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Alberto Rodríguez

¿El fin?

¿El fin?

A veces la nostalgia es más fuerte que la tecnología. Desde el inicio de la era digital se ha proclamado – unas veces con discreción académica, otras con indiscreción periodística- el fin del impreso, el fin del libro y el fin de la novela. La celeridad de los desarrollos tecnológicos, harían pensar que las proclamaciones no están exentas de sentido. Sin embargo, una mirada menos ingenua, haría notar que la nostalgia – esa cosa tan irracional e irritante – ha evitado ver hacia adelante, los espacios que se abren en la era digital a la lengua escrita.

Vayamos por partes. El fin del impreso es una cosa, que entre otras cosas tiene raíces en drásticas necesidades ambientales. Cuando nos informan que una edición dominical del New York Times consume quince hectáreas de bosques en la producción de papel, y sumamos la cantidad de bosque en el mundo que se gasta en impresos de periódicos y revistas, entenderemos que será la conservación de la naturaleza, por razones de subsistencia colectiva, la que impondrá el fin del impreso. Tener nostalgia del impreso, que no ha desaparecido y tardará en hacerlo, es como tener todavía nostalgia de la fotografía en blanco y negro, del cine mudo, el vaudeville, el miniaturismo o los autos de fe. De las extinciones del impreso, las primeras víctimas son las enciclopedias, los catálogos, próximamente los diccionarios y directorios telefónicos que consumen demasiada madera, en lo que alguien ha llamado la “deforestación letrada”.

En cuanto al fin del libro, es una nostalgia embriagada de miopía. Su primera consecuencia es no distinguir entre el formato de celulosa y el contenido alfabético del libro. El libro es más que el soporte, más que el formato, más que el sistema de escritura, es el espacio de sentido que abren las palabras en el orden de un autor a un lector. La era digital abrió al libro, un nuevo sistema de escritura. Por gracia de la tecnología pasamos de la época de las escrituras lineales, a las escrituras neurales, del texto al hipertexto. Es una ganancia arrasadora, que por sí misma barrería las nostalgias del impreso. Eco es quien ha advertido de la vida finita de la celulosa, que arde a 451º fahrenheit.

El fin de la novela, que no sería el fin del libro, es un argumento de doble filo. De un lado, una postura lánguida, un historicismo flaco cargado del escepticismo ilustrado que puso de moda el finado Emil Cioran, alma bendita. La novela - género de géneros – es una propuesta capaz de comprometerlos a todos y que produce un efecto, que solo ella es capaz de provocar. Mientras no aparezca algo más que la novela, es decir, algo que sea novela y algo más, la novela será imprescindible. Nada nos dará lo que ella.

Pero de otro filo, es que la novela desaparezca por falta de lectores. Una hipótesis más aguda y más sobrecogedora. Ni el fascismo contra la cultura escrita, ni el fuego de las bibliotecas, ni el fin de la celulosa, del impreso, habrían dado fin al género. Sino que la novela perdería pertinencia histórica si ya no hubiera quien leyese. El filo hipotético de la anticipación, no encuentra un argumento más pavoroso, pero más probable, que el del fin de los lectores. 

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