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Alberto Rodríguez

Ternura

Ternura

Una película de John Polson, basada en la novela de Robert Cormier. El guión lleva la firma de Emil Stern y fue estrenada en el 2008. Me arriesgaría a decir que el novelista ha buceado en el continente criminal de una manera que cambia las cosas del relato negro. Ternura se hunde en un expediente de recreación de lo negro, que comparte fetidez, claroscuros, aires, con la última película de Sidney Lumet, Para cuando el diablo sepa que has muerto. En la que un hombre que manda a su hermano menor a robar el negocio de su padre, mata a su madre del susto, durante el asalto.

La materia prima criminal, contenida en lo negro y continente de lo narrativo, es la muerte, por tanto la vida. El extremo de la criminalidad bien puede ser la ternura, el más allá del fondo. La profundidad criminal al tocar fondo, no tiene más opción que la luz. El paso de la oscuridad diurna a la luz del tenebrismo urbano. El mediodía profundo, la niñez umbrosa, la penumbra de la infancia, el crimen primigenio. Y  las ciudades, el magma donde se cuece la malignidad cruenta,  el peligro, en todas sus variantes. La oscuridad de la novela y el cine negros, tiene su contrapartida en la luz.

Un policía, Cristofouru, encarnado por Russell Crowe, se obsesiona con razón, con el caso de Komenko (Jon Foster), un menor de edad que asesinó a su madre, a su padrastro y a un par de chicas jóvenes, con las que después de muertas tuvo sexo. Un crio de cuidado, el epicentro del mal;  toda la carga emocional del antagonismo puesta en él. No se muestran los asesinatos, apenas imágenes evocativas, fragmentarias y dispersas. Un tipo, que a pesar de su cara de buenote, no debería andar suelto, y que sin embargo, cuando cumple 18 años sale libre. Antes de que salga de la cárcel Cristofouru lo visita y le dice: Te estaré vigilando, sé que lo volverás a hacer, eres un psicópata. Y Komenko, después de un largo silencio, en el que no lo mira como un asesino, le envía saludes a su mujer.

Y Lori (Sophie Traub), con cuya historia se subvierte el modelo criminal de la novela, se  descriminaliza la naturaleza del antagonismo. Lori, la quinceañera, ha seguido el caso K en los medios, tiene un expediente de prensa, fotos, reportajes. Cuando se entera que ha salido del reformatorio, se da a la tarea de ir a buscarlo. Hace todo – literalmente todo – lo que puede, hasta dar con él, entonces se le impone,  lo obliga a que la lleve con él. K premedita un estrangulamiento en el baño de un campamento, agresión con martillo en el trailer abandonado y asfixia con almohada mientras ella duerme. Pero toda la cadena de intentos pende de un “truco dramático”, por el que la trama se refuerza en una dirección contraria a las sugerencias, a los acercamientos e insinuaciones. K termina no pudiéndola asesinar, no puede, por lo que sea. Y entonces los papeles viran, un violento y soterrado punto de giro trastoca el destino estereotipado de los personajes del relato criminal, y por tanto, su relación entre sí. El presunto victimario deja de serlo, y Lori, no se sabe si desde el comienzo, o en algún momento de la historia, descubre que al acercarse a K, lo único que quiere es morir. Para ella K, como para Cristofouru, no deja de ser K.  

Suben a un bote, ella agita su cuerpo para hacerlo zozobrar y luego se arroja de espaldas al lago. K espera, no se sabe si sabe o no nadar. Cuando se arroja es tarde, en el instante en que su naturaleza, como la del escorpión, se hunde en esa cosa liminal que también tiene que ver con la ternura. ¿La ternura del asesino? Entonces K lleva el cadáver al bote, lo abraza, llora, lo huele y abandona a Lori a la corriente.

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