Nocturno de Chile
Christopher Domínguez
De las miles de páginas, indignadas o conmovidas, que los escritores latinoamericanos han escrito sobre las dictaduras militares que reinaron en el cono sur, pocas tan eficaces, por fantasmagóricas, como las dedicadas por Roberto Bolaño en Nocturno de Chile a un inverosímil general Pinochet tomando clases de marxismo con el sacerdote y crítico literario Sebastián Urrutia Lacroix, conocido como el cura Ibacache.
Sólo un prosista del refinamiento de Bolaño podía retratar el terror mediante una anécdota espectral, sin recurrir a las convenciones manidas, poniendo ante una Junta Militar ansiosa de conocer la ideología del enemigo marxista a un poeta improvisado, con relativo éxito, como exegeta de Marta Harnecker.
En 150 páginas, una obra maestra de la novela corta cubre la progresión asfixiante del enigma de la vocación artística, la maldición de la crítica literaria, las rarezas del estado eclesiástico y la real o supuesta banalidad del mal. Una narración que no concede respiro. Sigue el recurso de Hermann Broch en La muerte de Virgilio, la memoria fugada de un moribundo, o de un afiebrado que se siente morir.
Sebastián Urrutia Lacroix deberá iniciar su educación sentimental cruzando la aduana del crítico Farewell, príncipe de la literatura chilena. Con singular libertad, Bolaño presenta una versión de quien en la realidad fue, me parece, Hernán Díaz Arrieta (1891-1984), conocido durante medio siglo por su nombre de pluma, Alone. Reseñista compulsivo, Alone dejó una obra enorme, entre la que destaca Pretérito imperfecto. Memorias de un crítico literario (1976) y la Historia personal de la literatura chilena (1954). Heredero austral y tardío de Sainte-Beuve, Alone, Farewell en Nocturno de Chile, practicó la vieja crítica mediante "un esfuerzo civilizador, en un esfuerzo de tono comedido y conciliador, como un humilde faro en la costa de la muerte", apunta irónicamente Bolaño.
Alone fue un comprometido periodista de derechas, lo que no le impidió ser amigo y protector de Pablo Neruda. El cura Ibacache dialoga con Farewell desde la fiebre: "me gustaría decirle que hasta los poetas del partido comunista chileno se morían porque escribiera alguna cosa amable de sus versos". Y es precisamente ante Neruda, en el fundo de Farewell, donde el pobre cura, humillado por su alzacuello tanto como por su pubertad lírica, pasa su rito de iniciación, volviéndose coime o acólito del gran crítico.
Pero volvamos a Farewell y al cura Ibacache, ancianos pinochetistas quienes no comprenden el significado político de la muerte de Neruda, ocurrida unos días después del golpe militar del 11 de septiembre de 1973. “Al día siguiente fuimos al cementerio. Farewell iba muy elegante. Parecía un buque fantasma, pero iba muy elegante. Me van a devolver mi fundo, me dijo al oído [...] Luego alguien se puso a gritar. Un histérico. Otros histéricos le coreaban el estribillo. ¿Qué es esta ordinariez? preguntó Farewell. Unos retoques, no se preocupe, ya estamos llegando al cementerio. ¿Y dónde va Pablo? preguntó Farewell. Allí delante, en el ataúd. [...] Qué pena que los entierros ya no sean como antes, dijo Farewell. En efecto, dije yo. Con panegíricos y despedidas de todo tipo, dijo Farewell. A la francesa, dije yo. Le hubiera escrito un discurso hermoso a Pablo, dijo Farewell y se puso a llorar. Debemos de estar soñando, pensé yo. Al marcharnos del cementerio, tomados del brazo, vi a un tipo que dormía apoyado en una tumba. Un temblor me recorrió la columna vertebral. Los días que siguieron fueron bastante plácidos. Yo estaba cansado de leer a tantos griegos, así que volví a frecuentar la literatura chilena”.
El cura Ibacache nunca pasará de ser un écrivain raté, atormentado por un joven doble y perseguido por las sentencias escépticas de Farewell, "de qué sirve la vida, para qué sirven los libros, son sólo sombras". Si su indiferencia ante la historia es fantasmagórica, si su relación con la poesía está de antemano condenada por su reputación de crítico, queda la vocación sacerdotal. Pero, como un abate de corte dieciochesco, su vida clerical sólo resplandece durante un viaje eclesiástico por Europa, enviado por el Opus Dei, para revisar la restauración de iglesias y basílicas.
El cura literato de Nocturno de Chile acaba conociendo una red italiana, francesa y española de clérigos colombofóbicos que convierten sus campanarios en nichos de cetrería, pues sólo los halcones pueden destruir a las palomas, incriminadas por el deterioro sistemático de los monumentos de la Iglesia Católica.
Tras el golpe militar, indiferente a la función del crítico como faro civilizador desde la costa de la muerte, el cura Ibacache recibe la extraña propuesta, que debe mantener en absoluta confidencialidad, de instruir a los generales golpistas en la ideología marxista.
En las sesiones, Pinochet se destaca como el más paciente alumnos, quien al final se confiesa superior a los presidentes Alessandri, Frei y Allende, pues él, a diferencia sí ha escrito libros, aunque fuesen de geopolítica y en ediciones militares.
"La décima clase fue la última. Sólo asistió el general Pinochet. Hablamos de religión, no de política. Al despedirme me dio un obsequio en su nombre y en el de los demás miembros de la Junta. No sé por qué yo había pensado que la despedida iba a ser más emotiva. No lo fue. Fue una despedida en cierto modo fría, correcta, condicionada por los imperativos de un hombre de Estado. Le pregunté si las clases habían sido de alguna utilidad. Por supuesto, dijo el general. Le pregunté si había estado a la altura de lo que de mí se esperaba. Váyase con la conciencia tranquila, me aseguró, su trabajo ha sido perfecto. El coronel Pérez Larouche me acompañó hasta mi casa. Cuando llegué, a las dos de la mañana, después de atravesar las calles vacías de Santiago, la geometría del toque de queda, no pude dormir ni supe qué hacer. Me puse a dar vueltas por el cuarto mientras una marea creciente de imágenes y de voces se agolpaba en mi cerebro. Diez clases, me decía a mí mismo. En realidad, sólo nueve. Nueve clases. Nueve lecciones. Poca bibliografía. ¿Lo he hecho bien? ¿Aprendieron algo? ¿Enseñé algo? ¿Hice lo que tenía que hacer? ¿Es el marxismo un humanismo? ¿Es una teoría demoniaca? ¿Si les contara a mis amigos escritores lo que había hecho obtendría su aprobación? ¿Algunos manifestarían un rechazo absoluto por lo que había hecho? ¿Algunos comprenderían y perdonarían? ¿Sabe un hombre, siempre, lo que está bien y lo que está mal?”
En las novelas cortas, como Estrella distante (1996), y Nocturno de Chile, Bolaño saca tanto provecho de la diáspora sudamericana de los años setenta, convirtiendo los dolores ideológicos en profecías literarias, encontrando la esencia metafísica del terror, demostrando que la prosa puede y debe ser, al mismo tiempo, un juguete literario y una apuesta por la gravedad.
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