo

 Una representante electa al Congreso, María Fernanda Cabal, en un rapto de legítima sinceridad, una vez supo la noticia de la muerte de Gabo, lo mandó de un trino al infierno, en compañía de Fidel Castro. Su infierno, desde luego, que en nada se parecerá al del Gabo, ni al de Fidel. Pero si de todas maneras tuviera que irse a algún lugar, me pregunto, a dónde habría preferido irse, si al cielo o al infierno. De haberlo confesado a alguien, habría dicho: voy a donde estén mis amigos.

Un escritor muere cuando deja de escribir. Cuando Gabo puso el punto final, a la última versión de las Memorias, y el Sabio, a sus noventa años suelta la perla del epígrafe, Gabo murió. Como debía morir, con “el corazón a salvo” y “en la agonía feliz de cualquier día después de mis cien años”, por allá a mediados del 2003 en el silencio de su estudio. Y no en la atmósfera de una obra de menor cuantía, como muchos lo pensaron en su momento, y aún hoy lo piensan, sino en la atmósfera de un amor posible. Es la novela de un hombre viejo, con todo lo que conlleva la edad a la hora de hacer una novela, la última novela además y en primera persona, que según lo dijo, fue el homenaje público que rindió a Yasunari Kawabata, muerto precisamente un 16 de abril de 1972.

Gabo había comenzado a morir muchos años antes, cuando en una tormentosa madrugada de solitario esfuerzo debió matar al Coronel Aureliano Buendía. Murió en la coincidencia de su llegada a México, con el suicidio de su maestro Hemingway. Murió un poco con la muerte de nena Daconte, con la muerte del médico de La hojarasca. Porque un escritor como Gabo, no muere una vez, muere muchas veces, cada vez que se necesita que un personaje lo haga, para bien de la ficción, de la imaginación, de las buenas e inolvidables historias.

Hay dos cosas que son el mayor legado de Gabo, más allá de sus libros, de esa vasta selva hecha de una prosa fulgurante y calurosa. Lo que nos enseñó a todos los que escribimos, en el mundo. Fue un maestro de la novela, del cuento, de periodismo, de guión cinematográfico, de la crítica literaria, y del oficio de opinar. No hay nadie, que hoy escriba, que no tenga una deuda entrañable, para con el maestro que fue y que seguirá siendo durante otros cien años.

La otra cosa inolvidable fue ese legado tan Caribe, consumado al más alto grado, la mamadera de gallo y el horror ceremonial, comenzando por la entrega del Premio Nobel. Gabo, tan Caribe como Fidel, como Chávez, como Blades, nos enseñó que la irreverencia es una postura de vida ante el poder, los poderes, algo que lo atraía, como el vacio al suicida. Le mamó gallo a su última muerte, a la muerte que repta entre las pantanosas ciénagas tejiéndole trampas a la memoria, y que se le había anunciado a la manera como se anunció la peste del olvido en Macondo. Gabo había comenzado a olvidar, se había ido perdiendo en una vida que apenas reconocía y que había comenzado a serle tan suficientemente extraña, como para que el escritor que siempre será, no haya podido dar cuenta de ella. Algo parecido que lo llenó de un innombrable vacio, como el mismo que lo hizo estremecer con un texto breve y muy antiguo, Edipo Rey de Sófocles, el único libro que se llevó con él.

Pero no sé a cuento de qué, todos nos hemos empeñado que tras su última muerte, Gabo deba largarse para algún maldito lugar. Probablemente al confín del tiempo en un deceso definitivo o inconcluso. Así como Gabo le mamó gallo a la vida, tenía que hacerlo con la muerte. Le hizo pistola y le sacó la lengua  y lejos de ir a parte alguna, permanecerá, para siempre, aquí, con quienes tendremos que seguir leyéndolo. El único y más cierto de los homenajes que sea dado rendirle.

“Casi me atrevería a decir que el acto de perecer puede no ser simultáneo con el de morir, aunque el uno tiene que ser, consecuencia del otro. Pero, por fortuna, yo no soy diccionario para atreverme a decir tanto.”  Pero lo dijo y lo seguirá diciendo, o al menos, los que tanto lo quisimos, lo seguiremos escuchando, hasta que se consume esa segunda oportunidad sobre la tierra, para él y para todos nosotros.

Rosas amarillas sobre sus cenizas.  

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