Blogia
Alberto Rodríguez

2666

2666

2666 nos deja sin aire, sin sueño, a la vez llenos y vacios. Muy llenos, del mundo que Roberto Bolaño nos entrega. Y muy vacios, por el efecto devastador del mal, la venganza contra las mujeres. 2666, es un edificio multinacional de la memoria, una red de hilos entre Europa y México, una novela fresco que hace un juego de espejos con los tiempos, que bucea entre dos continentes, con un ejército alucinante de personajes, sus sueños, el misterio, el secreto, el mal. Todo al compás de una única voz que cuenta, dispensadora de todos los focos para iluminar la escena, el entorno, al lector, hasta el punto de enceguecerlo. 

2666 es un fresco de cinco novelas que pueden ser leídas parcial o totalmente y en cualquier orden. El centro de gravedad va a ser siempre el mismo, Santa Teresa, trasunto criminal de Ciudad Juarez, la fronteriza, la del desierto y las maquiladoras.

2666 es una mega novela de alta conectividad, llevada al límite en términos de interactividad narrativa. Cada personaje, cada hilo, cada historia, cada crimen, está ensamblado en un artilugio compartido de perfección narrativa, como si fuera el mecanismo de precisión de una bomba, que estalló hace mucho tiempo  y cuya onda explosiva todavía nos llega.

2066 es una novela donde los personajes sueñan, y los sueños surten como un subtexto radical de la novela, que se mueve como línea de base. Los sueños son intérpretes verbales de la realidad de los personajes. Son dictados por ellos, más que artificios de la escritura. Cuando los personajes sueñan no hacen más que reinterpretarse. En mucho casos, por no decir todos, en la gama de sueños, no se sabe qué es más rico en imágenes y revelaciones, si la realidad acerada, punzante, durísima, o los sueños arquitectónicos y hermenéuticos de la novela.   

En 2666 Bolaño ensambla cinco partes, novelas que de haber vivido se hubieran publicado separadamente. ¿Por qué los editores decidieron meterlas todas en un solo mamotrético volumen? Reducir la oferta editorial, a sabiendas, de que no es lo mismo vender cinco libros independientes, que un solo volumen con cinco libros integrados: "La parte de los críticos", "La parte de Amalfitano", "La parte de Fate", "La parte de los crímenes" y "La Parte de Archimboldi".

No son capítulos, son novelas interconectadas en un sistema de memoria novelada, que hace ver el juego de relatos que reúne Rayuela, como un ejercicio básico. 2666 es una pieza diez veces más compleja, más sofisticada, más elaborada y compleja, de la edición narrativa. Hay cinco hilos gruesos, de los que se desprenden muchos y largos hilos que enredan a los personajes, hasta un punto en el que desaparecen. El hilo maestro es Benno Von Archimboldi, el escritor.

En 2666 Bolaño pone en escena una teoría del mal que en términos de Baudrillard: “Narra con una lógica de la dispersión narrativa”, que le sirve para entrecruzar los hilos del mal, de la guerra y del feminicidio. Tensiona los hilos gruesos alrededor del mismo centro de gravedad, Santa Teresa, en el desierto de Sonora, el mismo en el que terminan los Detectives Salvajes. Una cartografía del mal, en donde estaría el secreto del mundo. Al final de la parte de Fate (destino), el narrador cuenta: "Fate recordó las palabras de Guadalupe Roncal. Nadie presta atención a estos asesinatos, pero en ellos se esconde el secreto del mundo".

¿Por qué un narrador siniestramente omnisciente? ¿Es el narrador el fantasma de un personaje de otra novela, o el propio fantasma de Bolaño? Porque quien narra 2666, no es otro que Arturo Belano, digo yo.

Benno Von Archimboldi, es una suerte de Salinger, cuya obra es completamente independiente del autor, el autor no existe, no merece existir, como debería ser. Aun así, su obra se vale por sí misma, es autosuficiente, y se ha puesto en la lista de los premios Nobel. 

La escritura sostenida, rítmica, directa, vastísima, alevosa de Bolaño es como una telaraña que se traga al lector que cae en sus redes, al punto que tras despacharse 1200 páginas queda con ganas de más. Todos los hilos de los cinco libros comienzan o terminan con un viaje que se cruza y entrecruza en el transcurso del relato.

Amalfitano – profesor chileno en Santa Teresa - oye voces que le dan órdenes y realiza una performance. Cuelga en el tendedero de su patio un libro, siguiendo el juego de Duchamp. El Testamento geométrico de Rafael Dieste, dividido en tres partes: "eran en realidad tres libros, con su propia unidad, pero funcionalmente correlacionados por el destino del conjunto". La relación de Amalfitano con el libro es la de Bolaño con la literatura.

"La parte de Los crímenes" es agobiadora, escrita con ese mismo espíritu legista de investigador criminal que exhibe sin ningún pudor James Ellroy. Centenares de páginas, protocolos forenses de levantamiento, con nombres propios y fechas exactas. Cientos de páginas donde se describen los crímenes de mujeres, obreras, maquiladoras en su mayoría, ocurridos desde 1993, y que no terminan de cometerse. Se relaciona una cadena de venganza de los hombres contra las mujeres, por el hecho de ser mujeres. Satura Bolaño hasta el fastidio con la descripción de los crímenes, con una manifiesta insistencia destinada a atosigar al lector, que apenas si se salva por el sentido de investigador periodístico y el sentido de ironía con él que muestra, cómo es que la impunidad ratifica el mal.

Hay también en 2666 una teoría sobre los críticos y la literatura. La literatura es una selva de obras maestras y obras menores, aunque las menores no existen. Una obra menor siempre será dictada al autor menor por un maestro. Así que, según la teoría, habría únicamente obras mayores.

La experiencia de leer 2666 es convulsiva en varios sentidos. En el sentido del espesor con que es levantado un mundo novelesco en el que todo lo que se narra es posible, aún como ironía. En el sentido de la literatura, y en particular, en el del escritor, como fantasma de su obra, como personaje casi invisible, como alguien que se quita, para que sea su obra la que hable por él. No en vano 2666 es una obra póstuma.

O como un muerto que yace vivo, que no ha quedado suficientemente muerto, ni suficientemente vivo, que no se adhiere ni siquiera a los afectos. Un muerto que ya no cabe en un cementerio judío de la segunda guerra mundial, ni en los cementerios de la guerra fría, ni en los que se arrojan los cuerpos de las mujeres, ni en los cementerios donde los críticos arrojan las obras, ni los cementerios clandestinos del narcotráfico, sino un cementerio en el año 2666.

0 comentarios