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Alberto Rodríguez

La música del azar

La música del azar

Sí, el azar es el punto de giro. Y su música está en todas partes y en ninguna. El título de la novela tiene un aura sonora que invita a entrar. Con un nombre tal es difícil resistirse. Pero Paul Auster toma el azar, no como un violín prestado, sino en la justa proporción novelar. El azar del juego cambió la vida de los dos personajes, encontrados al azar, aunque no fue un azar que “cuando miró de nuevo a la carretera un instante después ya vio el faro que apareció ante él. Había surgido de la nada, una estrella ciclópea que venía lanzada directamente sobre sus ojos y en el repentino pánico que lo invadió su único pensamiento fue que aquel era el último pensamiento que tendría nunca”.

Yo ya le habría dado el Premio Nobel a Paul Auster. Porque no se lo han dado, por ser políticamente incorrecto, o porque nadie en la Academia ha llegado a la seriedad de Auster. En él la estructura y el lenguaje están al servicio de la historia. Es un narrador de historias, tal como lo fue el narrador al comienzo de la Historia.

El arte de Auster está en escribir como un director de escena. Con una lentitud suficiente para construir bien a los personajes, con una lentitud suficiente como para que la novela se lo digiera a uno. Con la lentitud  que impone avanzar en lo profundo del corazón humano. Sabe disponer todo a la hora de escribir, para que la escena se rellene con una terrible justeza de elementos. Auster no se sobrepasa con sus personajes, con sus acciones, con las consecuencias, con el amueblamiento, con la atmósfera, y mucho menos con la luz.  Sus “personajes” perfectamente podrían ser seres de crónica. Ellos se mueven en el sentido que les marca el espesor de su vida, la vida con que Auster les construye la historia, de modo  que ninguno escape de ella, esa condena literaria, que nos conmueve en el sentido de la tragedia. Tiene una lógica narrativa rutilante, sacada de la vida, de lo cotidiano, esa cosa que nos lleva a gritar:¡ necesitamos arte!

Los personajes de Auster son el retrato vivo más pulcro y exacto de la galería humana norteamericana. Él es el retratista de su época y su país. Si bien la construcción está al servicio de la historia, ella no alcanzaría la credibilidad narrativa, la atmósfera real, si los personajes, como los de Bolaño, no tuvieran el espesor complejo que revela su sustancia humana. Auster es conocedor del alma norteamericana: flatulenta y genial, generosa y depravada, criminal y compasiva.

Flower y Stone están construidos como si fueran un solo personaje desdoblado, el Gordo y el Flaco, Oliver & Hardy. Como una especie caricatural de Bouvard y Pecuchet, a la norteamericana. Pero al mismo tiempo,   son una caricatura  del Ciudadano Kane en Xanadú.

Y es al Xanadú de Oliver & Hardy, a donde hacen llevar un tahúr de las Vegas para que los entrene antes del encuentro, donde Nash y Pozzi se lo juegan todo. Es también una caricatura dolorosa, la de los dos condenados por la justicia privada, que deben levantar un muro, con las piedras de un viejo castillo que los “Kane” han hecho traer de Irlanda.  

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